En La vida de Chuck (The Life of Chuck, EU, 2024), hechizado film 12 del estadunidense especialista en cine de horror de 36 años Mike Flanagan (Oculus 13, Ouija: el origen del mal 16, Doctor Sueño 19), con guion suyo basado en la novela homónima del genérico superventas internacional Stephen King, el relato se estructura en tres largos segmentos, cronológicamente al revés, en viaje a la semilla diría Carpentier: en 1. “Gracias Chuck” el solitario afromaestro de literatura Marty (Chiwatel Ejiofor) inquiere molesto a una alumna desatenta si hay algo más importante que un poema de Whitman y ella contesta que sí, el terremoto que acaba de aniquilar a California, justo cuando se extinguen las conexiones a internet mundiales, se tornan irrisorios los intentos por reencauzar a los estudiantes a través de sus padres, surgen motines y devastaciones a lo largo y ancho del planeta y se interrumpen las comunicaciones mediáticas, como signos inequívocos de que el mundo ha llegado a su fin, pero lo peor/mejor de todo es que los adultos están rompiendo sus relaciones actuales para regresar con sus antiguas parejas, como el propio profe Marty que cruza heroicamente medio estado para reencontrarse con su exmujer Felicia (Karen Gillan) y felices admirar la apagaestrellas desaparición total, mientras misteriosamente han brotado por doquier carteles y reflejos en las ventanas que dan masivamente las gracias a un desconocido Chuck por sus 39 grandes años, en tanto que éste agoniza en un hospital; en 2. “Artistas callejeros por siempre”, nueve meses antes, el ultradisciplinado contador impoluto de gafas Charles Chuck Krantz (Tom Hiddeston) arroja su portafolio al suelo y comienza a danzar desatado a medio cruce callejero, impelido por la batería de la afropercusionista desertora clásica Taylor (Taylor Gordon) y secundado por la entusiasta chava recién cortada amorosamente por internet Janice (Annalise Basso), euforizando a los paseantes que llenan de billetes el sombrero petitorio, pero el varón se rehúsa a dejar su profesión y su vida conyugal para integrar un exitoso trío itinerante, y en 3. “Contengo multitudes” el huerfanito de 7 años Chuck (Cody Flanagan) se queda a vivir con sus viejos parientes paternos en una casona victoriana presumiblemente embrujada, pero mientras el patético abuelo Albie (Mark Hamill) se refugia en las matemáticas y el alcohol, la jovial abuela Sarah (Mia Sara) enseña en la cocina a su querido nieto ya de 11 años (Benajmin Pajak) a bailar rock, vals, swing, samba y todos los ritmos, lo que le alienta una vocación como bailarín y le servirá cuando adolescente (Jacob Tromblay) para ingresar como estrella absoluta al club de danza de la secundaria y seducir a su amor imposible, la bella más alta y mayor de edad que él Cat (Trinity Bliss), pero al deceso de la abuela, el buen Chuck ha quedado a merced del abuelo contador que lo convence de abrazar su profesión, para enfilarlo hacia una dicha modesta y benefactora, finalmente reconocida como consecuencia lógica de un todopoderoso y magnífico soliloquio vitalista.

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Crédito: Especial
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El soliloquio vitalista concede a cada uno de sus episodios un tono distinto: el inicial preámbulo del fin del mundo adquiere un tono, suave, nostálgico y despacioso, a modo de una lenta despedida todobanalizadora, sufriendo arrasantes palinodias verbales como la del funerario pueblerino Sam (Carl Lumbly) y la insignificancia de la esposa Ginny (Q’orianka Kilder) del luctuosamente agradecible Chuck omniaparecido, en las antípodas de la radiante Melancolía de Von Trier (11) sobre el mismo tema; el corto y más redondo segundo segmento dancístico callejero obtiene los beneficios de un tono aéreo, rosado e impetuoso de una ñoñez sonriente, al compás de los tambores (“Por eso Dios hizo al mundo”), y la última y eterna tercera parte, sustancial de la génesis del infante perpetuo Chuck, reclama el ejemplar y edificante tono de una típica gringada metetodotipo de elementos y tópicos de moda, la orfandad apodíctica, la pese todo entrañable familia postiza, el aprendizaje coming of age y la bohardilla prohibida, el tímido aunque afortunado romance juvenil, la disyuntiva existencial, el esforzado devenir para ser uno mismo hasta con cicatriz inconfesable en el dorso de una mano y el iluminador avistamiento del futuro espectral a lo Odisea espacial de Kubrick, todo ello marcado por la verdegrisura propositiva de las imágenes y los efectismos ópticos del fotógrafo Eben Bolter a base de cegadoras luces blancas o amarillentas a contraluz, para corresponder a los efectismos del realizador vuelto editor ahíto de brutales cortes directos secuenciales sobre el eje.

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El soliloquio vitalista narra una existencia encantada, bajo el inamovible dictado, jamás fatal, no del conformismo, sino de un multinvocado calendario cósmico que compacta 40 millones de años en cada día del año (del big bang el 1 de enero y al 31 de diciembre), donde “Todo lo existente son matemáticas”, por lo que “El mundo admira a los bailarines pero necesita contadores”, pues el precoz visionario Chuck ha logrado penetrar en la cúpula interdicta, donde habitan los muertos trágicos y puede contemplarse reveladoramente su propio cadáver futuro, concediéndole la razón de Whitman al proferir que “Yo soy inmenso/ contengo multitudes” y decidir entonces que su vida será maravillosa, hasta que el mundo desaparezca cuando él muera.

Y el soliloquio vitalista ha hecho así eclosión dentro del más preclaro y retardatario idealismo subjetivo, guiado por un sublime fallido impulso hipercursi y por una subliteraria y redundante superinvasiva aunque considerada indispensable voz en off, en homenaje subrepticio a la genial e irrepetible ¡Qué bello es vivir!/ It’s a Wonderful Life de Capra (46), ya que hoy en día Busby Berkeley puede ser confundido con La La Land (Chazelle 16) y como de costumbre “La realidad física sólo existe en tanto que es percibida o pensada por alguien” (George Berkeley).

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