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En Lachatao (Mexico, 2024), envolvente documental de la editora egresada cececiana también TVserialista Natalia Bruschtein Erenberg (primer documental largo: Time Suspended 15, en Argentina; cortos: Encontrando a Víctor 05 y Un momento 24; TVseries: Un día en la nada 20 y Muerte sin fin 21), el enchamarrado lugareño recargado en la pared y con las manos en los bolsillos (“Me preguntaban si me iba a la constitucional o a lo comunitario ¿no?”) parece alegar en vano dificultades económicas de las que no podrá reponerse hasta dentro de seis meses o un año, pues la comunidad zapoteca reunida tras las arcadas del mínimo palacio municipal (“Somos 30 de 49”) rechaza de plano su verbal renuncia al cargo de síndico del pueblo de Santa Catarina Lochatán en la Sierra Norte de Oaxaca (“Anteriormente los cargos se hacían tenías o no tenías, el pueblo lo dijo, lo hacías o no lo hacías, le tocó a mi papá, mis hermanos, mi esposo, tenías o no tenías qué comer, pero lo tenías que hacer, las que nos sacrificábamos éramos las mujeres”), un pueblo originario casi a perpetuidad cubierto por una niebla espesa, un pueblo dolorosamente amenazado por la extinción antes habitado por mil quinientos campesinos de los que ya sólo quedan doscientos ya que la migración al norte o a poblados circunvecinos había sido constante, aunque sus reglas internas han cambiado por las de una comunidad ahora regida por sus propio usos y costumbres llevados a sus últimas consecuencias autogestivas, singularmente a la defensiva, a una defensiva múltiple y concertada: cerraron la escuela que sólo enseñaba cosas inútiles y fundaron una que hiciera frente a las necesidades comunitarias desde la primaria hasta una secundaria que nunca había existido allí, impidiendo que las familias emigraran con el pretexto de que sus hijos siguieran estudiando, un pueblo volcado a preservar su lengua y sus valores tradicionales así como su lengua y la integridad de su territorio cultivable y de sus bosques, hasta ser retomado en otra ocasión análoga pero muy distinta el mundo de las discusiones tras las arcadas luminosas en la sala de asambleas municipales igualitarias (“Debemos seguir fomentando la siembra del maíz sin fertilizantes ajenos, para tener una buena composta con fertilizantes naturales”), de acuerdo con el liminar sostenimiento de una panorámica y honda visión femisueñocomunal.
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El sueño comunal trata ante todo de hurgar con imperativa insistencia en los miedos presentes y en los verbalizados sueños futuros de esos pequeños cariñosos y besucones entre sí (en especial un Luis Uriel Bautista y su hermanita), sobre el petate-camita remolineando y fantaseando a punto de dormirse (”Quiero ser arquitecto”/“Yo voy a hacer un jacuzzi”/”Yo voy a hacer esta casa de a tres pisos, bueno no, de dos, porque se puede caer uno si tiembla”/“Yo nada más una alberca con un chingo de resbaladillas y flotadores”) o dictando su registro deseante por medio de sus voces en off (“Tengo miedo de dejar de ser una buena persona”/ “Tengo miedo de morirme sin haber disfrutado de la vida y sin haber logrado lo que quiero, mi sueño es ser abogada”) mientras la apacible existencia sigue su marcha al parecer indiferente y sin embargo atenta al ínfimo detalle cálido, haciendo audiovisible y articulando un doble régimen onírico-existencial con simplicidad evangélica.
El sueño comunal ampara los materiales y determina el sentido de una experiencia fílmica solidaria e inmersiva que empezó a rodarse en 2018 y sobreviviendo a la pandemia por covid-19 sólo fue concluida seis años después, con perseverante paciencia y sorprendente capacidad de elaboración, pues valieron la pena el esfuerzo y la espera, pues, aunado a las hipnóticas imágenes ultrasobrias pero muy bellas del fotógrafo Miguel Tovar (esos planos noctívagos iluminados por un solo foco, esas interacciones de los niñitos con su profa o antes de acostarse, esos jugueteos de las hermanitas Eva y Leslie por los pastizales, esa agonía de un insecto pataleando al revés) y la edición observacional sin llegar a lo contemplativo de Aldo Álvarez Morales, existen pocos documentales autóctonos mexicanos en que sea tan definitiva la utilización de la música, compuesta por Alejandro Castaños, en exclusiva para flauta de pico y flauta Paetzold más ensamble de percusiones que se funden con el diseño sonoro de Federico Schmucler para crear reverberaciones inéditas e insólitas de la naturaleza, música de la tierra y sus movimientos secretos, música de los árboles, música solar, música del fuego, música de un solo foco encendido y de los brotes del tutelar maíz tierno, música atronadora de la llovizna o el aguacero y de los surcos por ellos enlodados, todo resuena, engloba tornándose multisensorial, avanza sin desplazarse, y se agiganta en ecos y acústicas que asaltan los oído y su memoria inmediata, anticipando y cerniendo cual extensión natural jamás extinta.
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El sueño comunal acaba convirtiéndose en una procelosa pero vehemente acta defensiva del arraigo, el arraigo a modo de valor absoluto comunal, el arraigo como única forma real y combativa de acceso auténtico y sostenimiento de la identidad individual y socioeconómica, el arraigo herido por los tocones residuales se los vetustos árboles talados en forma alevosamente autorizada o clandestina y señalados por los pobladores con la punta de sus machetes, el arraigo que acicatea a contracorriente y considerado sobreviviendo a un futuro que ya inspira las más temidas pesadillas de esa chava momentáneamente ausente de Lachatao por nobilísimas razones (“Tengo miedo de que cuando regrese sea muy diferente el pueblo, que cada día muere más, porque más gente quiere salir a estudiar, y el pueblo se queda solo”).
Y El sueño comunal abandona a su propia suerte a las niñas que juguetean bajo la luz encandilante de una espesura, de repente sustituida por la negrura de una precariedad atravesada por truenos y ecos de montañeses aguaceros diluviales.
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