
“… habiendo tenido una geografía por derecho, me apropiaba de una historia por necesidad” dice Jorgenrique Adoum sobre su Ecuador amargo, dolido territorio al que quiso adivinar a través de la literatura, leyendo en sus raíces como las líneas de la mano. En su poema “Yo me fui con tu nombre por la tierra” (1964) se aflige porque “Nadie sabe en dónde queda mi país, lo buscan / entristeciéndose de miopía: no puede ser, / tan pequeño ¿y es tanta su desgarradura, / tanto su terremoto, tanta su tortura / militar, más trópico que el trópico?”.
De una patria convulsa, desmoralizada por la ineptitud y el desorden, realidad que muerde la carne de sus gentes, al decir de Adalberto Ortiz en Juyungo (1943), y a la vez territorio “dormido en la sombra, el mar o el río, el lila lomerío corcovado y nudoso” de montañas y misterios, bosques y selva de grandiosidad indomable, violencias, litorales y páramos, ciudad y sangre que golpea la noche y la madera, suelo de Dolores Veintimilla y Jorge Icaza, de Nela Martínez Espinosa y Jorge Carrera Andrade, padre mar ecuatorial de Adoum, conversamos con ocho de sus voces más poderosas.
Lee también: La filosofía oriental en el Renacimiento

Trazar el paisaje literario; redescubrir la tradición
“Ha costado un poco entablar un diálogo con la literatura ecuatoriana que pase por lugares más potentes y creativos que los del mero rechazo u homenaje”, interpela la escritora, crítica literaria, investigadora académica y editora Daniela Alcívar Bellolio, actual directora del Centro Cultural Benjamín Carrión. ¿Cómo se conversa, entonces, con las antecesoras, los predecesores, las voces que edificaron ese territorio literario que se habita hoy? Para Natalia García Freire, profesora de Escritura Creativa, Relato Breve y Novela en la Escuela de Escritores de Madrid, “a veces es difícil trazar una genealogía o buscar incluso a esos escritores, justamente porque muchas obras, sobre todo de autoras, no se pueden conseguir hoy o en su momento circularon poco o lo hicieron con apuestas muy pequeñas. Para mí ese diálogo siempre va desde el deseo y la necesidad de hacer casi una arqueología de quienes estuvieron antes”.
En su historia literaria hacen eco Alicia Yáñez Cossío con El Cristo feo (1995), por ejemplo, “con una cuestión de imaginería o de lo simbólico de las imágenes que dan cuenta del mestizaje, tanto del sincretismo religioso como con lo popular”, y la mística de la tradición poética y cuentística de César Dávila Andrade quien, “sin importar si iba a hacer poesía, relato o lo que sea, iba al lenguaje como si fuese a rezar, a encontrarse con el misterio”. Para Gabriela Alemán, integrante de la lista Bogotá39 y ganadora en dos ocasiones del Premio Joaquín Gallegos Lara, el creador de “Boletín y elegía de las mitas” (1959) “es un autor al que admiro mucho en el canon ecuatoriano, tanto que cuando con un grupo de personas fundamos una editorial, le pusimos ‘El Fakir’ en su honor”.

Lee también: Un cadáver arrojado al mar: "Los días de espera" de Funico Enji
El nexo más importante de Mónica Ojeda con la literatura ecuatoriana está en la poesía, una tradición que ha marcado de alguna manera su relación con el lenguaje y se ha inscrito en toda su obra. La finalista de los premios Bienal de Novela Mario Vargas Llosa y de Narrativa Breve Ribera del Duero extiende su inventario en Sollozo por Pedro Jara de Efraín Jara Idrovo, “El amor desenterrado” de Adoum, y el trabajo de Pedro Gil, David Ledesma y Roy Sigüenza (que aún vive), “uno de los grandes poetas ecuatorianos (la antología que le publicó hace unos años Severo Editorial, Habilidad con los caballos, da cuenta de ello)”. La poeta Roxana Landívar también reivindica a Sigüenza y a Fernando Artieda como parte de sus grandes descubrimientos, y afirma que en lo que escribe hay ecos de esas lecturas, tanto como de “la generación decapitada, de los tzántzicos y otros escritores como Pablo Palacio, que es el más vanguardista de su generación”.

Esa vanguardia ecuatoriana también ha reverberado en la producción de la novelista y dramaturga Gabriela Ponce a través de Gonzalo Escudero, un escritor de 1932 cuya generación, dice la autora, permaneció opacada por el realismo social. Su obra Paralelogramo (1935) fue “muy ruptural y subversiva para los cánones teatrales en su momento, plenamente inscrita en una experimentalidad vanguardista por su relación con el futurismo y el surrealismo”. Ese descubrimiento la llevó a Palacio y este, a su vez, a otros autores canónicos que igualmente la conmovieron muchísimo: “Por ejemplo, Las cruces sobre el agua (1946) de Joaquín Gallegos Lara, un texto súper inscrito en el realismo social, pero que me hizo descubrir un periodo muy importante de la literatura ecuatoriana”. Esta obra también hizo parte de la formación escritural y de la educación como guayaquileña de María Fernanda Ampuero, “como parte de la ciudad, del río, de la opresión, y como parte del movimiento de trabajadores y obreros, que es un poco esto que llaman terror social que yo hago. Es un libro muy realista y muy terrorífico que además habla de un hecho real: un paro general obrero que fue reprimido brutalmente, tras lo cual los cadáveres de los trabajadores fueron a parar al río”, dice la ganadora del Premio Joaquín Gallegos Lara en 2018.

"El terror revoluciona el presente”: una entrevista con Elaine Vilar Madruga
Como esa “especie de musculatura que tenemos todos y todas las escritoras, que cuando haces movimientos no piensas en ellos, pero están ahí”, la autora de Pelea de gallos (2018) resalta a poetas que ha conservado, leído y mantenido en la superficie de sus referentes como Ileana Espinel, Palacio con Un hombre muerto a puntapiés (1927), que hace eco en su cuento “Freaks”; Gilda Holst con “Reunión”, madre de su “Subasta”; Yáñez Cossío y Lupe Rumazo, forjadoras de “una producción literaria femenina fuerte, incluso celebrada a nivel internacional, pero sistemáticamente olvidada y no reeditada dentro del país. A Rumazo, por ejemplo, una de nuestras escritoras más brillantes, se la tuvo que reeditar y redescubrir en Colombia porque era imposible encontrar sus libros”. En esto coincide con Alcívar, quien reclama de ciertas obras del canon el acartonamiento que en su momento “ponía el foco en un tipo de literatura setentera súper masculina en el peor sentido de la palabra”. Muchas crecieron leyendo a los más conocidos y reconocidos escritores ecuatorianos, la mayoría de ellos hombres con cuya estética no siempre se sintieron identificadas. Ahora se cuentan otras historias, se movilizan otras estéticas, se consolidan nuevos registros.

Explotar la mina: una escritura dislocada y fronteriza
Ayer se escribía buscando cristalizar la argamasa de eso que llamamos identidad. Hoy se resiste a la idea de una literatura nacional, de una marca de país que, sirviendo al mercado, intenta signar un deber ser de la escritura: “Para mí es problemático pensar qué es lo que se espera que la literatura ecuatoriana (o latinoamericana, por extensión) sea para el lector español promedio. Hablo del lector español porque creo que es imposible ignorar en qué medida ciertos paradigmas coloniales siguen atravesando nuestro imaginario estético” señala Alcívar.

La idea de internacionalización la lleva a las de mercado editorial y capitalismo literario, “que desde el punto de vista político y estético me generan un enorme rechazo. La literatura ecuatoriana actual es súper heterogénea. Las preocupaciones estéticas y formales que recorre son, creo, inclasificables, y tiene algunas cumbres insoslayables, rarísimas en el mejor sentido de la palabra”.
Es que la escritura literaria realmente interesante es aquella que “no se deja instrumentalizar para levantar un relato concreto del Estado-Nación” y escapa de esos corrales en donde se la quiere meter, “porque su verdadera esencia está en poner en crisis los relatos establecidos, desviarse, hacer lengua en donde antes no la había”, dice Ojeda.
Es la escritura como estallido de la voz propia y que remueve los cimientos de una arquitectura literaria instituida, canonizada… esa de la que habla Ray Bradbury en Zen en el arte de escribir: “Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina terrestre. La mina terrestre soy yo. Después de la explosión, paso el resto del día juntando las piezas”. La mina terrestre es esa escritura que conjuga “la hibridación, lo fronterizo, lo dislocado y lo revoltoso, que pone en crisis el mestizaje como proyecto de blanquitud, una escritura insumisa en los géneros y en las posibilidades estéticas” como lo advierte la autora de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024).

Ponce, ganadora del Premio Joaquín Gallegos Lara en 2021 con su novela Sanguínea, converge con ellas al invocar la inmensa diversidad y pluralidad en la escritura ecuatoriana ante la voluntad del mercado editorial —en buena parte el internacional— de marcar un esquema, un trazo para caracterizarla. Aunque explica que no podría hablar de la suya como una literatura con “sello” de país, reconoce el uso del lenguaje y de la palabra, y su relación con la lengua como muy situada y muy local, sin buscar la universalidad, y en diálogo con escrituras que quizá no están necesariamente en la proximidad de lo nacional. Landívar tampoco busca intencionalmente una marca de lo nacional, pero cree que sí lo hay, traducido en los escenarios que nombra, entre distintas ciudades de Ecuador o algunas calles de Guayaquil, con las historias de aislamiento, violencia y amor que ocurren allí, en poemas como “Balacera en Los Ríos y Quisquis”.
Obras singulares y un compromiso con lo extraño del lenguaje
¿Cómo se expresan esas mixturas, la diversidad de registros, los estilos que no se agotan en un sustrato nacional, los lenguajes que trascienden el relato unificado y pugnan por búsquedas propias sin enraizarse en la idea patriotera de “lo ecuatoriano”?
Ponce se sitúa plenamente en su tiempo a través de cuestionamientos que surgen en su contexto político, estético y cultural, y dialoga e interlocuta con unas realidades que son y no son nacionales o que le son muy ajenas, “pero también con unas condiciones de la intimidad, de la experiencia de vida del cuerpo femenino, del afecto, de la infancia o cuestiones que me convocan particularmente”. Por eso encuentra en la obra de Alcívar la riqueza de una relación con el paisaje de la ciudad “desde una literatura que investiga profundamente en la experiencia del afecto, de la intimidad, inscribiéndose más en lo que sería una escritura del yo. Es un experimento con la lengua que me parece profundamente singular”. Acentúa también el trabajo de Yuliana Ortiz Ruano con la novela Fiebre de carnaval —ganadora del Premio Joaquín Gallegos Lara en 2022—, por la relación con su entorno, “que me suena absolutamente íntima, auténtica, inusitada. Ahí yo reconozco una literatura muy situada, no desde una representación de lo nacional o de lo afroecuatoriano, sino de lo negro, con una enorme capacidad de capturar una relación con la lengua y con el ritmo que se asientan en una experiencia de vida”.

Alcívar se une a este coro y define el de Ortiz Ruano, “con su dibujo sensual y mareante de la azotada e inagotable provincia ecuatoriana de Esmeraldas” como un proyecto narrativo de profunda raigambre local, “sin concesiones en el lenguaje y que conserva sus giros locales sin explicaciones ni notas al pie”. Por eso mismo, para la autora de Lo que fue el futuro (2022) deben observarse con lupa las valoraciones que permean gran parte del campo cultural nacional, uno que busca enamorar al público foráneo que, muy comúnmente, “quiere leernos en clave exótica, sobre la violencia latinoamericana, ese tipo de cosas. Es un lugar común de larga data, pero no deja de ser cierto y obvio que el mercado dicta las tendencias, y clasifica y ordena qué tipo de mundos estéticos se deben producir”.
Es por eso, tal vez, que para Ortiz Ruano cierta literatura ecuatoriana tiene unos sesgos blanco-mestizos racistas que no la caracterizan: “Michael Handelsman tiene un ensayo muy bello sobre la representación de lo afro en el Ecuador, que palabra la molestia que yo sentía cuando leía novelas como Baldomera de Alfredo Pareja Diezcanseco, por ejemplo”.

Afirma, sin embargo, que le encanta la literatura negra que se hace en Ecuador, incluso la que no se quiso denominar negra, como la de Antonio Preciado, un poeta increíble cuya lúcida obra todavía la sigue perturbando: “Tiene un trabajo muy bello sobre la arqueología del poema, la posibilidad de que la poesía y la literatura sean espacios que corten lo histórico —hecho de especulación y de mentira— a través de lo estético. También admiro la irreverencia de Adalberto Ortiz en Juyungo, esa novela tan importante en los años cuarenta y vuelta a publicar en los setenta por Seix Barral. ¡Que la jerga esmeraldeña exista en un libro escrito me hizo pensar que después de eso ya se puede hacer cualquier cosa!”.
Con los pies en el nuevo siglo, Landívar ve con buenos ojos la manera en que la actual generación de escritoras ha vuelto a poner a Ecuador en el mapa: “Seguro que se puede hablar de una mirada feminista o femenina sobre ciertas problemáticas y una habilidad impresionante para narrar la violencia. Sin embargo, creo que es más productivo resaltar que la propuesta estética y la mirada de cada una es novedosa y subversiva en cuanto a lo que se venía escribiendo en el país”.
Se trata de historias increíbles y sorprendentes nacidas del talento de sus coterráneas, quienes narran la violencia de manera más descarnada o más sutil, pero que está presente en todas, dice Ampuero, “en un momento en el que la presión que nos parecía natural sobre nuestros cuerpos se ha roto en mil pedazos y además amenaza con volver”. Es el espíritu de los tiempos y no un asunto exclusivo de las autoras ecuatorianas, y aunque su país “está en un momento de violencia especialmente sangrante, literal, las mujeres siempre hemos estado en el epicentro de la violencia desde que el mundo es mundo”. De violencias como la imposición de la maternidad, la violación, la pedofilia, el embarazo infantil, el abuso sexual dentro de las familias, las relaciones tóxicas, los peligros cotidianos y el amor imposible discurren Fiebre de carnaval y algunos cuentos de Ojeda, García Freire, Ponce y Ampuero, varios de ellos en un registro muy poético y metafórico.
De manera específica, el fenómeno del abuso sexual en Ecuador, “no solamente como problemática limitante, sino también como potencia, y la manera en que el cuerpo violentado genera una narrativa y una poética que contraefectúa el daño” abrió las puertas a Ortiz Ruano para escribir su primera novela. Para su escritura ha abrevado en Nefando, una historia muy compleja donde Ojeda lleva el incesto a niveles “donde la moral ya no existe, y donde se desdibujan un montón de fronteras. De allí pude convocar el dolor del embarazo infantil, muy presente en mi país, pero que usualmente no se puede palabrar. Yo creo que la escritura es esa posibilidad de palabrar lo impalabrable también; no solamente decirlo como mensaje, sino tantearlo, esbozarlo. Hay ciertas joyas literarias ecuatorianas que decidieron fugarse también a la representación fácil de los cuerpos feminizados, racializados, costeños, corporizados, y empezaron a complejizarlos, a no hacerlos dóciles, sino todo lo contrario. Ese aporte de todas ellas me ha ayudado un montón a atreverme a narrar lo innarrable, por decirlo de alguna manera, a inventar otra cosa con el lenguaje”.
Otra de las inquietudes que atraviesan la literatura ecuatoriana, plantea Ampuero, es la destrucción del ecosistema de cada ciudad y región del país: “Para nuestra cosmogonía es la Pachamama, la madre tierra, con lo cual es otra hembra que está siendo destruida, perforada, penetrada, robada, violada, manipulada, mal vendida, horadada, prostituida”.
Entre cuestiones, estilos y registros narrativos tan diversos, Alcívar subraya el horror, la abyección, el miedo, el daño, la fiesta, la crueldad y el silencio en la obra de Ojeda, tanto como las búsquedas “de tono más ‘bajo’, en un sentido de cotidianidad poética, como los de Gabriela Ponce y María Auxiliadora Balladares (cuyo poemario sobre sus dos perros es uno de los libros más extraordinarios que se han publicado en Ecuador en el último par de décadas); algunas investigaciones formales muy radicales, de un espesor brutal y conmovedor como las propuestas poéticas de Juan José Rodinás, Juan Romero Vinueza y Fabián Darío Mosquera; y experimentos narrativos sin concesiones, de un atrevimiento formal no permeable, justamente, a pretensiones universalizantes (es decir, homegeneizantes) ni reductibles a sus temas para el lector hegemónico promedio, como los de Sebastián Oña Álava y Esteban Mayorga”.
Las obras se multiplican y, “como en Ecuador nunca nadie ha vivido de publicar libros, la literatura crece por fuera de lo que dicta el mercado y las propuestas son mucho más desafiantes que en otros países, con diversidad de temas y de estéticas que nos hablan de lo queer, del territorio vivo, de lo animal, de lo híbrido, de lo migratorio, del arte como reafirmación de la vida en medio de necropolíticas estatales, del amor y las pasiones, de la locura”, exalta Ojeda. El diálogo colectivo se instaura ya no solo con quienes las anteceden, sino que se va forjando en una conversación permanente con las voces de hoy, una búsqueda literaria que resuena en los nombres de Andrea Rojas Vásquez, Gabriela Vargas Aguirre, Sonia Guiñansaca, Carla Badillo Coronado, Luz Argentina Chiriboga, Andrea Crespo Granda, Yana Lucila Lema, María Fernanda Moscoso, Sandra Araya, Solange Rodríguez Pappe y Cristina Burneo Salazar.
Editar contracorriente, escribir desde la divergencia
¿Un ecosistema editorial ecuatoriano? Para Ojeda, en el país siempre se ha editado contra toda razón económica y pronóstico contable, porque allí no hay tal cosa como una industria del libro. Sin embargo, La Caída Editorial, Kikuyo, Festina Lente, Doble Rostro y el Centro Cultural Benjamín Carrión sobresalen por la edición y curaduría de colecciones y textos desde una postura contracultural “que las pone siempre en un lugar de crítica y de pensamiento divergente”.
“Hay iniciativas particulares de gente que está salvando el panorama editorial, pero hace tiempo que no existe un tejido que propicie ese ecosistema. El abandono estatal es terrible”, asevera García Freire. En medio de esa desidia destella, entre varias, la labor de María Paulina Briones con su editorial Cadáver Exquisito, su espacio cultural La Casa Morada y la feria de libro alternativo en el Museo Presley Norton de Guayaquil. Para Landívar “es bello ver que, ‘abandonados’ por los grandes sellos, los ecuatorianos hemos sabido sostener una práctica editorial digna, propositiva, hermosa y política” como es el caso de Turbina, de la que es editora general con Juan Pablo Crespo.
“Después de la pandemia sobrevivieron pocas editoriales independientes y se está rearmando el panorama. Sin grandes editoriales nacionales o internacionales sería saludable volver a las ocho o diez que existían antes. Me parece que Recodo y Severo lo hacen muy bien, a pesar de las dificultades a la hora de distribuir sus libros a nivel nacional”, declara Alemán.
En un país donde todo lo que se refiere a cultura está abandonado y precarizado, reprocha Landívar, y donde no existe una industria en el sentido estricto, con muchos sellos independientes que le apuestan al oficio por puro amor a la literatura, son necesarias mejores políticas culturales.
Pese a los obstáculos, para Ampuero es un momento dulce porque los reflectores están puestos en las escritoras: “No puedo estar más feliz de que se hable de la literatura ecuatoriana y, mejor aún, en femenino”. Aunque Ecuador es un país muy pequeño y con muy poco apoyo al sector editorial, nos recuerda que hay gente que está escribiendo y editando maravillosamente, pero enfatiza en que hace falta trabajar más como un gremio, cooperativizar, sindicalizar o crear una asociación, lejos de la informalidad y la precarización laboral, como un oficio que merece una remuneración.
La literatura ecuatoriana, disidente y en pugna, se desliga de la idea de lo nacional en una exploración de sus propias referencias, miradas, poéticas y cosmovisiones, dice García Freire. Quizás por eso ahora surgen muchas obras “que empiezan a tener a Ecuador con todos sus claroscuros, con todo lo que tiene de riqueza el territorio, pero también de crudeza y la violencia como centro de esas historias. No por eso lo que se escribe en el país ahora mismo es panfletario ni activista, sino más bien, una literatura con un interés por lo profundo, por lo humano y por lo terrible que sucede en nuestro país”. Ese país “urgentísimo, / infaltable, / como a pedir de boca / para su ensoñación y su nostalgia, / su paisaje remoto, / es decir su espejismo; / sus ansias de volver antes de irse, / o sea su imperiosa y visible añoranza” que bien supo versar Antonio Preciado.