Inhalar y exhalar son dos acciones imprescindibles para la vida. Por su parte, la poesía también puede entenderse como un acto de respiración, un ritmo compartido entre cuerpo, palabra y pensamiento. Así lo afirma Hernán Bravo Varela, quien dio a conocer la publicación de su más reciente obra de poesía, la cual se compone de dos libros: Ejercicios de respiración, un ejercicio literario que captura el pulso del cuerpo en su relación con el mundo, y El Estado mexicano empresario, un texto que homenajea a su padre y retrata su mundo, incluido su pensamiento político y artístico.
¿Por qué hablar de los cuerpos, especialmente, de los lastimados?
La única moda perdurable es la del cuerpo, siempre nos da de qué hablar, de qué sentir y frecuentemente está permutando, cambiándose de lugar, de materia, de intereses. Esos desplazamientos permiten que la palabra se mueva en el espacio de la página, considerando que esas grafías son tatuajes o estrías en la piel del poema.
Hay un verso del poeta argentino Héctor Viel Temperley que siempre me ha gustado. Dice: “voy hacia lo que menos conocí en mi vida, voy hacia mi cuerpo”. Esa declaración de principios, presente en un libro duro y poderoso llamado Hospital Británico, la hago mía. Ahí Temperley hace una especie de variaciones a partir de fugaces y violentas epifanías que le vinieron después de que fue trepanado. Ese verso nos indica que lo familiar es lo más siniestro. Tal averiguación siempre ha estado presente y en este libro ni se diga, cada uno de los poemas son etapas para llegar al imposible y ansiado Nirvana que, aunque no nos corresponde, podemos vislumbrar gracias al peso que tiene en nuestra cultura. Un libro como este busca descubrir la propia respiración, conquistarla para después desentendernos de ella y que el aire haga lo suyo.
Me parece fundamental que en Ejercicios de respiración, un libro parado de cabeza que tiene poemas sobre una profunda inestabilidad (corporal y mental), el lenguaje pueda ser no sólo la compañía idónea para esas transformaciones yesos arrebatos, sino también una manera de darle (como diría Vallejo) intensidad y altura a un momento que es subterráneo y que casi pertenece al inframundo de nuestras emociones, ese en el que nos ponemos a pensar en las numerosas crisis de salud del cuerpo.
El poema tendría que tratar de reproducir esas luchas intestinas desde la propia partitura. Este libro es una especie de catálogo de formas: hay un conteo, poemas que empiezan en la parte inferior,un poema escrito en versos endecasílabos, formas que están tratando de preguntarse sobre el lugar del canto como misterio cuasi sacro del poema en un momento, como éste, hecho de puro ruido, inestabilidad y estallido, en donde es difícil poder escucharlo.
¿Entre el cuerpo y el yo existe una relación de complementariedad o, más bien, de negación?
Existe la búsqueda por ese contrapunto. El poema hace visible todas las diferencias que podrían tener el cuerpo y el yo, como si fueran dos entidades que, en el fondo, tratande desconocerse la una a la otra.
El yo es la persona verbal, no sólo idónea, sino impuesta e impostada a lo largo de tantísimos siglos, desde que Safo inventó el corazón de la poesía lírica; un yo que pudiera contar y cantar sus aventuras, sus tristezas, sus derrotas. Es inquietante que cuando hablamos del cuerpo éste no parece un embajador de nosotros, sino que posee absoluta autonomía. El poema, como un reflejo de ese cuerpo, también mantiene y manifiesta autonomía respecto a todo lo que comunica.
El cuerpo, como el lenguaje, no comunica de forma directa sino paralela, oblicua, lateral. Aun así, es el territorio de batalla donde la comunicación tiene lugar. Por eso me importaba que apareciera en mis poemas sin ser dominado ni tutelado por ninguna persona verbal, sobre todo por el yo con el que hemos tratado de hacer un pacto desde hace mucho tiempo, el cual ya nos dimos cuenta de que no sale bien.
Cuando pensamos en esos términos, la respiración no sólo en el acto de meditar sino en la escritura poética es fundamental para distinguir radicalmente al cuerpo de ese yo que es la tiranía de una persona que no sabemos qué hace, pero que todo el tiempo se comunica sin dudas, sin reflejos, editadamente en redes sociales. Ante esa tiranía del yo, el poema tiene que reclamar al menos un cuerpo de palabras, un cuerpo de historia, un cuerpo de experiencias y manifestarlo con asombro, duda, desconcierto e incertidumbre.
¿Es necesario hacer una pausa, respirar e inhalar?
Hemos malentendido a la poesía como si fuera una transmisión de contenidos emocionales, espirituales y a veces intelectuales. La experiencia poética no es algo que se pueda narrativizarni que deba tener un hilo o un guion definidos. No creo que haya algo mejor frente el actual alarde de desorden, de expectativas truncas, de imposibilidad, que la poesía, esa profunda puesta en marcha de dudas sistemáticas respecto al lenguaje y a la manera en que éste genera y aporta realidad sin necesariamente comunicarnos algo.
Estamos en un momento en el que tenemos poemas para toda ocasión, instagrameables, que cuentan pequeñas historias aparentemente autobiográficas que siempre quieren dar el paso casi a la fábula. Los grandes poemas hacen lo contrario: ponernos en un estado alerta. Una frase de T. S. Eliot dice que la poesía genera una pauta de conocimiento porque, aun cuando no sepamos de qué habla el poema, hay algo que nos transmite, un impacto eléctrico que generan nuevos sentidos y nuevas realidades. En la poesía todo ocurre de manera desconcertada, ávida de fundar nuevos dominios de realidad y eso evita la chabacanería de querer ilustrar con pequeñas anécdotas lo que somos o lo que el poema es.
Todos estamos buscando el aire, la inspiración, que nos permita estar aquí, en este momento, con los pies aterrizados y no estar buscando algo que conjure a una masa de lectores. La poesía es el encuentro entre la respiración del poeta, la respiración del poema y la respiración del lector, como una especie de carambola a tres bandas. Y la búsqueda es, finalmente, el aire, como dice Gonzalo Rojas: “un aire, un aire, un aire, un aire nuevo, no para respirarlo sino para vivirlo.”
Nosotros lo respiramos, pero el poema lo vive y lo manifiesta a lo largo y ancho de su extensión. Me gustaría, entonces, pensar que el lector también emprende ese camino junto conmigo, poniendo en marcha de manera radical lo que el lenguaje entiende por memoria, por presente, por lengua y por todo eso que nos rebasa más allá de cualquier simple y llana anécdota. El poema atenta contra el relato.
Hay tentaciones que irrumpen tu poesía, temas como la violencia y la injusticia.
Por supuesto. Es parecido a lo que pasa cuando estamos meditando. Los maestros de meditación suelen decir que cuando veas pasar una serie de pensamientos que dificulten la puesta en marcha de la mente en blanco, sólo los dejes pasar. Es inevitable que la realidad haga eco en el terreno del poema. El punto está en cómo lo hace; no a la manera del cronista que necesita el material de la realidad para construir un texto legible, con información verificada. Más bien, la realidad (o cierta línea de la realidad) resuena en el poema como lo haría un eco, metiéndose de una manera natural y orgánica.
Me parece importante que las tentaciones que mencionas no dominen al poema. No es posible que pensemos: voy a hacer un poema sobre X o Y tema. El problema es que estamos en un momento en el que la tematización importa más que la problematización. Vean, por ejemplo, lo que ocurre en poemas como La tierra baldía de Eliot, el cual nunca pierde conciencia de época ni del horror que acaba de pasar con la Primera Guerra Mundial y, sin embargo, no nos adoctrina temáticamente sobre eso, el poema lleva su propia búsqueda y tiene el cuidado de que las líneas de discurso se introduzcan a manera de voces del pasado que se van enlazando junto con los distintos yos, los distintos tús, ellos y ellas.
Entonces, ante esas tentaciones, cabría hacer caso omiso y, como Ulises, ponerse corchos de cera para no escuchar a las falsas sirenas de la realidad. Hablar del momento justo, de una época de vida, mostrar donde vivimos, en qué año, en qué siglo le debería de ser absolutamente indiferente al poema. Pero estamos también en un tiempo en que la literatura parece exigirle estas cuestiones al lector, como si fueran marcas de consciencia de clase, de época, de discurso. Como si eso evidenciara un poema más alerta, con perspectiva social, cultural y económica.
En realidad, eso no garantiza nada pues el poema tiene que pasar por los sucesivos filtros y transformaciones alquímicas que ocurren en todo poema que se precie de serlo. A la tentación hay que volverla un engranaje de la máquina y no el foco de atención.
¿La poesía desempeña un papel sanador? ¿puede acercarse a prácticas como el yoga o, inclusive, al género de la superación personal?
El título de mi libro es irónico, pero también estrictamente literal; no hay poema que no sea un ejercicio de respiración, sentido que trata de fundar su propia inhalación y exhalación.
A su vez, la poesía realiza un tipo de ejercicio de superación, pero de maneras más problemáticas que no tienen que ver con la ejemplaridad ni con sentirnos bien. La poesía, en cambio, es terapéutica en el sentido del psicoanálisis Lacaniano. Según esta corriente, en el lenguaje está simultáneamente la enfermedad y el remedio. Ahí podemos entender dónde está el problema o el núcleo de problemas a resolver y también podemos obtener la llave que abra la puerta y la gasa que limpie la herida.
Esta obsesión con lo que ocurre a nivel subatómico del lenguaje es necesaria porque, de otra manera, nos veremos dominados por la idea de que un poema puede crear una sana autoestima o hacernos sentir mejor. Si lo pensamos desde una perspectiva opuesta, este efecto benéfico, si llega a suceder, no surgirá desde la condescendencia o la ejemplaridad, sino desde las maneras en que las palabras, los signos ortográficos y su disposición espacial en la página nos ofrezcan algo que perfectamente pudimos haber pensado nosotros.
Y es que el poema opera con otro tipo de estándares que no implican nociones como el progreso, la constancia, la responsabilidad, la empatía y, en general, ideas moralizantes que sí considero importantes en otras circunstancias y actividades. No digo que estos sean valores que no pueda transmitir el verso, sino que no los trabaja directamente.
El poema quiere crearse a sí mismo a partir de elementos y recursos que se ponen en juego y que impactan como si fueran componentes de una fusión nuclear donde los átomos van chocando hasta generar una furia energética. El poema tiene que ser, entonces, un producto enigmático del lenguaje que no podamos ni sospechar ni calcular. Y el poeta es un simple interventor que da fe y legalidad de los juegos de lenguaje que ocurren ahí, pero nada más.
En tu libro mencionas al poeta Gerard Manley Hopkins.
Me encanta, es un poeta que exalta la condición divina de las cosas, que canta la creación con lujuria lingüística y con una personalidad inconfundible. Manley Hopkins fue durante muchísimo tiempo incomprendido, al igual que Emily Dickinson, quienes, ante el desconocimiento de buena parte de quienes deberían de ser sus lectores, emprenden una obra única, radical, de la que no entendemos muy bien de dónde viene y para qué fue hecha. Sin embargo, cuando la leemos nos damos cuenta de su necesidad vital.
Manley Hopkins es un poeta que no sólo celebró la creación, sino que padeció su propia homosexualidad, siendo un jesuita en el siglo XIX. Lo quise incluir en un poema que está construido con preguntas y que trata, entre otras cosas, de pronunciarse sobre la posibilidad de que la vida espiritual y la vida sexual puedan ser una y la misma cosa; no líneas paralelas preocupantemente cercanas sino confluyentes en una misma matriz. Ese es el principio fundador de la poesía de los místicos, la manera en la que se confunde a placer y por devoción a Dios, la creación divina con la exuberancia y la lujuria del cuerpo amado.
Hopkins es, junto con San Juan de la Cruz, uno de mis santos patronos de la poesía religiosa, una que entiende que religar no implica hacer la experiencia del cuerpo a un lado para alejarla del espíritu, sino provocar que ambas confluyan y se vuelvan indisociables.
En tus versos está presente la música y el canto como elementos primigenios, previos al yo e, incluso, a los dioses.
La palabra canto no es un artículo de lujo ni un sustantivo sublime, es concreto y real. La vocación por la que surgió nuestra idea moderna de poesía tiene que ver con el canto, es algo que el siglo XX y buena parte de la experiencia moderna y contemporánea de la poesía ha querido complejizar o, directamente, hacer a un lado, como si el canto fuera culpable de alguna ingenuidad e implicara hacer las cosas más bellas. Esa visión me parece malsana.
En la música no hay una experiencia directa que transmitir ni visualizar, a menos que ésta tenga un tema y un título mediante el cual la audiencia pueda imaginarse más o menos qué episodio o qué tipo de evento está contando el músico. Lo que importa es volver a la idea de que el canto, lejos de una concepción romantizada, es un bloque denso que nos permite afirmar al poema como música, una música de palabras que se resuelve por sí misma,
El canto habla de sí, no sé cómo decirlo de otra manera. El canto es profundamente celoso de su propia materia y sabe que podrá hablar o referirse al mundo si el mundo está contenido en la conciencia del lenguaje que posee el poema.
¿Es tu padre quien aparece en El Estado empresario mexicano?
Si, muestro de manera caleidoscópica lo que mi padre fue. Él se recibió de abogado en la Escuela Libre de Derecho con una tesis titulada Estado empresario mexicano. Por eso decidí titularlo así. Estamos ante una misa de cuerpo ausente. El poema es, de hecho, siempre una misa de cuerpo ausente porque la experiencia que le dio pie ya no está y, al mismo tiempo, cuando leemos y releemos el poema volvemos a generar y a crear desde cero esa realidad que nos plantea.
Traté de escuchar no sólo su voz, sino la de mi madre, la de los deudos. Por ejemplo, en el primer poema hay un caos y parece que estamos ante una sala de velatorio donde todo mundo está dando su pésame, pero no acaban de decirlo cuando viene otro e interrumpe.
La tentación de lo inacabado me interesa porque genera un elemento de tensión en el poema. Pensemos en “Algo sobre la muerte del mayor Sabines” donde la forma del soneto, cuando se presenta, parece estar destruida, burlada. Sabines reconoce la falta de algo fundamental qué decir. La poesía lidia con esa ausencia pues lo que está de fondo es siempre fantasmagórico y hay que volverlo a fundar mediante una memoria que nace rota y que es selectiva, el poema adopta esas fracturas, esas fallas lógicas como una manera de penetrar en la incompletud que cualquiera que sea huérfano entiende.
Es muy claro que el padre tiene un perfil político, cultural y religioso que no tiene que coincidir con el editor de las voces, en este caso yo. Más que la vida de mi padre, deseaba narrar segmentos que pudieran traducir no sólo su mundo, sino el mundo del hijo.
Me parecía importante hacerlo con profundo respeto, mantener sin caricatura una personalidad que, en el terreno de la literatura, se convierte en un agente del habla. Una experiencia fundamental al respecto sigue siendo Rulfo, donde vivos y muertos están todo el tiempo dándose la mano. Quería escuchar a mi padre otra vez ahí y a las voces de esos huérfanos que andan por el mundo y que coinciden con nosotros. La muerte abre otra posibilidad y es, también, un complemento para la energía vital del lenguaje.
Tampoco es que quiera que el poema sea un muro de lamentación. Los muertos siempre tienen algo nuevo que decir porque lo hacen a través de nuestra memoria, que no es el caldo de cultivo de lo viejo, sino lo que viene a continuación.
¿Cuál es tu relación con Neruda?
Es fundamental, hay un poema donde hablo de cómo me marcó la lectura del Tango del viudo. Me lo leyó mi papá los trece años y, a partir de esa experiencia, intenté escribir mis primeros poemas, fue una especie de causa y efecto. Le pedí que me lo leyera otra vez y, después, recuerdo que tuve una especie de trance con una máquina Olivetti roja y me puse a escribir mis dos “primeros poemas”, fue por un acto de imitación, por un sacudimiento inexplicable que tuve con esos versos; claro que no les entendí, pero eso ejemplifica lo que dice Eliot: el poema me produjo una profundísima impresión y emoción antes siquiera de haberlo entendido. Ese debe ser el papel de los poemas.
¿Tienes algún otro proyecto?
Sí. Uno tiene que ver con la música, estoy cerrando un libro de ensayos que lo mismo hablan de la relación de David Huerta con Stockhausen que una defensa de Coldplay, de Juan Gabriel y de José José.
También escribí un poema largo que fue trabajado a partir de un playlist específico, con una serie de rituales particulares que definieron su escritura. Hay un diálogo con la música, cuando me baso en canciones utilizo referencias directas y cuando son piezas instrumentales, las referencias funcionan como claves de la obra. En el fondo será un poema religioso. También tengo en puerta la publicación de ensayos personales.