Como casi todos los integrantes del Boom Latinoamericano, Mario Vargas Llosa (1936-2025), no quiso dejar de lado su incursión en la dramaturgia. Como Cortázar y Fuentes, Vargas Llosa fue un imantado del teatro. Y no son pocas las obras que escribió, quizá más, en número, que los ya citados Carlos Fuentes y Julio Cortázar, y más aún, con mayor trascendencia internacional en sus montajes. Es así que la lista de obras no es corta: La huida del inca (1952), La señorita de Tacna (1981), Kathie y el hipopótamo (1983), La Chunga (1990), El loco de los balcones (1993), Ojos bonitos, cuadros feos (2000), Odiseo y Penélope (2006), Al pie del Támesis (2009), Las mil noches y una noche (2009), Los cuentos de la peste (20015), ésta última estrenada en el Teatro Español de Madrid, y que tuvo la feliz particularidad de presentar al autor, Vargas Llosa, como actor de su propia obra, al lado de la reconocida actriz Aitana Sánchez Gijón.

En México se han montado La señorita de Tacna y La Chunga. La primera en 1983, a iniciativa de Silvia Pinal, bajo de dirección de José Luis Ibáñez; y la segunda dirigida por Ignacio Retes, con producción de la UNAM, al inicio de la década de los 90; posteriormente, con dirección de Antonio Castro, y producción de la Universidad de Guadalajara La Chunga volvió a ser montada en nuestro país (2016).

El de Vargas Llosa no es teatro difícil de lectura, muy por el contrario, se lee con mucha agilidad y los personajes parecen emerger de la páginas manifestando sus verdades (y mentiras), o la verdad de sus mentiras, diría el propio Vargas Llosa, propiciando que el lector siga la trama en su mente y represente por sí mismo (la o) las obras. Pero eso es en el íntimo acto de la lectura, gracias al influjo seductor del estilo vargasllosiano, el mismo estilo que nos ha conducido a devorar novelas monumentales como La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La casa verde, La tía Julia y el escribidor o La guerra del fin del mundo…, y sin olvidarnos de ese portento de libro en homenaje a Gustave Flaubert y su Madame Bovary, La orgía perpetua, un ensayo excelso, si los hay. Y eso, para sólo citar algunas de sus obras más emblemáticas de la primera parte de su inconmensurable producción escritural, a la que deben añadirse los cuentos “Los cachorros”, “Los jefes”, “Día domingo”, etcétera, hasta llegar a una novela que bien podría adaptarse a la escena por la teatralidad propia de su técnica narrativa: Elogio de la madrastra.

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Aitana Sánchez Gijón y Mario Vargas Llosa  en la puesta  en escena de Las mil noches y una noche, presentada en Madrid en 2008. Crédito: Yolanda Vaccaro/ El comercio de Perú
Aitana Sánchez Gijón y Mario Vargas Llosa en la puesta en escena de Las mil noches y una noche, presentada en Madrid en 2008. Crédito: Yolanda Vaccaro/ El comercio de Perú

Kathie y el hipopótamo es, por su parte, una obra de mayor intimismo y concerniente al orden de las ideas estéticas y literarias, que funciona como una gran reflexión acerca de lo genuino (o no) de la creación literaria.

Sin embargo, la transpolación de la dramaturgia de Vargas Llosa al escenario no siempre fue acertada. La señorita de Tacna, por ejemplo, no fue muy bien recibida por la crítica en su momento, como texto, cuando la montó Ibáñez, pese a la muy notable -gran actuación- de Silvia Pinal. Tampoco fue muy elogiada la puesta argentina, que pudo verse en México, llevando como intérprete principal a Norma Aleandro quien venía antecedida por su rol protagónico en la extraordinaria película argentina La historia oficial (1985), ganadora del Óscar a la mejor película extranjera, y por la cual se había hecho acreedora a no pocos premios de la crítica como actriz, tanto en Cannes como en Nueva York y otros lugares del mundo, hasta ser nominada al Óscar como mejor actriz de reparto por Gaby: una historia verdadera (1989). Pero ni con todo ese background pudo Aleandro sostener la puesta en escena argentina que en México clausuraba uno de los festivales más importantes de su momento, cuyo artífice, Ramiro Osorio, había logrado realizar con admirables resonancias: el Festival Latinoamericano de Teatro.

¿Qué pasaba con el teatro de Vargas Llosa que no lograba hacer click con el espectador, al menos en México? ¿Por qué, años después, el maestro Ignacio Retes, decano de nuestra historia teatral, tampoco pudo sostener con fuerza su montaje de La Chunga en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón del Centro Cultural Universitario, en los años 90? Podemos pensar mucha cosas, pero la principal es que el estilo dramatúrgico de Vargas Llosa es primordialmente narrativo y, en no pocos momentos, cinematográfico, pues sus obras son de largo aliento y las escenas requerirían –en contraposición o contrapunto- el acercamiento de una cámara ante parlamentos, diálogos y monólogos en los que necesitamos ver las reacciones gestuales de los actores, el movimiento de los ojos, el rictus reflejado en los labios, el flujo trémulo de la piel… Pero la visión esperpéntica (“desde arriba”, como Valle Inclán quería) que utiliza el dramaturgo peruano, no nos permite acercarnos al sentir de los personajes y por lo tanto nos aleja de sus circunstancias emotivas, existenciales y psicológicas. Todo está en el fondo, lo podemos escuchar, pero no lo vemos, no lo sentimos.

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Ahora bien, La Chunga es una pieza adelantada a su tiempo, que habla del amor lésbico, que señala con acritud crítica el machismo latinoamericano, la barbarie cotidiana de ciertas idiosincrasias latinoamericanas, la miseria moral como espejo de la miseria económica, de la pobreza misma. Emergida de su novela La casa verde, La Chunga posee una fuerza virulenta que no se pudo reflejar en el montaje de Retes, presentándonos una corrección escénica que más se emparentaba a un teatro costumbrista, de melodramáticas resonancias campiranas, que la hicieron ver como un teatro añejo en aquellos principios de la década de los 90 del siglo pasado. De la versión de Castro, uno de sus actores, Roberto Sosa, destacó que La Chunga era una obra que denunciaba la homofobia. La lesbofobia, convendríamos hoy, y también la trata de mujeres, la explotación sexual y el feminicidio, por eso es que Vargas Llosa se adelantó a las temáticas de su tiempo con esta obra que sigue representándose alrededor del mundo por la vigencia de sus tramas y subtramas, el realismo mágico de su contextura formal y el fulgor humano de su protagonista, La Chunga quien, ¿por qué no decirlo?, actúa con un temple feminista, absoluto, guerrero.

De La señorita de Tacna, cuyos ecos de La tía Julia y el escribidor son evidentes, la circunstancia no es diferente, es una mujer que vive su transición humana, luchando a su modo, por la libertad y el amor; un personaje en dos edades contrastantes, para que la misma actriz los represente, la una adolescente, la otra anciana. Silvia Pinal lo hizo de manera extraordinaria, llevando a buen puerto este reto histriónico que no cualquier actriz puede ejecutar con destreza y magnanimidad. No pudo Aleandro en la puesta de Emilio Alfaro en 1987, y así lo dejó asentado la crítica mexicana Malkah Rabell, una de las principales analistas teatrales de aquellos tiempos: “…Norma Aleandro no llega a la altura de lo que yo le suponía”. Y del texto aseveró: “En cuanto a la propia obra es muy pobre en acción, en intensidad dramática y en posibilidad de lucirse de la mayoría de los intérpretes.// No podemos contentarnos con la interpretación de Norma Aleandro. Una golondrina no hace verano. Y hasta para quienes la actriz argentina fue una revelación [por La historia oficial], es difícil contentarnos con ello.”

Quien esto redacta pudo testificar tanto el trabajo de Aleandro como el de Pinal. Desde luego, Rabell disparó el gatillo con fuerza. No le faltaba razón. Había mucha alharaca en el montaje argentino. Y la actriz naufragaba con todo y su fama internacional. No pasó lo mismo con la Pinal quien se entregó al personaje y a la dirección de José Luis Ibáñez con maestría, haciendo que La señorita de Tacna tuviera muchos momentos brillantes e instantes conmovedores, y lograra capturar –y catapultar- la emotividad del texto de Mario Vargas Llosa, que lo tiene, no concuerdo con Rabell, pues La señorita de Tacna es una obra de gran aliento dramático, de perfección en el manejo aristotélico de la historia.

Dicho lo cual, el teatro de Mario Vargas Llosa posee una vigencia incuestionable en términos humanísticos y estilísticos (éstos quizá no han sido descubiertos aún por los teatristas, ni, quizá, por los cineastas), y se trata de una dramaturgia propia de un hombre de letras, de un apasionado del sentir humano y espiritual, en todas sus aristas, de un actor de la vida, de las letras, de la política… y del teatro: Mario Vargas Llosa.

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