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En Parthenope, los amores de Nápoles (Parthenope, Italia-Francia, 2024), enigmático todoabarcador film 12 del inasible estilista napolitano de 54 años Paolo Sorrentino (El divo 08, La gran belleza 13, Youth 15, Fue la mano de Dios 21), con guion suyo y de Umberto Contarello, la joven de excepcional belleza para cortar el aliento Parthenope (Celeste Della Porta fascinante) nace cual sirena dentro de las aguas en 1950 en el puerto tirreno mediterráneo de Nápoles bajo la protección del provecto Comandante magnate naviero (Alfonso Santagato), quien pronto la desea, al igual que todos los varones que la rodean, incluyendo hasta a su frágil hermano mayor obsedido incestuoso Raimondo (Daniele Rienzo), si bien ella, también de insolente inteligencia excepcional, prefiere estudiar antropología con altas calificaciones, pero durante un solar verano perfecto en la cercana isla de Capri, la dichosa Parthenope se entiende maravillosamente con el archideprimido novelista estadunidense que no la desea John Cheever (Gary Oldman sensacional), y se entrega sexualmente al hijo de sirvientes Sandrino (Dario Aita), provocando el trágico suicidio fraterno e insertando a la joven enlutecida en una desesperada y penosa búsqueda de afirmación vital que durará décadas, e incluye, entre otros encuentros significativos, la tentación de aprovechar su belleza como actriz sin talento específico alguno que la lleva hacia la rabiosa antinapolitana entrenadora histriónica Flora Malva (Isabella Ferrari), que la rechaza por sus ojos muertos, y ante la desfigurada exdiva lésbica Greta Cool (Luisa Ranieri), que la obliga a besarla en un baño de vapor, por lo que la decepcionada Parthenope habrá de aceptar ser guiada en un descenso a los infernales bajos fondos napolitanos al lado del opulento galán Criscuolo (Marlon Joubert), aunque luego la heroína, perturbada tras abortar por voluntad propia un embrión ocasionalmente concebido con Criscuolo, habrá de adscribirse como asistente bajo la tutela profesoral del hierático antropólogo Marotta (Silvio Orlando) que la valora y sólo quiere heredarle su cátedra al jubilarse para quedarse al cuidado de un hijo monstruoso, y por último la madura Parthenope habrá de enredarse carnalmente con el demoniaco obispo seductor Tesorone (Peppe Lanzatta) para lograr que otra vez pueda licuarse la sangre del santo patrono catedralicio napolitano San Gennaro que era el tema de la tesis doctoral de esa melancólica y jamás amante ni amada antropóloga Parthenope a quien, ya anciana (Stefania Sandrelli la siempre hermosa exdiva de los germinescos-bertoluccianos 70s), todo mundo aplaudirá el día de su jubilación académica universitaria, coronando el contradictorio destino de su belleza femiépica.

La belleza femiépica salta de imagen solar sobretrabajada a límpido onirismo posfelliniano, como si flotara en pleno deslumbramiento, siendo la translúcida fotografía esteticista en éxtasis de Daría D’Antonio tan fundamental como la elíptica edición con sobrecarga barroca de Cristiano Travagiolo y la irónica música de Lele Marchitelli, todos encandilados por el supremo atractivo físico de la heroína psicológicamente impenetrable, dispuestos a borrar pistas y huellas de la trama narrativo-anecdótica y de su urdimbre temática.

La belleza femiépica despliega los acontecimientos, vueltos etéreos e indecibles e indesentrañables entrañables, entre la seducción y la irritación, en forma esplendente aunque oblicua y misteriosa, capaz de homologar la caída hacia atrás del novelista ebrio Cheever con la invisible del hermano suicida dejándose desplomar desde un balcón, o la sacrílega cópula sinvergüenza con la licuefacción milagrosa, o bien, ya en rotunda fantasía pura e imposible, como esa fenomenal corpulencia inflada del hijo del tiránico profesor Marotta cual fritzlangiano Secreto tras la puerta, ahí donde parecen confluir en el más inasible Sorrentino la tristona meditación artística de la stravaganza cínica de La gran bellezay el alucinado retiro estragador de los decrépitos viejillos añorantes de su giovinezza perduta en Youth, entre el realismo artificioso y la alegoría como el ritual subnapolitano de la Gran Fusión copulatoria pública que reconcilia dos ramas enemistadas de la Camorra mafiosa en la mejor secuencia del film.

La belleza femiépica acomete la inusitada biopic-semblanza sin libertad ni destino (¿al estilo del retrato deliriopolítico de El divo?) de una mujer-ciudad, Parthenope, bautizada como la urbe griega que precedió a la fundación de Nápoles, la ciudad entre la estrechez y la frivolidad, la ciudad imposible de abandonar ni siquiera para estudiar un posgrado en Trento, la ciudad insultada y querida que carga con la odiosa culpa de no haber sabido amar, entre el pasmo y la hartante sobresaturación visionaria, entre un surtidor agudezas aforísticas instantáneas (“El deseo mueve al mundo, el sexo lo sepulta”) y prefeministas respuestas brillantes (“¿Te casarías conmigo si yo tuviera 40 años menos?”/“¿Te casarías conmigo si tuviera 40 años más?”), pero nunca entre la indiferencia y el tedio.

La belleza femiépica desarrolla con inquietante profundidad escéptica un principio de opúsculo o ensayo sobre la imposibilidad de establecer a ciencia cierta el concepto mismo de antropología y su finalidad oscilante, recurriendo a frases canónicas de Lévi-Strauss o a sarcasmos antintelectuales de Billy Wilder (“Un profesor sólo debe ir una lección por delante de sus alumnos”), para acabar asegurando tan docta cuanto decepcionadamente que el objetivo de la antropología es simplemente ver, ver el fraude inherente a cualquier mediación instituida, sean ideas o creencias explicativas.

Y la belleza femiépica abandona a la envejecida jubilada Parthenope a media calle nocturna de cara al puerto, a solas cual desecho inútil aunque todavía sonriendo, jubilosamente asolada por un tropel motorizado de hinchas futboleros napolitanos idiosincráticos de Fue la mano de Dios.



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