El desplazamiento de las fronteras no sólo ha sido una tarea de las especies migrantes y nómadas, sino del ejercicio mental de los hombres y mujeres en los ámbitos de las ideas preconcebidas, las ciencias y las artes. La historia humana se sustenta en las rupturas de los paradigmas, los viajes a lo desconocido y también en la construcción de fortalezas provisionales que después son derribadas para avanzar a un horizonte sin fin.

Valga el preámbulo para situar a Abel, novela de Alessandro Baricco (Anagrama, traducción de Xavier González Rovira, 2024), obra empeñada en diluir la geografía para establecer un no-lugar que, sin embargo, parte del Oeste norteamericano, espacio de aventura, conquista y alucinación colectiva, como queda de manifiesto en los manuales de historia y, sobre todo, en las películas del género western.

Este escenario se convierte en una zona de libertad privilegiada para relatar las vivencias de una serie de personajes que cohabitan en un terreno físico y metafísico, donde las cosas suceden de manera simultánea y envolvente, como si de pronto se rompieran las barreras del espacio y el tiempo para recrear, en un solo instante, la eternidad. Y en dicho epicentro no hay pasado ni futuro, sólo un aquí y ahora que es el resultado de la suma de alientos, como dice una bruja que forma parte de la trama artística.

Una fotografía de Baricco tomada en 2011./ Anagrama
Una fotografía de Baricco tomada en 2011./ Anagrama

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En la novela, los hechos son narrados por Abel Crow, un joven sheriff que se ha convertido en una leyenda por disparar un “cruzado simultáneo” y atinar con precisión milimétrica a sus víctimas. El personaje es hijo de John John, un difunto pistolero, y una mujer aficionada a la monta de caballos. Tiene tres hermanos y una hermana, todos con nombres bíblicos: Isaac, que muere de una fiebre temprana; Joshua, un cartero loco; David, el pastor irreverente; Samuel, una especie de topo, dueño de minas, y Lilith, una joven lesbiana. Y todo este elenco se une para rescatar a la madre, que ha sido condenada a la horca por haber robado un garañón. Acto heroico que, por cierto, queda en suspenso.

La novedad de la obra consiste en haber transformado a un pistolero en un personaje místico, quien recibe lecciones de un maestro ciego y, a cambio, lo gratifica con la lectura de libros de filosofía. Platón, Aristóteles, San Agustín, Baruch Spinoza, David Hume, entre otros, aportan ideas para construir una doctrina de la precisión inequívoca de los disparos, momento climático en que se constriñen el tiempo, el espacio y las causas para vivir solo el beso puntual, limpio y profundo del proyectil sobre el cuerpo anhelado.

La novela también es un homenaje a Borges a través de las constantes alusiones a su vida y obra. El primer paralelismo nos recuerda al Borges invidente y complacido con la lectura en voz alta de María Kodama; luego el narrador evoca el tema del “Aleph” y El libro de arena cuando describe una montura que tiene cifrada la historia de la humanidad en cada uno de sus pliegues.

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Más adelante hay un guiño a “La historia del guerrero y la cautiva” en el relato sobre Hallelujah Wood, la novia de Abel Crow, quien de niña había sido raptada por la tribu dakota; asimismo, John John, padre del pistolero, es mencionado en La historia universal de la infamia. Y tampoco se no debe olvidar la concepción borgiana del tiempo como una especie de espiral o bucle donde las cosas que han sucedido podrían volver a ocurrir, bajo un contexto distinto. En suma, Abel es una novela de frontera, muy disfrutable.