La diversidad ha existido a lo largo de la historia, pero los relatos no siempre la recogen. Es posible que, en las últimas décadas, algunas sociedades se hayan vuelto más diversas en términos cuantitativos. Sin embargo, quizá sea más relevante el cambio cualitativo en nuestra concepción de la diversidad, es decir, en la forma en que la comprendemos y la valoramos.
Siempre ha existido la diversidad, y sin embargo mi país nunca ha sido gobernado por una presidenta. Jamás hemos tenido un presidente judío. Hasta donde sé, a pesar de lo que se dice sobre Abraham Lincoln, nunca hemos tenido un presidente gay, o por lo menos nunca hemos tenido un presidente abiertamente gay. Yo era adulta cuando la primera jueza llegó a la Suprema Corte. Cuando cursé la carrera en letras inglesas, me enseñaron que debía estudiar autores blancos, hombres. Creo que jamás me asignaron un texto escrito por una persona de color y había pocas autoras entre mis lecturas. Eso era lo normal. La mayoría de los seres humanos estaban excluidos del discurso dominante. No se narraban sus relatos ni se describía la realidad desde su perspectiva.
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Acabo de conversar con alguien sobre la película Purple Rain, una película de los años ochenta protagonizada por Prince. La vi cuando yo era muy joven. En la pandemia intenté verla de nuevo, pero el relato comete muchos abusos contra el personaje femenino, el interés romántico de Prince. Eso me perturbó y dejé de verla, pero me quedé pensando: al presentar el abuso contra una mujer como algo divertido o cool, ¿esta película hizo posible que la gente me tratara de la misma forma? ¿De alguna manera legitimó los abusos que viví entonces? ¿Cómo me condicionó la cultura para que entendiera estos abusos desde la perspectiva de los hombres? ¿Cómo logró entumirme para que no reaccionara? ¿Cómo me privó de herramientas críticas?
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Por una parte, ser capaz de cuestionar todo esto es un testimonio de cuánto ha cambiado el mundo para bien. Ahora podemos volver a las obras artísticas del pasado y comprender cuán detestables y excluyentes eran. Por otra parte, me impresiona constatar que antes no percibíamos nada de esto. Es algo en lo que pienso todo el tiempo. La transformación, pese a la reacción en su contra, ha sido asombrosa. Como he vivido muchos años, puedo verla. El mundo se ha convertido en un lugar menos autoritario, más incluyente, que considera en mayor medida los derechos de las mujeres, los niños, los ancianos, la gente con discapacidad, los migrantes, las personas que no son blancas e incluso los derechos de la naturaleza y de las especies no humanas.
Hay tantos ejemplos de ello. Hoy no aceptamos el colonialismo, lo consideramos ilegítimo, pero en mi juventud la gente celebraba a Cristóbal Colón y a los asesinos de los pueblos nativos en Estados Unidos. Ciertas formas de violencia eran aceptables. La violencia corporal ejercida en las aulas por los maestros se consideraba no sólo legítima sino legal. Los padres también recurrían a la violencia física para controlar a sus hijos. La violencia doméstica se toleraba, salvo cuando la mujer aparecía muerta o herida de gravedad. La violencia policiaca no era tema de discusión, excepto en las comunidades negras de Los Ángeles, San Francisco, Nueva York y Detroit, que respondían a ella con motines. Hoy, en cambio, escuchamos los relatos que fueron suprimidos e incluimos las voces de quienes eran excluidos.
No obstante, en el día a día, perdemos de vista estos cambios, no aquilatamos su magnitud…
Recientemente me percaté de que mi superpoder es la lentitud. Si uno considera los cambios del último año, las cosas no pintan bien. En Estados Unidos, un montón de personas se sienten devastadas porque en 2022 perdimos Roe vs. Wade, la resolución en favor del aborto que se tomó hace medio siglo. Existe la sensación de que los logros feministas están retrocediendo, pero ¿tenemos presente cuál era el estatus de las mujeres hace sesenta años? Debemos recordar tiempos más distantes y considerar cuán revolucionario ha sido el cambio en el estatus de las mujeres en la cultura, en la ley, en la representación y en los cargos de poder.
También debemos mirar más lejos —lo digo por mi país— y enterarnos de lo que ha ocurrido en los países católicos que han legalizado el aborto, como Irlanda, México o Argentina. ¿Cómo estamos narrando ese relato? A veces la inmediatez de las redes sociales y la falta de contexto en el periodismo resultan excesivas. Quedamos atascados en una visión del mundo muy estrecha y de corto plazo. Buena parte de mi trabajo como escritora es un intento por mostrar perspectivas más amplias y profundas.
Durante un cuarto de siglo, viví en el mismo departamento. A los 19 años llegué a aquel vecindario donde residían afroamericanos de la clase trabajadora. Al mudarme, la colonia estaba habitada por personas blancas de clase media. Aprendí que uno debe ser más lento que el cambio para poder percibirlo. Muchos de los vecinos que vivieron poco tiempo en esa colonia no tenían idea de que el lugar se estaba transformando profundamente. Es imposible percatarse de algo así en un lapso tan breve. Si uno repara en el movimiento contra el cambio climático, en las soluciones basadas en energías renovables, las victorias de la última década han sido asombrosas. Cuando la gente se rinde a causa de una perspectiva de corto plazo, actúa a partir de un relato muy incompleto.
En el corto plazo parece que las decisiones importantes se toman desde arriba, entre los poderosos, y quienes están abajo las acatan. Un ejemplo es la legalización del matrimonio igualitario por parte de la Suprema Corte. Al considerar esta resolución con una perspectiva de largo plazo, es posible comprender que los jueces simplemente ratificaron una tendencia que provino de un cambio cultural impulsado por millones de cuirs que salieron del clóset ante sus amigos, familiares, vecinos, compañeros de trabajo y de escuela. Fueron ellos los que propiciaron el cambio en nuestra concepción de las relaciones y las conductas no heterosexuales. Yo argumentaría que el feminismo también produjo ese cambio. Al modificar la noción sobre el matrimonio, de una relación jerárquica entre el hombre como jefe y la mujer sumisa a una relación negociada en libertad entre iguales, se vuelve más sencillo imaginar el matrimonio de una pareja de hombres o de mujeres.
Has escrito que una medida del poder que han cobrado los nuevos relatos y las nuevas voces es la desesperación con que otros intentan silenciarlos. A este tipo de resistencia le llamas “reacción” (backlash). El analista político Ron Brownstein acuñó un término preciso, la “coalición restauradora”, para describir la fuerza detrás de ese coletazo. Los integrantes de esta coalición suelen ser hombres, blancos, de clase trabajadora, heterosexuales, republicanos, evangélicos, habitantes de entornos rurales y de mayor edad. No perciben el cambio como oportunidad sino como amenaza, porque los hace sentirse rezagados, les provoca miedo y enojo. También has escrito que el futuro que se está construyendo no los excluye, sino que ellos son intolerantes hacia ese futuro. Desde la perspectiva de estos grupos, ¿por qué no caben en esos cambios? ¿De qué manera podemos comprender su percepción?
Ocurren varias cosas. Una es que estaban acostumbrados a creer que todo les pertenece y por eso les cuesta compartir. Creían que el pastel entero era suyo. Piensan que, si a todos les toca una rebanada, no quedará ninguna para ellos. ¡Por supuesto que no es así! En realidad, aún reciben la mayor porción, simplemente ya no se comen todo el chingado pastel.
La política del agravio, del miedo y del odio es lo que empodera a la extrema derecha en Estados Unidos. Hace unos años, Paul Waldman publicó una estupenda columna sobre este asunto en The Washington Post. Argumentaba que a las personas de izquierda siempre se les dice que deben respetar a este o aquel sector de la llamada clase blanca trabajadora, sin importar lo que esos sectores hagan o digan. Pero si no se sienten respetados es porque sus propios líderes políticos les repiten que deben sentirse así. Uno de los principales motores del éxito del conservadurismo es decirles a sus votantes que nadie los respeta. Aunque se trata de un fenómeno global; hoy en día así funcionan los regímenes autoritarios y fascistas.
Tomemos, como otro ejemplo, la religión. A los republicanos les gusta creer que son los defensores de Estados Unidos como nación cristiana. Hay muchas personas religiosas en el Partido Demócrata; los afroamericanos evangélicos votan por los demócratas; Joe Biden y muchos católicos devotos son demócratas. Es decir, el Partido Demócrata no es anticristiano, simplemente no hay cristianos contra el aborto y de ultraderecha en nuestras filas. Tomemos cualquier otra categoría política: raza, género, preferencia sexual, lugar de residencia. En el Partido Demócrata también hay muchos hombres, blancos, heterosexuales, que viven en un entorno rural.
El complejo de persecución que sienten los más privilegiados del mundo también impulsa las posturas reaccionarias. Están obsesionados con conspiraciones como la teoría del gran reemplazo. En los motines neonazis de 2017 en Charlottesville, cantaron “you will not replace us” [ustedes no nos reemplazarán]; muy pronto se transformó en “Jews will not replace us” [los judíos no nos reemplazarán], pese a que los judíos constituyen sólo 2.4 % de la población estadounidense.
Ha resurgido la sospecha de que los judíos están ejecutando un complot que busca destruir la civilización blanca al permitir la entrada de inmigrantes. Se trata de viejos prejuicios basados en lo que denomino la discriminación de lo indiscriminado: un grupo social —en este caso, los judíos— es representado como una unidad homogénea y sin distinciones, como si todos, por ejemplo, apoyáramos a Israel. Hay judíos de derecha y de izquierda, judíos que apoyan el atroz bombardeo en Gaza por parte del gobierno de Netanyahu y judíos solidarios con Palestina. Cuando Joshua Jelly-Schapiro y yo escribimos nuestro atlas de Nueva York, disfruté mucho hacer el mapa “¿Qué es un judío? De Emma Goldman a Goldman Sachs”, porque mostraba que incluso los judíos apellidados Goldman se han dedicado a todo tipo de actividades: de un lado, tenemos a la gran anarquista Emma Goldman (aunque fue deportada del país); del otro, a los cofundadores de aquella horrorosa compañía financiera Goldman Sachs. Los judíos han sido mafiosos y criminales, pensadores como Hannah Arendt, escritores como Susan Sontag, beisbolistas, rabinos, marxistas antirreligiosos y todo lo demás.
Me interesa identificar el punto en que se colapsan las categorías, cuándo se vuelven inútiles para describir una población. Las personas —lo estoy viendo ahora, con lo que ocurre en Israel y Palestina— regresan a los relatos basados en categorías cerradas que no les exigen pensar. Por ejemplo, los relatos que sostienen que “todos los palestinos son terroristas” o que “todos los judíos son sionistas”. Hoy esto prevalece porque surgió una versión peculiar del sionismo que apoya las políticas del gobierno de Netanyahu. Las categorías tienen goteras. ¿Qué significa la categoría “mujeres blancas” si la mitad vota por los republicanos y la otra mitad por los demócratas? Yo estoy en esa categoría. Las “mujeres judías” votan de otro modo. Las “mujeres de California” o las “mujeres con estudios universitarios” votan de manera muy distinta. También soy parte de todas esas categorías. ¿Hasta qué punto una categoría nos sirve para pensar y hasta qué punto nos ciega? Ésta es una parte importante del cuestionamiento sobre cómo narramos ciertos relatos. ¿Qué tan verdadero es el relato?, ¿qué tan útil?, ¿para quiénes?, ¿por qué?
Las categorías cerradas son una forma de discriminación y todo tipo de gente la práctica alrededor del mundo; estoy pensando en el antisemitismo, en la transfobia y en otras expresiones de intolerancia fanática. Parece que unas mujeres locas en el Reino Unido piensan que cualquier mujer trans que cometa un delito deslegitima a las demás. ¡No jodan! Si el delito sexual de un hombre heterosexual deslegitimara al resto, se deslegitimaría por completo a casi la mitad de la población. ¿Por qué ciertas categorías son juzgadas de este modo y otras no? Un delito cometido por un negro se trata de los negros, pero el crimen de un hombre heterosexual no constituye un veredicto sobre el resto de los hombres heterosexuales. Se puede decir lo mismo sobre Trump y los inmigrantes. Aunque estos hábitos narrativos son extremadamente dañinos, están normalizados por completo. Esto me recuerda lo que hablábamos sobre la importancia del trabajo creativo de romper los relatos. El pensamiento basado en categorías cerradas es una fuerza asombrosamente destructiva y está presente en todo el espectro político.