Existe una delgada línea entre el entretenimiento y los materiales que buscan despertar el interés por temas culturales o educativos, especialmente en esta era de contenidos digitales masivos. La divulgación marca una diferencia radical: es una labor clave del quehacer científico cuya relevancia queda clara en la controversia sobre MrBeast y la arqueología mexicana. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿puede convivir la flexibilidad del espectáculo con la responsabilidad de comunicar herencias culturales?

Más allá del debate sobre permisos y permisividad institucional, es fundamental cuestionar por qué puede resultar problemático un video promocional presentado como divulgación. La respuesta está en el manejo del mensaje y la gestión de los bienes culturales que busca proyectar. En algunos casos, el entretenimiento y el rigor académico pueden entrelazarse de forma creativa bajo un objetivo común. Pero en México, ¿la divulgación cultural cumple con ese equilibrio? Desde la academia, persiste la idea de que divulgar es algo secundario o estático, y que solo debe limitarse a “exponer datos reales”. Sin embargo, la divulgación implica principios éticos: veracidad, respeto por la autoría, profesionalismo, y una comunicación clara y basada en información verificada. Su propósito no solo es educativo: puede también emocionar, motivar o entretener.

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Este enfoque es crucial. La divulgación construye la imagen pública de las ciencias sociales y las humanidades. Es una tarea sustantiva del INAH y de la academia, capaz de influir en la opinión pública o inspirar políticas culturales. A pesar del esfuerzo institucional —INAH TV, Radio INAH, boletines y publicaciones— hay barreras claras para adaptarse al ecosistema digital actual. Es difícil competir con el alcance y narrativa de creadores en YouTube, TikTok o Instagram.

El problema también es estructural. El INAH no produce contenidos a gran escala ni con enfoque humanizado. Predomina una lógica institucional rígida, con lineamientos que inhiben la innovación comunicativa. La mayor parte del contenido disponible sobre cultura, historia o arqueología en México se limita a lo noticioso y, en muchos casos, recae en los centros locales de trabajo, los cuales operan bajo pautas que reciclan la agenda oficial o las efemérides dictadas desde las cuentas centrales. Además, no existen rostros visibles que comuniquen la información, lo que limita la conexión con el público. Finalmente, muchas páginas están fuera de servicio por falta de mantenimiento. En este contexto, el caso MrBeast evidenció graves contrastes en las políticas culturales del país.

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Preocupa que las propias autoridades demuestren desconocimiento sobre la divulgación cultural. En sus comunicados, se le minimizó bajo argumentos como: “A pesar de la información distorsionada ofrecida por el youtuber, la difusión de este tipo de materiales puede motivar el interés en audiencias jóvenes de México y del mundo para conocer nuestras culturas ancestrales y visitar los sitios arqueológicos, que son un valioso patrimonio nacional, acercándose a interpretaciones apegadas al conocimiento científico y a la debida apreciación de nuestras culturas originarias”. También se dijo: “Para promover Calakmul entre el público joven, que no ve los videos académicos. Este no es un video científico. Es de divulgación. No tiene mucha información. La idea del gobierno estatal es que otras audiencias conozcan el sitio y puedan venir”. Con estas frases se justificó no haber seguido protocolos legales, asumiendo erróneamente que la divulgación no requiere responsabilidad ni precisión. Ahí se observa una confusión muy grave de términos.

Aunque el objetivo sea promover un sitio arqueológico, no debería hacerse a costa de principios básicos como veracidad, contexto y responsabilidad ética. Reducir la divulgación a un recurso promocional sin filtros deslegitima el esfuerzo de quienes trabajan con profesionalismo para comunicar el patrimonio cultural, ¿el fin justifica los medios?

Esta situación revela una encrucijada, ¿por qué perfiles como MrBeast alcanzan millones de vistas, mientras que cuentas oficiales como las del INAH apenas llegan a unos cuantos miles? Desde la institución existe un temor constante a “hacer lo que no corresponde”, falta flexibilidad metodológica y no se fomenta el crecimiento de propuestas innovadoras. La divulgación profesional no debe encajar en un solo molde, pero sí debe expandirse y actualizarse. Es preocupante que iniciativas valiosas se censuren o no se apoyen desde dentro de las propias instituciones; también no se generan proyectos marco o estrategias generales que unifiquen, o al menos no generen conflictos, los esfuerzos de instancias que no tienen funciones iguales, pero se traslapan en su materia de trabajo como lo es la Secretaría de Cultura, la de Turismo y de Educación.

El debate también toca otros aspectos: por un lado, el argumento de que la promoción turística generará derrama económica y mejorará zonas arqueológicas, lo cual también es debatible debido a los ejercicios fiscales que no dan retorno económico a los sitios y museos que requieren mantenimiento y mejores presupuestos; por otro, la crítica desde sectores académicos que poseen el conocimiento y las credenciales, pero no ocupan los espacios de comunicación. Entre ambos extremos queda pendiente una labor: comunicar con responsabilidad. No, el fin no justifica los medios. Lo barato puede salir caro, y el riesgo de dañar sitios arqueológicos es real.

No se trata de censurar videos virales, sino de representar con cuidado los contenidos culturales. Es valioso que MrBeast tenga más de 80 millones de vistas, pero eso no exime la responsabilidad de cómo se comunican los sitios arqueológicos. Las regulaciones —especialmente sobre uso comercial de imagen— existen para proteger el patrimonio. Buscan asegurar precisión informativa y prever impactos negativos. Si la demanda turística se dispara y no existe infraestructura adecuada, el daño al patrimonio es inevitable. Ha ocurrido en sitios como Machu Picchu o Teotihuacan.

El caso MrBeast expone una crisis estructural en la divulgación del patrimonio en México. No se trata solo de regular el acceso a zonas arqueológicas, sino de repensar cómo, quién y con qué herramientas se comunican estos bienes. La divulgación requiere profesionalización: necesitamos perfiles capaces de narrar con rigor y sensibilidad, sin caer en la simplificación del espectáculo ni en el elitismo académico. Urge establecer la diferencia entre contenido informativo y promocional, asimismo actualizar marcos legales que resuelvan el traslape de funciones y la representación digital de la cultura sin restringir el diálogo.

Otros países enfrentan dilemas similares; algunos han optado por restringir producciones comerciales, otros por crear campañas de divulgación con enfoque social. México debe aprender de ambos modelos. Es momento de proponer una política pública de divulgación cultural que incluya financiamiento, formación interdisciplinaria y una revisión profunda de las plataformas institucionales. Divulgar no es solo informar: es también garantizar el acceso democrático al conocimiento, cuidar la memoria colectiva y evitar que lo común se convierta en mercancía viral.

Lo preocupante es que esta discusión no se dio en medios oficiales. No aprendimos, ni ajustamos nuestras estrategias para comunicar mejor. En ausencia de una divulgación crítica y efectiva, solo nos queda el entretenimiento.

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