En la mesa del salón madrileño de Página de Espuma, donde vamos a conversar, a Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970) la esperan unos bombones de chocolate y un frasco de dulce de leche, porque “hoy he tenido un bajón de azúcar, sufro de diabetes”, cuenta. Como si necesitara dulzura y toda la energía posible para seguir hablando de los temas a los que ha dedicado su vida literaria: la violencia, la injusticia, la política, el arte de resistir de la mano del arte y el cuerpo dolorido de las mujeres a través del tiempo. Haciendo pausas para pensar cada respuesta, pero torrencial y apasionada cada vez que las da, la última ganadora del prestigioso Premio José Donoso otorgado a escritores de habla hispana y portuguesa disecciona su actualidad y los asuntos que le importan.

Has ganado uno de los premios más prestigioso de la literatura en castellano, el José Donoso. Si esto fuera una escalera, ¿cuáles fueron los peldaños que tuviste que subir?

Creo que los libros son los escalones, y me gusta pensarlos más como pasos que como escalones, porque esto último supone la idea de progreso ascendente. Cuando uno está escribiendo va dando pasos en su desarrollo como escritora, en su estilo, en sus reflexiones cuando escribes ensayo. El ascenso para mí está reñido con mi idea de literatura.

Pero sí que representa un momento importante, ¿verdad?

Verdad. Es el tercero momento de tres importantes en mi carrera. El primero es un pequeñísimo premio que me saqué en la universidad a los veintitrés años, con uno de mis primeros cuentos. Yo sentí que me decían: “Sí, esto lo estás haciendo bien”. Era el tiempo de la transición a la democracia en Chile y todos los espacios eran pequeños, cerrados, dominados por los llamados Novísimos. Así que aquello supuso un espaldarazo. El segundo momento importante fue el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, en 2012. Ese premio le dio luz a mis libros que habían tenido muy poquita circulación, aunque trajo una dificultad: me hizo una persona más visible de lo que yo hubiera querido. Y creo que no estaba muy preparada para esa visibilidad. Esa exposición fue ardua. Y el tercero es este premio, el José Donoso, al que yo no postulé. No sé qué pasará con él, pero sí sé que los premios ayudan a que los libros lleguen a lugares que antes no habían llegado. Siento que, como dije en el Sor Juana, sirven para tomarse tiempo para la obra que viene. También quiero usar el dinero ganado para colaborar en la producción de una obra teatral que escribí y ya presenté por primera vez en Barcelona.

¿Has sentido que los premios te han condicionado a comportarte de un modo diferente?

No. No sé cómo me podría condicionar por algo que ya hice. Si me dijera que cambiara o me condicionara, rechazaría el premio. Algunos de mis libros son polémicos, he escrito contra los hijos, sobre Palestina, y, sin embargo… Para mí, la literatura es el espacio donde me he otorgado todas las libertades; un premio que me quitara esa libertad sería un premio a rechazar.

A ti, que eres una gran lectora y estudiosa de la literatura, y alguien que combina la realidad y la ficción, ¿qué crees que no leímos los latinoamericanos todavía para entendernos mejor?

Es imposible ponerse en el lugar de todos los lectores latinoamericanos, y es asumir que cada lectura genera un impacto “X”. Yo no podría dictar un canon, ni me interesa hacerlo. No me interesa esa posición. Aunque, sí tengo mis libros importantes y muy diversos. Siempre menciono a la obra de un chileno casi desconocido fuera de Chile, que es Carlos Droguett. Cuando estoy seca para escribir, abro cualquiera libro de Droguett, sobre todo una novela que me impactó mucho, Patas de perro. Un retrato social de Chile que desde hoy lo veo muy adelantado. Podríamos, por supuesto, hablar también de toda una tradición de literatura chilena con la que me formé: Pedro Lemebel, Diamela Eltit, Raúl Zurita, José Donoso.

Al ejemplar de Avidez, tu último libro de relatos, la editorial Páginas de Espuma lo acompaña de una pequeña entrevista en la que defines a la avidez como “un profundo estado de insaciabilidad”. ¿En qué eres insaciable como escritora y en qué crees que debe seguir siéndolo?

Le preguntas esto a alguien que tiene un prurito perfeccionista con la palabra. El otro día quería saber cuántas veces había reescrito una frase de un texto que estaba a punto de entregar y perdí la cuenta. No sólo porque haya palabras más precisas, o palabras que tienen una intensidad, una fuerza, o porque juego en donde ubicarlos para que la frase tenga un cierto ritmo. Pensé en Virginia Woolf que había escrito una de sus novelas siete veces. Ahí hay algo insaciable en mí. Mi compañero me dice: ya para. Y yo le digo: hasta que no esté lo mejor que yo pueda, no está terminada. Es que puede aparecer una palabra que escuchas en un café, y dices: es la palabra. Entonces, en medio de las galeras, la cambias. De hecho, no leo mis libros publicados porque los quiero volver a escribir.

Avidez está marcado por un nosotras definitorio, un tanque que lleva adelante una guerra de situaciones tremendas y muy oscuras. ¿La decisión de escribir desde este plural femenino es logístico, programático o te llegó naturalmente?

He escrito mucho con una intensa primera persona en una novela, una primera persona narcisista y egoísta en esa cuestión del yo. Entonces, en la siguiente, Sistema nervioso, encontré una persona más distanciada. Y después, con las voces de las reivindicaciones feministas en las que se dibuja un colectivo sororo, que piensa junto, juntas y disiente. Entonces me di cuenta de que para salir de ese yo tan centrado debía encontrar esa voz más plural. Creo que mi actual incursión en el teatro tiene que ver con esta búsqueda de dialogar y disentir. Lo que está pasando en este momento es que no hay diálogo. Estamos en las redes sociales y cancelamos a quienes no están de acuerdo con nosotros. Eso significa que solo estamos hablando con nosotros mismos. Es un momento importante para pensar la pluralidad de voces.

En este momento, el narrador en plural y las narraciones en diálogo me importan porque vivimos en un diálogo de sordos. Aunque claro, ese narrador en plural siempre es un narrador falso. Nadie habla en este plural.

Se acaban de cumplir 50 años del golpe en Chile. ¿Qué lugar ocupan hoy los artistas y los intelectuales en este recordatorio?

Me parece que en Chile los artistas, los artistas visuales, los teatristas, toda la gama de la producción teatral, en una mayoría muy potente, se han erigido como la resistencia al negacionismo y a la ultraderecha, que a toda costa quiere tomarse la Constitución y el país. Y el pasado. Y la memoria. La gente de la cultura, la gente que está produciendo arte es una especie de muro, de “No pasarán”, ante una ultraderecha que esperamos que naufrague. Además, hay una amenaza latente en la región. Cuando vi a Milei, en Argentina, me dije: otra vez un caudillo. Un caudillo militarizado. Me recordó a Rosas, con sus patillas.

Desde 2019, año del gran levantamiento y estado de violencia en Chile, se recuerda a los que han perdido los ojos a manos de los balazos de los carabineros. Esto tiene una repercusión especial en ti, registrado en tu ensayo Zona ciega, donde cuentas que te dijeron desde pequeña que te quedarías ciega. ¿Me puedes hablar de este punto de contacto? ¿Se puede hacer literatura de cualquier tema?

Sí, de todo se puede hacer literatura, siempre lo digo en mis talleres. De todos modos, a mí me interesa no el qué sino el cómo. Soy muy cuidadosa con no ser prescriptiva, sobre lo que sí se puede contar y lo que no. Pero yendo al centro de la pregunta: yo partí escribiendo Sangre en el ojo, a partir de una experiencia personal. Quería recuperar mi experiencia de haber perdido y recuperado la vista, las consecuencias a nivel amoroso, familiar, incluso político. Eso parte de la experiencia del cuerpo, que me interesa especialmente. Para mí, escribir desde el cuerpo, con el cuerpo, sobre el cuerpo es algo que me acompaña. El cuerpo es un filtro, es un lugar por donde toda la experiencia del mundo se filtra hacia la literatura.

Así que, cuando me anunciaron en la infancia la posibilidad de quedarme ciega, me obsesioné con la representación de los ojos. Y me encontré, por ejemplo, con que solo había ciegos pero no ciegas. ¿Dónde están ellas? Después, me encontré con que Gabriela Mistral y Marta Brunet habían tenido correspondencia sobre sus casi cegueras. En medio de esto, sucede la violencia ocular contra la ciudadanía chilena. Ahí caí en la cuenta de que también al poder le interesaba los ojos de la ciudadanía. Sobre todo, en la democracia. La muerte de los ciudadanos es más bien una táctica de las dictaduras, que no tienen ningún problema en asesinar. Pero en la democracia, los gobiernos no pueden darse ese lujo porque tiene un costo político muy alto.

Vivimos en una sociedad ojocéntrica, que le da prioridad al sentido de la visualidad, que le da poder a la visualidad (esto es viejo, ya lo dijo Foucault). Entonces dije, espera, me había faltado ver el lado político del ojo. Estaba siendo esto tan explícito en Chile, que me permitía iluminar otros lugares en donde esto también estaba pasando. Con todo, terminé el ensayo Zona ciega.

Ahora mismo, le estoy dando vueltas al otro lado de este asunto que es la mirada interior; como esta obsesión de la medicina, de ver adentro. Incluso está la idea de encontrar, ya no en lo que se ve en superficie, sino en lo profundo, al Mal.

A ti que te vinculan tantas veces con este adjetivo, ¿qué hace que una literatura sea “feminista”? ¿Te interesa militar desde la literatura?

Es la gran pregunta por el arte comprometido o el arte por el arte. Los artistas por el arte comprometido y los artistas menos artistas. Desconfío de esta dicotomía. Porque la postura del arte por el arte es una postura política. Es la postura política de negar lo político en el arte. Es esconderse en lo puramente estético en relación a las políticas de lo social.

Pienso en Cortázar que, en su declaración de amor a Nicaragua, le da la espalda a lo más bello de su propia escritura para centrarse en un activismo o en una militancia.

Creo que la militancia no tiene por qué ser una forma de negar lo estético. No debería exigirla. Es una exigencia equivocada sobre la literatura y sobre el artista. Hay una manera de convocar lo estético y lo político desde la palabra. Y desde el examen de lo social, desde la ficción y la no ficción. Todo es muy político y ojalá que no perdamos lo estético en el camino. La apuesta por encontrar el lenguaje preciso y lo conmovedor, todo está atravesado por una apuesta estética. En lo sinuoso del terror en ficción también hay un mensaje sofisticado de lo político. Pienso en la novela de Mariana Enriquez, Nuestra parte de noche, una novela decimonónica y lovecraftiana, en la que termina todo amarradito de una manera magistral, y donde junta el terror fundado en la dictadura argentina. O pienso en la última película de Pablo Larraín, El conde, en la que conecta a Pinochet y la dictadura chilena con la figura del vampiro. Ahí está la metáfora de la dictadura, ese chuparle la sangre, el alma y el corazón a la ciudadanía.

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