El 7 de noviembre, ya noche, sonó mi teléfono. Acababa de ganar el segundo premio en el iv Premio Internacional de Ensayo María Zambrano, de Málaga. El pequeño volumen se llama “María y otros poetas. La mujer y lo divino”. Los otros poetas son Miguel Hernández, Vicente Aleixandre y Manuel Altolaguirre. Comparto con mis lectores unas páginas al inicio del prólogo.
¿Cuántos padres han visto a sus hijos torturados? ¿Cuántos padres contemplan a sus vulnerables vástagos recibir condenas a muerte y morir en público? ¿Por qué –Señor– me has abandonado? Quizá Dios se anonada por una sola vez en todos los tiempos. Ni antes ni después. Y por eso no responde: no puede. Solamente entonces: no puede. ¿El padre se abandona en el hijo cuando el hijo va a morir? Si cada muerte violenta despidiera un tenue color violeta, el globo terráqueo se vería de ese color –no azul– desde los espacios siderales. Pues toda víctima es, después de todo, hija. Antes que otra cosa: es hija.
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Hombres de los siglos xvii, xviii y xix se dieron prisa para destruir el Más Allá. Hombres del xx y del xxi se apresuran a derruir el Más Acá: la salud del planeta. ¿Se vinculan la destrucción del Más Allá y la demolición del Más Acá? ¿Qué nos queda entonces?
María Zambrano –pretendo creerlo– se ocuparía de estas preguntas si se las formuláramos directamente hoy, promediados ya dos decenios y medio del siglo xxi.
Alguna página de Francisco Ayala nos muestra a la escritora impaciente con Max Aub en una comida madrileña y con José Lezama Lima en La Habana.[1] A la distancia la imagino preocupada por temas fundamentales y dueña de una capacidad como aquella que don Francisco testimonia en José Ortega y Gasset, maestro de ambos: la de tener en la cabeza textos enteros, ricos en ideas y prosa, y ser capaz de decirlos en alguna tertulia y luego ir y escribirlos para que pasen a la prensa y más tarde a las prensas (de libros).[2] Las minucias cotidianas y las tensiones entre colegas tienen que haberla desesperado alguna vez. Se entiende. Mientras más alta es la inteligencia, más descompuesto y expuesto se ve el mundo, y de allí podría nacer el tópico del “Vida, no me seas molesta”, del “Muero porque no muero”, al que le rindieron sendos poemas Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.
Albert Camus aseguraba –bien lo sabemos– que la pregunta por el suicidio es nuestra duda fundamental, pues expone la cuestión de si la existencia es digna de ser vivida. Estamos ante la pregunta de alguien –Camus– que habita un mundo en el cual se ha derribado el Más Allá: un mundo sin Dios, ni siquiera el Dios que se anonada y que pierde la conciencia unos minutos mientras su hijo sufre torturas e insultos y muere. Aun así, Camus admiró y editó a Simone Weil, la joven judía que vivió la Primera Guerra Mundial y que falleció víctima lateral de la Shoa, el genocidio nazi durante la Segunda. Pues bien, Simone Weil expresa los estremecimientos de una cabeza extraordinariamente lúcida que se enfrenta al acecho de Dios mientras el hombre reformula lo divino y en parte lo arrincona o lo destruye, incluso aunque crea en que existe. Para Simone, Dios está en una partícula pequeñísima de nuestra alma, vulnerable, casi más bien abandonado, omnipotente, pero desprovisto voluntariamente de su omnipotencia para que nuestro amor se mueva libre.
El hombre, sí. Criatura con cromosoma específico. El padre de Camus murió en la Primera; Camus fue testigo directísimo de la Segunda. Recuperar el legado de Simone Weil y editarlo era una manera de hacerse eco de las dudas que ella tuvo y de las respuestas que buscó. Al igual que Edith Stein y que Etty Hillesum, Simone Weil parecía en un riego inmenso de ser la víctima propiciatoria, el scapegoat del que habla René Girard: mujer, pensadora, judía, próxima a una religiosidad que se debatía con sus propias tensiones intrínsecas y con las tensiones que le causaba el vivir entre sucedáneos –sustitutos– de la religión como el nazismo y el estalinismo.
Durante la primera mitad del siglo xx era casi imposible no tener biografía, aunque después nadie la escribiera: acontecimientos militares –a la larga, históricos– perseguían a las personas desde una trinchera u otra, bélica o civil. Tal es el caso de las tres pensadoras y tal es el caso de María Zambrano, cuyo trayecto vital es justamente eso: trayecto de un país a otro, de un continente a otro, de un sistema político a otro, de una guerra a una posguerra y de una posguerra a una guerra en alternancia al parecer interminable.
Las guerras cimbran hasta sus raíces los sistemas de pensamiento, incluso en aquellos casos en que ellas mismas son fruto de sistemas de pensamiento o ideologías y de las respectivas fuentes de unos u otras. Allí está el caso del materialismo histórico, cuyo fundador definió a la violencia como “partera de la historia”. Nuestra filósofa ubica perfectamente las raíces de esta visión y su vínculo con atavismos muy remotos, de los que no somos capaces de desprendernos de una vez y para siempre. Y es que desde Hegel la historia se convertía en el nuevo dios en cuyo altar debían ofrecerse sacrificios:
Aquí el hombre –lo humano– venía a servir de alimento a lo divino a través de la historia o en la historia. Como si el antiguo sacrificio humano de ciertas religiones –tal la azteca– reapareciese bajo otra forma, la acción vendría a ser la misma: ofrecer el corazón y la sangre –metáfora usual de las pasiones– a un dios ahora llamado la historia. Tal era al menos la verificación “histórica” del pensamiento hegeliano, simplificado hasta el esquematismo como sucede siempre que de una filosofía se extrae una ideología para “las masas”.
[…]
[…] Lo divino eliminado como tal, borrado bajo el nombre familiar y conocido de Dios, aparece, múltiple, irreductible, ávido, hecho “ídolo”, en suma, en la historia. Pues la historia parece devorarnos con la misma insaciable e indiferente avidez de los ídolos más remotos.[3]
Una parte del siglo de María Zambrano –nacida en 1904 y fallecida en 1991, esto es, hija plena de días del siglo xx y de ninguna mañana o noche de otro siglo, ni el previo ni el siguiente (salvo en la lectura y el pensamiento, que nos trasladan a otras épocas)– se gastó en resolver si las propuestas de Karl Marx eran viables y si cumplirían con la promesa de acabar con la violencia, por lo pronto provocándola, y de “alumbrar un nuevo sol”, etcétera.
¿Hombres acabaron con el Más Allá? No. Se esforzaron por lograrlo, incluso desde la propia Roma, con papas como Alejandro VI y León X a inicios del siglo xvi. Justo en aquellos años se alzó la figura de un pequeño monje agustino en Alemania, Martín Lutero, y contribuyó a un cisma que ya de por sí se debía a las alarmantes disposiciones y noticias provenientes del Vaticano: escándalos, compras de cargos, ventas de bulas para sufragar guerras de posiciones y posesiones territoriales… Nada nuevo, salvo que la sede principal de la Iglesia estaba causando un desánimo colectivo con sus desarreglos, abono propicio para una fractura en el contexto de otros factores como el Renacimiento con su humanismo y con su recuperación filológica y filosófica del otro inmenso río de Occidente: las culturas griegas y latinas.
[1] Francisco Ayala. “Max Aub en Italia”, en F. A. Autobiografía(s). Obras completas ii. Edición de Carolyn Richmond. Prólogo de Luis García Montero. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2010, pp. 435–436.
[2] Francisco Ayala. “La tertulia de Ortega y Gasset”, en ob. cit., pp. 138 y ss. Acerca del magisterio de Ortega en María tenemos el conocido pasaje al inicio de El hombre y lo divino: “La vida instalada en el lugar del conocimiento resulta al propio tiempo sometida a él y deificada. El primer aspecto fue denunciado por Ortega y Gasset en su crítica del idealismo desde su ‘Tesis metafísica acerca de la razón vital’, en las lecciones que tuve la fortuna de escucharle, cuando esto era posible, en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid” (María Zambrano. El hombre y lo divino. Madrid: Alianza Editorial, 4ª reimpresión, 2024 [1955], pp. 36–37).
[3] María Zambrano. El hombre y lo divino, pp. 37–38.
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