Hoy se cumplen dos semanas de tu partida y no tienes idea de cuán triste me he sentido desde entonces. Huérfano. Desolado. Ese día, cuando desperté y ví que tenía un par de llamadas perdidas de esa maravillosa hija tuya que es la Tita, pensé que había algún cambio de planes pues apenas la tarde anterior los médicos dijeron que, aunque todavía estaba baja tu oxigenación, el martes podrías estar de vuelta en tu casa. Lo que son las cosas: el martes pasamos el día a tu lado, pero en Gayosso.
Decía José Antonio Alcaraz que “no hay mejor guionista que Dios: nadie supera sus vueltas de tuerca”. Quién iba a decir que, cuando cambié mi turno de pasar contigo la noche del sábado para el domingo, sería tu hijo Enrique a quien le tocaría compartir a tu lado tus últimos momentos. Cuando nos encontramos con él en el velorio, el Güero Diemecke se impresionó de ver que está igualito a ti cuando tenías su edad. Sabrás también que el Güero fue de los primeritos que me llamaron para confirmar la noticia, y aunque estaba en Bogotá, pudo llegar a despedirte.
La cara que habrían puesto al verlo ahí aquellos que se daban vuelo contando historias que les enemistaban, ignorando tantos momentos definitorios que compartieron. Con cuánto cariño recordó lo bien que lo recibían siempre Evita y tú, sus partidas de bridge, cuando le diste “luz verde” para dejar su puesto de violinista en la OSEM para irse a estudiar a la Academia Pierre Monteaux… y cuánto nos reímos evocando aquellas frases que se “pinponeaban” y escandalizaron a tantos, cuando él les decía a sus músicos de la Chafónica que, si no hacían bien las cosas, los iba a mandar a Toluca para que les apretaras las tuercas a la vez que, cuando no daban el ancho, tú les decías a los tuyos que ibas a mandarlos al Blanquito porque “ahí les gusta hacer las cosas a medios chiles, al ahí se va”.
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Hoy, tenemos muy claro que nunca subiste al podio de la Chafónica porque, siendo tú quien elegía sus batallas, no quisiste perder el tiempo lidiando con un sindicato que siempre ha solapado la mediocridad.
Hoy, también, tengo muy claro cuán afortunado soy de haber estado más de la mitad de mi vida a tu lado. Cuando siendo un niño te veía por la tele, inalcanzable, jamás llegué a imaginar el vínculo entrañable que ahora nos une. Gracias por permitirme conocer al maravilloso ser humano que habitaba tras aquel temible personaje, del que tantos hablan desde el prejuicio y la ignorancia y que, alguna vez, también padecí.

Con discreción bíblica (Mateo 6:3) ejerciste la generosidad y buscaste siempre las mejores condiciones para tus músicos. ¿El costo para ellos? Estar a tu nivel, lo cual implicaba un rigor y una capacidad de estudio y disciplina que no todos tuvieron. Más de una vez te escuché decir que, en tu orquesta “nadie tiene derecho a equivocarse y aquí se toca lo que está escrito (…) podrán decir que soy cruel, déspota y mamón, pero no que soy un pendejo o un mal director. Aquí las cosas se hacen bien o no se hacen” y, con eso, marcaste la diferencia.
Y no, tu no arruinaste carreras, como andan diciendo tantos resentidos. Simplemente, les ahorraste tiempo. Los ubicaste. Su ínfimo talento no les habría alcanzado para hacer nada decoroso. Como escribió Eugenia Garza ante los comentarios con que varias ardidas aspiraron a sus dos minutos de fama –ya que ni en su casa las conocen-, “sigan ahí, hablando, porque cantar, jamás pudieron”. Lo más patético no es que con ello pretendieran incendiar las redes, sino que, musicalmente, nunca hicieron nada relevante. Ni cantar, ni tocar el violín o el arpa siquiera, como Nerón en Roma. Y si artísticamente no existen, ¿qué decir del miserable ex director del Cenidim que cobardemente te tachó de “patán con batuta”? Si acaso, que son como crías bastardas de Noroña: muy gallitos en las redes, pero nunca tuvieron valor para confrontarte. ¡Se les fruncía nomás de verte!
Ellos se lo perdieron, porque a raíz de aquel agarrón en el que te dije cuán mal me caías, sin más sustento que lo que había oído decir en radio pasillo, nació una amistad en la que, si algo prevaleció, fue la honestidad: aguantaste vara cuando te cuestioné y, para comprenderte, me confiaste tus anhelos, temores y esperanzas. Tú también me comprendiste y me arropaste como nadie. Atesoro aquella tarde cuando, hace diez años, me pediste que fuera a tu casa lo más pronto posible. Llegué, me abrazaste y te soltaste a llorar como un niño. Balbuceante, me sorprendiste al revelarme que venías de sepultar a una hermana de la cual nunca te había oído hablar. “Estuvimos distantes mucho tiempo, y si hoy lloro, es porque hubiera querido que fuera como lo que tú eres para mí”. ¡Ay Enrique! No sé qué sea tener y querer a un hermano, pero hoy, no puedo quererte más.
Pocos tendrán idea de cuán divertido fuiste como compañero de ruta. Cuántos viajes, cuántas giras hice a tu lado y, si algo nos acompañó siempre, fueron las risas. Lo mejor, era ver esa pasión desbordante con que enloquecías el público que asistía a tus presentaciones. Esa pasión que estremecía a Herrera de la Fuente al evocar los mejores conciertos que había dirigido, ya que siempre mencionaba cuando te acompañó en tu debut como pianista, “aquella Rapsodia de Rachmaninov fue la más electrizante que yo haya vivido”, afirmaba con una chispa en la mirada. Por lo visto, tú acaparaste toda esa pasión que les falta a tantos eunucos de la batuta… y me río de pensar que, ahorita, estarías enmendándome a gritos: “¡huevos, les faltan huevos!”. Siempre me lo dijiste, “no por llamarle de otro modo, la mierda dejará de serlo”.
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Dicen que cada quién habla de la feria según le fue en ella, y no me cansaré de agradecer el que tú seas una de las influencias decisivas en mi vida. Tu ejemplo me enseñó a ser frontal y decir las cosas tal y como las pienso, buscando siempre la excelencia y condenando la mediocridad. Fuiste, también, un cómplice invaluable para concretar proyectos que, sin ti, habrían sido imposibles. El más ambicioso de todos, la grabación y edición de la obra completa de Moncayo, ese “hijo” del que nos sentimos tan orgullosos. ¿Ves? ¡terminamos siendo familia!
Hablando de hijos, qué buena decisión tomaron Mili y los Titos de dejar tu biblioteca en la Universidad de Hidalgo, que tan bien se portó contigo estos últimos años, tan duros, en que la enfermedad y la difamación te mermaron, pero nunca te doblegaron. Hay algo más que también habrías celebrado: el berrinche que les causó a los “judas” el saber que no podrían aparecerse en tus exequias por estar enlistados como non gratos. Jamás habrían comprendido cómo pasamos de las lágrimas a las carcajadas cuando, tras ver bajar tu ataúd, se armó tremendo coro detonado por un espontáneo “¡Cabrón, pórtate bien!”, sucedido por todas aquellas frases con que le quitaste el sueño a tantos timoratos.
Aquello, fue catártico e irreverente. Necesario. Como tú.