Manci, el centro del mundo

Sola en casa, Eugenia se ha preparado un arroz con leche, por un antojo que no logra acallar. Sabe que está usando el fondo de la ración de azúcar y la última taza de leche. La Gran Guerra, que nadie llama así todavía, estalló hace menos de un año, y todo escasea ya en el pueblo.

El antojo es tan violento que come directamente de la olla. Usa una cuchara pequeñita y va despacio para que no le caiga pesado, pero come sin parar y sin poder esperar a que se enfríe, sentada encima de la mesa de la cocina y con los pies en una silla. Ese día todo es pecado: los pies descalzos apoyados en la silla, las nalgas en la mesa, el gozo que siente al escuchar la casa en silencio, la gula con la que come.

Este embarazo ha estado empedrado de gula, de antojos más azucarados y más salados que de costumbre. Cada vez que la tentación la vence y devora con placer un pan crujiente con sal gruesa y amapola o un pastelito sumergido en miel, el sentimiento de haber pecado que le queda la hunde en la tristeza. Se dice que ya no lo va a hacer. Y cae de nuevo. En toda su vida no había gozado la comida como en aquellos meses.

Está raspando el fondo de la olla cuando el agua le moja la falda y escurre con un ruido de llovizna hacia la silla y luego el piso. Aunque Eugenia cree saber todo sobre embarazos y partos, después de haber parido a cuatro hijas y un hijo, esta vez su cuerpo no le manda señales de aviso, y no tiene siquiera una contracción. Todavía se toma el tiempo de lamer la cuchara por los dos lados antes de bajarse de la mesa con cuidado y asomarse por la ventana para gritarle a la vecina que vaya a buscar a la partera y que mande a alguien a encontrar a toda la familia.

Sus hijas, Irene, Doriko, Bartolomea y Sari, están en el mercado en ese momento y, después de comprar todo lo que su madre les escribió en la lista, calculan cuántos centavos podrían gastarse en caramelos de anís y miel sin que Eugenia lo note cuando revise el cambio. Por un acuerdo entre todas, Sari, la más pequeña hasta ahora, es la que negocia la compra de caramelos. Casi con tres años, con un dominio perfecto del lenguaje y mucha malicia, ya se ha hecho amiga del vendedor y él siempre le da algún pilón. Ese día le regala cuatro tiras de regaliz para ella y sus hermanas. Sari le pide otra para su hermano, Isaac, aunque sabe que a él no le gusta. Si él no quiere, se lo comerá ella. El dueño del puesto sigue actuando como si no existiera la guerra, aunque no le ha llegado un nuevo cargamento de mercancía desde hace tres meses. Es optimista por naturaleza y no consigue cambiar sus costumbres. Le explica a Sari que le ha dado las últimas tiras de regaliz. Sari cree que él miente, pero no hay nada que hacer. No le ofrecerá nada a su hermano.

Isaac está con su padre en la sinagoga. Hace una semana comenzó a ir a la escuela religiosa. Salomón lleva a su hijo por las mañanas y los dos regresan juntos. Isaac camina todos los días al lado de su padre en silencio, ambos igual de serios y ceñudos, una copia uno del otro. Mientras caminan, Isaac examina con disimulo a su papá, salvo cuando él lo mira desde su altura, y el niño finge entonces estar atento a la punta de sus botines. Salomón se ha sorprendido varias veces a sí mismo sonriendo de puro orgullo al ver su propia nariz recta y larga en medio de la cara de su hijo.

Es un parto muy corto, sin complicación.

Eugenia contaba a quien quisiera oírla que daba la impresión de que Manci quería salir con urgencia al mundo, porque por poco nace sola, antes de que llegara la matrona. Cada vez que escucha esta historia, Manci se imagina a sí misma saliendo a cuatro patas de entre las piernas de su madre, y durante toda su vida estará convencida de que esa imagen de su nacimiento es verdad, aunque al mismo tiempo sabe que es absurdo. Es un falso recuerdo inducido por el cuento repetido tantas veces, como cuando creemos recordar algo que en realidad está en fotos que alguien nos mostró.

Eugenia decía también que cuando nació Manci ella no sintió nada. De pequeña, la historia hacía llorar a su hija sin que supiera por qué, y a lo largo de su vida, cuando se acuerda, le da como rabia; siente un enojo raro, una frustración, como cuando algo no sale como uno quiere. Es probable que sea porque cuando Eugenia decía que no sintió nada, se refería a los dolores de parto, pero Manci sabe que quiere decir también que no sintió nunca nada por ella.

Eugenia había calculado que si tenía un segundo hijo varón su deber como esposa quedaría cumplido y podría por fin no parir más. No le gustaba embarazarse, no le gustaban los niños, no le gustaba su vida. Se imaginaba, en ese futuro sin más partos ni bebés, aprovechando su tiempo en grandes cosas, aunque no supiera en concreto qué cosas serían, pues no deseaba hacer nada específico con su tiempo, salvo quizás cocinar todo el día.

Sus planes tenían que esperar a que llegara un varón. «Por favor, Señor», rogaba Eugenia durante todo este embarazo, «que sea un hombrecito».

Cuando ve a Manci por primera vez, Eugenia la odia de inmediato, quizás en parte por el descontento de haber tenido a otra niña. Sin embargo, debe haber otra razón. Su desprecio por su nueva hija es demasiado grande, y no sintió lo mismo cuando nació Sari, a pesar de que desde aquella vez ya esperaba el nacimiento de un varón.

Cada vez que amamanta a Manci siente que se le eriza el pelo de desagrado. El olor dulzón de su cabecita de bebé le resulta insoportable, y no le habla ni la acariña. Su corazón no tiene nada que darle. Por suerte para Manci, el desapego de Eugenia se compensa, porque todos los demás en la casa enseguida le hacen un hueco en sus vidas.

Irene, su hermana mayor, le fabrica una sonaja con retazos de tela dorada y un cascabel, que es el juguete preferido de Manci y probablemente la causa de la fascinación que sentirá toda su vida por lo que brilla.

Sari, hasta ahora la más pequeña, está convencida de que su mamá tuvo un bebé porque se rompió la cabeza de porcelana de su muñeca Larisa, y Manci se convierte en el mejor juguete que ha tenido. Como se llevan poco más de dos años, Sari y ella van a ser más cercanas que nadie en la familia, y la competencia de las dos hermanas, tan parecidas en todo, muchas veces las obligará a volverse más inventivas y mejores.

Isaac juega al maestro con su hermanita. Frente a su cuna, le recita la lección que le enseñaron ese día en la escuela religiosa y ella lo sigue con la mirada mientras él camina de lado a lado con las manos enlazadas en la espalda y el ceño fruncido, en una perfecta imitación de un rabino en miniatura. Cuando él calla, ella gorjea para que siga hablando. Cuando ella se duerme, él le susurra la bendición nocturna, sin importar la hora del día. Este amor mutuo seguirá vivo después de que Manci se vaya de la casa. Es un sentimiento que ella conservará toda su vida, incluso mucho tiempo después de que él muera de tuberculosis, sin haber podido cumplir su sueño de irse a construir un mundo nuevo en Palestina. Para Manci él fue un sabio y un poeta.

Bartolomea la baña y la cambia cuando Eugenia se lo permite. Lo que más la ilusiona es sacarla a pasear en un viejo carrito que fue ocupado por cada uno de los hermanos mientras fueron bebés. Es como si practicara para cuando la casen y tenga hijos. Le gustan los bebés y le encanta oler su cabecita cubierta de pelusa naranja: para ella, Manci huele rico.

Doriko juega a la enfermera con Manci. Ella quiere crecer rápido y curar a los heridos de la guerra. Eugenia le dice que todo el mundo desea que la guerra no dure tanto y le explica que a los ocho años no puede enlistarse. La niña llora desconsolada ante la perspectiva de que la guerra se acabe antes de que ella pueda ser enfermera. Mientras tanto, practica con una manguera de rellenar el pollo y un embudo con los que fabricó un estetoscopio de juguete. Le habla a Manci como si fuera un herido de guerra a punto de morir. La Gran Guerra todavía durará tres años. Doriko sigue siendo una niña cuando se firma el armisticio.

Alexandru, de quince años, lleva dos viviendo en Maramureș, en casa de unos tíos lejanos, pues decidió estudiar la escuela laica y en Banffihunyad no hay secundaria ni bachillerato. Está en medio de los exámenes semestrales y no puede viajar a casa para recibir a su nueva media hermana. Los otros hijos del primer matrimonio de Salomón ya están casados, lejos del pueblo desde hace tiempo, y solamente le envían fríos telegramas de felicitación a su padre.

Salomón quiere mucho a Manci porque le recuerda a su primera esposa, Raquel, el amor de su vida. Aunque no lo dirá en voz alta para no provocarle dolor a Eugenia, para él es un misterio que Manci haya resultado esponjosa y carnuda, cuando su segunda mujer es flaca y seca. Eugenia sabe que su esposo ve a Raquel cuando mira a Manci. Los celos que siente son tan contundentes que le amargan hasta la saliva.

Un hombre santo

Salomón tenía diecinueve años cuando lo casaron con Raquel. Ella tenía diecisiete años y era hermosa a ojos de su esposo. A pesar de ser un matrimonio normal, es decir, arreglado por sus familias, Salomón amó muchísimo a Raquel, y es probable que ella le correspondiera con mucho cariño también. Él fue suave y consentidor con ella, y Raquel fue dulce y bondadosa con él.

Los primeros seis años de su matrimonio, ella parió cinco hijos. El sexto, Alexandru, nació casi diez años después tras un parto peligroso el 3 de diciembre de 1899. Fue huérfano desde los primeros minutos de su vida. Así terminó el siglo XIX para todos en esa familia.

Tras la muerte de su esposa, Salomón llevó duelo durante el año que prescribe la tradición. Al acabar ese tiempo, obediente, regresó a la vida normal, de cara a la colectividad, aunque hasta el día de su propia muerte no pasó ni un minuto sin que recordara, amara y llorara en su mente a Raquel.

Al cabo del año de luto Salomón buscó esposa, porque así se lo recomendaron sus pares. Necesitaba ayuda en la casa y control en la vida cotidiana: tenía que conseguirse otra mujer que se ocupara de él y de sus seis hijos. Los cinco mayores tenían entre dieciséis y once años, pero Alexandru cumplía un año.

Como Salomón era pobre y no quería tener más hijos, ni deseaba ofender al Eterno, escogió a una mujer repudiada para que fuera su segunda esposa. Se dijo que una mujer infértil le convenía, porque así no se sumarían más hijos que alimentar. Salomón consideró que tal mujer, exilada de la sociedad por ser estéril, cumpliría con sus obligaciones llena de gratitud y bondad por haber sido salvada del ostracismo y de la vergüenza.

Se equivocó. Él acababa de cumplir los 37 años cuando su segunda esposa, Eugenia, la repudiada, la estéril, se embarazó por primera vez, y nació Irene.

Estéril

A Eugenia la casaron por primera vez a los doce años, apenas llegó a la pubertad. Su esposo, Isaías, era un hombre taciturno y falto de elocuencia, y por lo mismo rápido para la bofetada. Esos años áridos y crueles despertaron en la mente de Eugenia la locura latente que serpenteaba por entre las ramas de su árbol genealógico y la convirtieron en la mujer amarga que fue por el resto de su vida.

No le contó a nadie los golpes y el desprecio profundo que Isaías le dedicó durante el tiempo que ella fue su esposa. Cuando él la repudió por no darle descendencia, no se defendió argumentando que, aunque no le dio hijos, cumplió con el resto de sus obligaciones maritales. No dijo nada sobre su repulsión al sexo y su deseo de morir. No se quejó ni se rebeló. No dijo ni una palabra en voz alta. Por eso en su fuero interno la voz de Eugenia está todo el tiempo gritando. Tanto grito dentro de su cabeza empañó su mente y la sazonó con perfidia e indolencia.

O quizás ella nació así, árida de cariño e indiferente hacia la suerte de los demás. Nadie podría decirlo porque ninguna persona la conoció realmente.

Cuando Eugenia regresó repudiada a la casa de sus padres, se dedicó consciente y constantemente a expresar con los músculos de su cara la humildad y la vergüenza que todo el mundo esperaba que sintiera. Colaboró en silencio en todos los quehaceres y su madre le cedió la cocina, que era el único lugar donde Eugenia se sentía un poco feliz. Sus recetas son extraordinarias, imaginativas, deliciosas, y dejan a todo el mundo sin palabras, en silencio, como ella.

Para el mundo en que vive, Eugenia no tiene valor, y su lugar está en la sombra de un rincón. No le importa: a ella le gusta el rincón y no le dan miedo las sombras. Comprende que la mancha que el repudio imprimió en su vida quizás permita que ahora la dejen en paz. Aunque nunca lo admitió ante nadie, se sintió aliviada y libre desde que ya no tuvo valor para el mundo. Sospecha que su independencia no puede durar, porque está acostumbrada a ser fatalista: «Nada bueno dura para siempre». En secreto, la frase es un talismán, un rezo para que la paz de su aislamiento dure hasta su muerte. Y si no, como dice el rabino, «cuando se cumplan los peores designios, al menos te quedará la alegría de tener razón».

Aunque este fatalismo tendría que haberla mantenido alerta, cuando la época de paz termina para ella, la noticia la golpea por sorpresa. No podría decir qué se imaginaba, solamente no pensó que, siendo una mujer repudiada, la fueran a casar por segunda vez.

Salomón, su nuevo esposo, la trata bien, lo cual es nuevo para ella. Eugenia espera que no la obligue a cumplir con los deberes sexuales, que le repugnan. ¿Para qué querría su nuevo marido tener contacto sexual con ella, si no es capaz de procrear? Otra vez no tuvo suerte: él cumplió con sus obligaciones de esposo como cumplía con todo, religiosamente, con obediencia. Y además tiene apetitos; es un hombre.

Eugenia se ocupa de los hijos de Salomón. Las tres hijas mayores, Riba, Lía y Monika, se casan en el término de un año y se van de casa. Dos de los hijos, Elías y Jon, se enojan con su padre por tomar una segunda esposa. Durante el tiempo que tardaron en irse, se comportaron como si esa mujer no existiera, incluso fingían no escucharla si les decía algo. Por suerte, se fueron pronto a trabajar como aprendices a distintas ciudades cercanas, pero en los dos años que tardaron en marcharse todos de casa, ninguno le hizo la vida más fácil. Alexandru, tan pequeño, fue el único que no le hizo la vida francamente más difícil.

En 1903, Eugenia llevaba dos años casada y su vida cotidiana era muy sencilla. Por primera vez estaba segura de que su situación duraría para siempre. Entonces se embarazó y así se acabó su vida anterior.

Riba, Lía, Monika, Elías y Jon, que no habían sentido más que desprecio por Eugenia, a partir del embarazo sospechan que su supuesta infertilidad era un truco para atrapar a su padre, y la ven como una mujer falsa y amargada. No parecen recordar que Salomón es pobre, y no existe una razón para que una mujer quiera engatusarlo.

«Nada bueno dura para siempre», como decía el rabino, y ahora ella sabe que no es infértil. ¿O será un milagro? Pero si ella no tiene valor, ¿qué iba a querer El Que Todo Lo Puede con ella y su útero? La explicación es una que otra vez piensa y no dice: el que era infértil era Isaías.

Entre 1903 y 1917, Eugenia tuvo siete hijos y ya solo ella parece recordar que fue repudiada porque no podía procrear, o por lo menos nadie habla ya del asunto.

Salomón contempla cada embarazo como un hecho divino, y lo recibe todo con su acostumbrada resignación. Sin embargo, no puede evitar preguntarse si será que sus plegarias no fueron interpretadas correctamente, o si no querer más hijos fue un pecado que ahora debe saldar. Tales pensamientos lo llenan de una culpa sin fondo por poner en duda la perfección de los designios de la Voluntad del Grande.

La Urraca

Salomón llama a Manci cariñosamente «Szarka» («urraca») porque el mundo que la rodea se borra en cuanto descubre un objeto brillante. Todos en la casa saben que si desaparece alguna de sus pertenencias tienen que buscarla en la camita de Manci. A nadie le importa, salvo a su madre, que ya la ha castigado sin postre más de una vez por robarse un tramo de cinta dorada o un resto de encaje.

Eugenia está convencida de que el alma de Manci es malévola. Aun si no lo dice, porque no sería bien visto que una madre hable de una hija de esa manera, a veces le da miedo ver a Manci en acción. Nota algo oscuro que al parecer nadie más ve. Es la única que se da cuenta desde el principio de que Manci roba objetos que son importantes para sus víctimas, como si se quisiera apropiar de sus almas. Así lo entiende Eugenia, y tiene razón. Manci se roba cosas que envidia de los demás. Nunca ha tomado ni tomará ningún objeto que le pertenezca a Eugenia, porque no quiere tener nada de esa madre suya. Muchos años más tarde, en la adolescencia, Manci opinará que Eugenia no tiene alma, o al menos no un alma que tenga valor.

Una mañana Eugenia va a la casa de la viuda del rabino con sus dos hijas más pequeñas, Sari y Manci. Sari se sienta junto a su madre y juega con las cucharitas minúsculas del juego de té. Manci, sentada en el suelo, mira sin escuchar a las señoras que hablan mal de otras mujeres o cuentan intimidades de personas ausentes, y sabe que nadie le está poniendo atención. Se aburre, así que se va gateando de la sala.

En el cuarto de la viuda del rabino, Manci llega a cuatro patas hasta un joyero de metal y laca que reluce sobre una mesita baja. Como no alcanza bien la tapa del cofre, jala el mantelito bordado que adorna la mesa e intenta atrapar el tesoro cuando llega al borde. Calcula mal y la cajita cae al suelo con un golpe seco. Las joyas se desperdigan y un collar de perlas revienta al cerrarse la tapa. Las perlas ruedan como canicas por el piso de madera. Por detrás del ruido de las perlas rodando, Manci escucha por un instante, desde la sala, el silencio sepulcral de las dos mujeres que chismoseaban, y luego los pasos de la viuda que se acercan. Los pasos de Eugenia no suenan, porque sus zapatos no tienen tacón, pero ahí viene también.

Sari es la primera en llegar, justo cuando Manci se guarda entre la ropa dos perlitas que alcanzó a frenar en su camino abajo de la cama. Las mujeres la descubren cuando rescata una tercera. Como no pudo esconderla y no se le ocurre nada mejor, se mete a la boca la perla y se la traga antes de que el dedo de su madre pueda recuperarla.

La viuda mira a Manci y luego a Eugenia, y no oculta un gesto escandalizado que opina, o así lo entiende Eugenia, que la niña va por malos caminos y es culpa de su madre. La viuda sacude sin ternura a la niña hasta que caen las dos perlas que logró esconder. Manci agarra una al vuelo y no la quiere entregar. Cierra su puñito con fuerza y solo lo abre cuando Eugenia, que la conoce bien, le hace cosquillas. La risa involuntaria y sin alegría que eso provoca se deriva en un berrinche con llanto, mocos y pataleos. Eugenia le regresa la perla a la viuda en su paso hacia la salida, con Manci en brazos. Tras ellas sale Sari con la vista fija en el piso.

Manci llora a gritos todo el camino a la casa, en los brazos tensos de su madre. Sari las sigue trotando, sin dejar de mirar al suelo. Cuando llegan a casa, Eugenia suelta a Manci y le da una cachetada que no logra detener y que deja a la niña tan sorprendida que se olvida de seguir llorando. Su mamá la mira a los ojos un segundo, perpleja también, y luego, arrepentida de haberse dejado llevar, se encierra en el baño, donde trata de calmar los hipos de un ataque de furia que por desgracia no se le apaciguó con la cachetada.

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