Más Información
Rainer María Rilke entendió que para que comprendamos una pintura necesitaremos vivir con ella. Tenemos la suerte en casa de contar con un par de piezas de Rodrigo Garza Arreola, quien este jueves 8 de mayo de 2025 presentó Los velos del agua en la galería del Club France en la colonia Florida de la Ciudad de México.
La exposición, que estará abierta hasta el mes de julio, establece un doble diálogo: se presenta con la artista plástica Ana López–Montes y propone un flujo creativo –vale decir, energético– entre la pintura y la poesía.
Rodrigo y Ana saben de ambas: ella por ejemplo hizo una maestría en Literatura Francesa (Universidad de Illinois) y ha expuesto en numerosos sitios; él es poeta e hijo de poeta. Tuve el gusto de saludar en un par de ocasiones a Irene Arreola, médica y madre de Rodrigo; edité, con Sol Martínez Villanueva, un poemario de Homero Garza, psicoanalista y padre de este pintor, poeta, economista, funcionario de gran solvencia y seriedad y diplomático en más de un foro internacional de alto nivel, con resultados muy benéficos para México.
Lee también: Fascismos de baja intensidad

La propuesta de Ana y Rodrigo me ha hecho pensar en Rilke y también en Horacio. Conocidísima es la milenaria frase del autor del Arte poética o Epístola a los Pisones: ut pictura poiesis. Enlaza con ella las dos grandes disciplinas creativas y sugiere una red de relaciones entre las artes como base de una concepción clásica, aún muy viva en el Renacimiento. También conocemos la respuesta del germano Gotthold Lessing en el siglo XVIII, de algún modo ya sugerida en siglos anteriores: cada arte tiene su irreductible especificidad. Un poeta, dramaturgo o narrador se basa en nombres y acciones; un pintor debe erigir símbolos reconocibles para que aun sin el nombre identifiquemos a las figuras; por ejemplo, la famosísima escultura del Laocoonte en el Museo Vaticano resulta comprensible porque están allí el héroe, sus dos hijos y las serpientes que los prensan y ahorcan.
Hoy nadie discute si la poesía es superior a la pintura, como llegó a suponerse en el Renacimiento (por eso el pintor se amparaba en el prestigio del poeta) o si la pintura es superior a la poesía (Gérard Genette habla del peso de la pintura a fines del siglo XIX; los poetas usaban metáforas pictóricas sobre sí mismos para refugiarse en el prestigio de la pintura, muy gustada por las élites políticas y económicas).
Más bien tenemos la suerte del diálogo: la poesía aporta valores y recursos como el tiempo y la secuencia (que para Lessing son atributos decisivos de esta actividad creativa); la pintura, el espacio y la síntesis simbólica, entre otros.
Cada arte tiene sus limitaciones y además puede imponerse otras, libremente. El talento, el ingenio y el genio sienten el reto de los límites y buscan nuevas energías en el esfuerzo por moverse dentro de ellos o por superarlos.
Lee también: Los chicos nunca han estado bien: una reseña de la serie Adolescence
Talento, ingenio, genio: esta clasificación tripartita es fruto de Fernando Pessoa, en el famoso Eróstrato o la búsqueda de la inmortalidad, el genio se adelanta a su tiempo cuando funde a un individuo creador con la especie entera; el talento capta y expresa su época y su territorio; el ingenio vive y se luce en lo inmediato. Cada artista tiene un poco más de lo uno o de lo otro, y hay genios máximos como William Shakespeare. El genio tarda a veces en ser reconocido, como tardó Pessoa: la propia época y la propia tierra no siempre son capaces de construir el paradigma que orientará a la sociedad para asumir aportaciones tan originales, tan disruptivas, tan críticas.
Oda marítima, de Álvaro de Campos, heterónimo de Fernando Pessoa, inspiró buena parte de la exposición, que establece un diálogo con el vasto poema del (digámoslo en términos ajedrecísticos) Gran Maestro portugués.
Como toda obra superior en cualquier disciplina artística, la Oda marítima está llena de energía: es energética, es propulsora; estimula el ánimo y tonifica la creatividad.
Ambos artistas dan importancia al título de cada pieza y dan así pautas que, sin embargo, no son absolutas. No podemos vivir con todas las pinturas que amamos, que admiramos, pero sí podemos detenernos algún tiempo en cada una de ellas, de modo que la pieza nos hable desde su aparente mudez. Entendía Horacio que ciertas piezas se disfrutan más de cerca y otras se disfrutan más de lejos; en unas el gozo comprensivo es inmediato; en otras, tarda. O bien el gozo viene primero y la comprensión viene después.
La humanidad está muy necesitada de arte. Todo parece atentar contra la creación y contra la sopesada recepción del arte. Un verso de Rilke se duele de que en alguna parte haya una hostilidad entre la vida y el trabajo creador. Rilke y Pessoa pagaron un doloroso precio para vencer esta hostilidad: se encerraron y tuvieron vidas breves con muchos altibajos. Ana y Rodrigo han alternado sus respectivas actividades profesionales (marcadas por el tiempo hecho espacio, tiempo social, del que hablaba Henri Bergson) y sus actividades artísticas (la duración bergsoniana, el tiempo íntimo, el tiempo de los sueños y de la creatividad, el tiempo de ese yo íntimo expuesto en Proust, muy distinto al yo social).
Ver “La antigua vida de los mares” o “La sal de los mares” o “El misterio de nuevos mares”, de Ana, o “Emma, niña de agua” o “Como si fuese la sombra de una nube que pasa sobre agua sombría” o “El sentido marítimo de esta hora” o “La frescura nocturna en mi océano interior”, de Rodrigo, es asistir a la manifestación de un mundo muy profundo, de pronto revelado.
Por eso resultan significativas las dos palabras del título general: “velos” y “agua”. Conocemos la etimología de Apocalipsis: revelación. Acto de quitar el velo. Aquí –a mi juicio– los velos no se quitan del todo, sino que dejan entrever el carácter genésico del agua.
A Humphrey Bogart le gustaba una frase de Ernst Hemingway: los mares son los únicos espacios verdaderamente libres que quedan en el mundo. Oda marítima y Los velos del agua sugieren una ciudadanía universal, una patria arquetípica, en aquellos espacios asimismo libres: las artes.
La paz en el mundo, a la que acaba de aludir León XIV, ganaría mucho si nos diéramos un poco más de tiempo, de duración sin relojes ni calendarios, para crear o disfrutar los trazos del lápiz y el pincel, del cincel y del violín.