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Miles de falsas historias se leen en las redes sociales acerca de uno de los dibujos más hermosos del arte mexicano: un elegante busto de calavera, con sombrero redondo adornado con flores, que fue estampado, por primera vez, en la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, en el verano de 1913. Fue una impresión póstuma de su autor, José Guadalupe Posada, quien falleció el 20 de enero de ese año sin conocer la circulación de su dibujo.
La tradición de día de muertos traía consigo la circulación de calaveras, y esa era la única época del año en que se veían por las calles. Es por ello que apenas existe medio centenar de dibujos de calaveras, entre un número indeterminado de obras de Posada.
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Vanegas Arroyo fue un editor comercial que imprimía miles de estampas de ese tipo y muchas más al año. Posada trabajó para él, así como con media docena de impresores y editores más, sin ser su empleado, como solía decirse.
Muchos años después de la muerte de Posada, el pintor francés Jean Charlot, solía toparse a diario, con hojas volantes, como las que se veían en París, mientras pintaba los muros de San Ildefonso; empezó a investigar y escribió Un precursor del movimiento del arte mexicano: el grabador Posadas (sic), uno de los primeros textos acerca de la obra del artista.

Para saber quién era el autor de esas obras visitó el Taller de Vanegas Arroyo y concluyó que Posada había ilustrado unas dos mil láminas. La familia del impresor fue su principal fuente y, por ello, durante décadas, se repitió la misma historia y las mismas quimeras.
A la imagen que llamamos la Catrina, nadie la conocía con ese nombre; era una calavera que destacaba por su maestría y belleza. A mediados de octubre de 1913, diez meses después de la muerte de Posada, circuló en una hoja de papel barato, que tuvo por título Remate de calaveras alegres y sandungueras, con el subtítulo “Las que hoy son empolvadas garbanceras pararán en deformes calaveras”.
Se comenzó a repartir desde la 2ª. Calle de Santa Teresa número 43, en la actual Calle de Guatemala y encima de lo que hoy es el Templo Mayor.
No fue la única ocasión en que apareció: existen otras reimpresiones que, para identificarlas, se les puede señalar con el título que se nombró a cada una de las hojas:
En 1918, apareció la Calavera de los Fifís, con versos de Choforo Vico; impresa en la Testamentaría de A. Vanegas Arroyo, en la 2ª. Calle de Santa Teresa número 40 y costó cinco centavos.
El Panteón de las pelonas, data de 1924, fue la tercera imagen; hubo dos más, sin fecha de impresión: Calavera de las cucarachas. Una fiesta en ultratumba, y que salieron de la misma Testamentaría, costaba diez centavos.
La última, conocida hasta hoy, Han salido por fin las calaveras, de solteras, viudas, casada y doncella, sin fecha de impresión.
Desde su creación, dibujada y concebida en una pequeña vivienda de Avenida de la Paz 6 (hoy Jesús Carranza, en Tepito), la calavera no tenía ningún nombre, pero era la obra de arte más acabada y más hermosa, realizada por este genial artista.
En todas las reimpresiones el impresor modificó que el texto y el diseño, pero el dibujo era el mismo.
Las calaveras del montón resultaron un montón de títulos para unas cuantas calaveras.
Esto nos hace afirmar, que Posada jamás realizó ninguna calavera que llevase por nombre La Catrina, mucho menos, le llamó Garbancera.
Posada entregaba el cliché solicitado por el impresor, quien usaba la imagen como creía más conveniente. Tras pagar al artista, éste se marchaba, mientras Vanegas convocaba a los escritores y poetas que trabajaban para él y llenaba esas hojas con versos o crónicas que eran ilustradas por las aquellas imágenes, bajo esos textos, el impresor o editor le ponía un título pomposo y lo lanzaba a las calles, en hojas de papel barato que volaban por los cielos de la ciudad de México.
En 1930 se publicó Monografía. Las obras de José Guadalupe Posada. Grabador mexicano, con una introducción de Diego Rivera; los editores fueron Frances Toor, Paul O¨Higginins y Blas Vanegas Arroyo. En esta primera compilación de su obra, aparecen los dibujos descontextualizados de sus impresiones originales. En la parte superior de la página 160 apareció la calavera con el nombre que le daría fama: Calavera Catrina. No hubo comentario extra, sólo se ve la calavera luciendo su porte perfecto.
En 1943 se llevó a cabo la primera gran exposición en el Palacio de Bellas Artes y La Catrina apareció en la portada del pequeño catalogo que se publicó.
El gobierno mexicano comenzó la apropiación de la estrella promovida por los artistas y empieza a gestarse la idea de que Posada había logrado dar a su obra “una estética mexicana pura, personalismo, hondamente popular y llena de emoción y carácter –el de la voz más mexicana–, reunió también técnica y oficio perfectos”.
Cuatro años después, en 1947, vendría su lanzamiento al mundo. Diego Rivera inauguró el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, en el Salón Versalles, del lujoso Hotel del Prado, donde la Calavera Catrina, era la figura central.
Salvo el ser calavera, no tiene mayor parecido con la Catrina de Posada, que es tan sólo un busto. La Catrina de Diego tiene cuerpo entero y su vestido es largo, de fiesta; porta una estola de plumas que semeja una serpiente, con cabeza de pluma fuente; y del esternón cuelgan unos lentes tipo Quevedo. Posada va de su brazo y la Catrina toma de la mano al niño Diego Rivera, mientras Frida Kahlo ocupa un lugar secundario.
Había nacido el mito.
Con él, la banalidad cultural y, algo más, dentro de la globalización que hoy vivimos, una simbiosis con el Halloween de todo el mundo.
La Garbancera, la Catrina, como el polvo de los restos de Posada, no existen, son una invención cultural.
Sólo queda esa imagen que ha quedado plasmada en todas partes del mundo y que ya es parte de la cada vez más borrosa y baldía identidad de lo mexicano.
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