Mi madre me dijo: "¿Por qué no vas al sur de Jalisco a preguntarle a la gente si conoció a tu padre?” Y el hijo, Juan Carlos Rulfo, hizo lo que Clara Aparicio le sugirió: agarró su cámara y manejó hasta Jalisco. Ese viaje lo llevó a conocer la historia de sus abuelos y a comprender la mayor enseñanza de su padre: escuchar. También derivó en una serie audiovisual de siete capítulos.
A setenta años de la publicación de Pedro Páramo —efeméride que ha pasado inadvertida para las autoridades culturales—, el menor de los cuatro hijos de Juan Rulfo comparte una faceta poco explorada del escritor: su pasión por la música antigua. También habla del futuro del legado de su padre, a dos años del fallecimiento de su madre.
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Juan Carlos Rulfo, director de cine y fotógrafo, nos recibe en el edificio donde se ubica la Fundación Juan Rulfo, un departamento en la colonia Guadalupe Inn que su papá adaptó como estudio. Ese inmueble fue el inicio de una estabilidad económica para sus padres, ya que las mudanzas marcaron, en años anteriores, los rumbos de su familia.
“Cuando yo llegué, ya todo estaba resuelto. Mi padre trabajaba en el Instituto Nacional Indigenista y pudo conseguir este departamento. Me tocó una infancia tranquila, apenas estoy entendiendo qué pasó antes. Cuando murió mi padre, me lancé a saber quién era él antes de que yo existiera”, comenta.
¿No hablaba de su trabajo?
Para mí era un poco raro ver que él era el autor del que todo mundo me hablaba. Nuestras pláticas eran de cosas mundanas, por ejemplo, si le preguntaba: "¿Tienes información del Estado de México? porque me encargaron una monografía” Entonces se quedaba pensando y me respondía: "Creo que sí". Y sacaba cientos de libros. Yo pensaba: "Qué flojera, sólo quiero algo sencillito". Me ponía a hacer una monografía del Valle de México para mi tarea de primaria. Precisamente del Estado de México, los ríos como el Lerma o los nombres de los pueblos (Actopan, Chimalhuacán, Amecameca) me recuerdan a sus palabras porque él había recorrido mucho estas poblaciones tomando fotos. Esos lugares que están entre Hidalgo, Puebla, Morelos y Estado de México estaban siempre en el imaginario y en la voz.
Pero no hablábamos de libros. Era más la fotografía, el campo, los aguacates, las peras, los duraznos, los perros, la música y los equipos de sonido. En mi caso, era un escuincle y quería saber de música. Había una tienda de música cerca y ahí por primera vez conocí el rock, se llamaba Yoko Quadrasonic, a un lado de la taquería el Rincón de la Lechuza en Miguel Ángel de Quevedo. Entonces oí eso y sonaba increíble.
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¿A Rulfo le gustaba la música?
Mi padre se llevaba de esa tienda muchos discos de música clásica, medieval, de la música más antigua que te puedes imaginar. El gusto por escuchar la música más antigua tenía una explicación: esos músicos eran los cronistas, los contadores de historias, eran los trovadores españoles, franceses y portugueses, ellos estaban antes de que existiera la letra y las canciones, antes existieron las crónicas y los cuentos.
En la Fonoteca Nacional mencionaste que escuchabas una grabación de Luvina en voz de tu padre.
Esto era porque mis hermanos y todo mundo me cuidaba, me decían qué hacer, eran ellos quienes me ponían una grabadora para dormirme y me ponían música, era la Novena de Beethoven, el concierto de Colonia de Keith Jarret y el jefe. Para mí, escucharlo era como música. Así me eduqué.
Cuando estaba en cuarto de primaria, me encantaba mi maestra y recité Luvina porque quería apantallarla, me lo sabía porque todas las noches lo escuchaba, pero no porque fuera un experto en literatura, de hecho, no lo soy. Últimamente, tengo una teoría de que los hijos a veces son un poco contrarios a lo que hace el papá. Entonces, no soy un escritor, no soy un literato, pero sí me gusta escuchar, oír música y me gusta escucharlo a él.
Tu padre le daba su espacio a la familia y al trabajo.
Separaba bastante bien. Cuando tenía que ver a alguien, se iba a la librería El Ágora que estaba en Insurgentes, y si no veía a nadie, se iba ahí a tomar un café o a comprar discos. Yo lo conocí más del lado melómano que literario. Sí sé que compraba muchos libros porque los cuartos estaban atascados de libros, pero yo veía cómo asaltaba la tienda de discos, podíamos no tener para comer, pero sí traía sus discos y eran caros, tenía un crédito en la tienda bastante grande. Se hizo de una biblioteca fabulosa e increíble que está por escucharse; son tantos discos que es imposible oírlos todos.
Sobre el trabajo recuerdo que me tocó todo un asunto en el 80, cuando se le ocurrió decir que el ejército mexicano era corrupto. Hubo periodicazos y se puso muy mal, se angustió muchísimo de quedar mal con las autoridades, entonces se guardó muchos días. Eso sí fue fuerte porque le pegaba lo que podían decir en su contra. Trataba de ser muy cuidadoso y diplomático, cuando escribía lo hacía con un respeto al otro muy especial. Eso se me quedó grabado.
En el único capítulo disponible en Netflix de la serie Cien años con Juan Rulfo, hablas de su influencia: ser un contador de historias.
Estaba un poco perdido en las escuelas estudiando en automático porque eso es lo que había que hacer. Me dije que habría que estudiar algo: comunicación. Resulta que no me cerraba tanto el horizonte como estudiar medicina, me clavé en ello, y de alguna manera tenía que ver con la creatividad, la escritura, la lectura. Y murió mi padre. Al no saber tanto de él como yo pensé, me lancé a Jalisco a conocer sus lugares, sus espacios, sus tierras porque mi madre me dijo: "¿Por qué no vas al sur de Jalisco a preguntarle a la gente si conoció a tu padre?" Un poco como en Pedro Páramo. Y tal cual, agarré una cámara de video Hi8, su coche y me fui. Allá estuve tres semanas preguntándole a la gente hasta que conocí a un personaje, Don Jesús Ramírez, alias el Motilón —mi verdadero maestro de cine y de lenguaje— quien me contó cómo se habían conocido mis abuelos, él había hecho que se conocieran. Y con Don Jesús fue que empecé a entender la labor de mi padre: escuchar.
A lo largo de muchos años él escuchó la historia de todos estos viejos que pasaban en frente de su casa y contaban cómo les había ido en el día, quién se habían muerto, a quién habían ahorcado, cómo les había ido en la siembra. Y todo eso tiene una forma de narrarse. Con el tiempo empecé a encontrar cuadernitos que mi padre tenía donde estaban apuntadas frases de formas de decir, por ejemplo, “ahí es un puro sudar”, frases que son figuras narrativas del lenguaje, cosas que escuchas en la vida, en el habla cotidiana.
Además de esas libretas: ¿hay otros materiales que has revisado del archivo?
Transcribí todos sus textos, todos sus cuadernos y empecé a entender su estilo, cómo escribía, cómo hilaba las figuras narrativas, cómo construía una frase. Eso fue muy interesante. Imagino que un lingüista sí puede imaginar eso en las obras que ya están. Pero cuando, de repente, tuve estos textos que eran como borradores de cuentos que tal vez no existieron o que existieron y se quedaron a medias, me di cuenta del trabajo de pulir y pulir, de quitar cosas y poner otras.
Sus fotografías siempre estuvieron en cajas de zapatos, abajo de su cama; eran su tesoro, para donde quiera que viajaba, sus cajas también lo hacían, al igual que sus libros.
Cuando él ya no estaba, abrimos su cajón, sacamos una libreta y vimos sus textos, también sus negativos, empezamos a colocarlos por temas y a conocer el país con sus fotos. De ahí que en la serie hay un capítulo que solamente es de fotografía, se trata de ir a buscar el lugar en el que tomó la foto y tratar de encuadrar exactamente igual que él lo hizo. Eran lugares complicados. Él estuvo haciendo la primera guía de turistas que hubo en México, de la empresa Goodrich-Euzkadi. Sus fotos ilustraban la guía y sus textos iban diciéndote más o menos cómo era el camino, contado por él, de una manera no frívola, había todo un contexto histórico de lo que estabas viendo y, además, un estilo narrativo muy especial.
¿Todos los negativos que existen son en blanco y negro?
Tiene algunos a color, pero ya están un poco degradados por el tiempo. De hecho, pensábamos hacer una exposición muy grande, pero los tiempos burocráticos y los tiempos oficiales no se han armado tan bien. Quisiéramos hacer, por ejemplo, una exposición transmedia en donde, de repente, entres a un espacio impactante que sea el llano y ahí estén las historias fluyendo con fotografías expuestas, del modo en que debe hacerse. En fin, hay muchos sueños e ideas.
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La muerte de Clara Aparicio hizo que sus hijos se frecuentaran más y se plantearan proyectos rulfianos: empujar festivales y la ruta Rulfo; recuperar la arquitectura vernácula y la flora jalisciense; conservar las canciones y las historias locales; y, sobre todo, construir un Faro Rulfo en la casa donde el escritor vivió su infancia.
“Esa casa mis tíos la vendieron, quienes la compraron acaban de morir, los hijos se fueron a Estados Unidos y la casa está abandonada. Queremos ver si se compra o ver cómo se hace, de dónde conseguimos fondos. Al final es una cuestión de fondos y de seguridad porque por ahí está o estaba el Mencho…y no falta el interesado que te quiera enterrar el colmillo. Queremos comprar esa casa y hacer un Faro Rulfo, un espacio que albergue la memoria del jefe y de todas estas misiones que se antojan hacer por la conservación de una región”, confiesa.
Esos rescates: ¿se harán a través de la Fundación?
No. Será totalmente independiente, estamos tratando de crear un consejo para que, vía gobiernos estatales, se abra la ruta y esté todo funcionando como parte de un sistema económico, que se alimente sabiendo que sí funciona bien.
¿La Fundación seguirá?
Sí, quiero que funcione, pero también hay un asunto con Hacienda y con el gobierno que no te permite estar tan libre ni ser tan práctico para poderlo hacer. Quisiera que fuera un espacio que pueda conseguir apoyos e inyectarlos a varios proyectos que tuvieran que ver con Rulfo, por ejemplo, lo que hicimos esta vez en este festival, fue Netflix quien nos apoyó: hacer un taller de cine documental o cine de proyectos que estuvieran imaginados en el sur de Jalisco.
¿La biblioteca de Rulfo en dónde está ubicada?
En la casa de mi madre, es un lugar que ella construyó para albergar todas las cosas de mi padre, como él hubiera querido que estuvieran. No vamos a ser eternos y algo vamos a hacer al respecto con toda la memoria y el acervo Juan Rufo, lo queremos empujar. Le doy unos 5 o 6 años para consolidarlo.
¿Seguirán con las publicaciones?
También, es un poco renovar todo. Hacer nuevas publicaciones de fotos y de estos libros con notas. Quiero hacer una iconografía con los siete capítulos de la serie, estaba buscando apoyo de las universidades, también acepto que no he movido tanto. Queremos tener el Faro Rulfo como un centro para saber de él, chance ahí estará la biblioteca, no sé.
¿Hay alguna promesa última que le hayas hecho a tu madre?
Cuidar la memoria de mi padre, pero no necesariamente quiere decir que me voy a flagelar por eso. Es algo sensato y coherente, en el plan de ofrecer a la gente un espacio digno, bien cuidado. Lo que él me ha enseñado es aprender a escuchar y conocer a la gente. Cada vez que la tengo enfrente y cada vez que me toca dar clases hablo de eso: ¿Qué es lo que me dejó el jefe? Pues eso, aprendí a escuchar, a decirme: “Cállate la boca y escucha, mira los ojos”. Entonces todo Pedro Páramo y todas las arañas que quieras se reducen a: escucha.