David Rieff escribió hace unos años Elogio del olvido, un libro en el que planteó cómo la memoria se convirtió en un campo de disputa de la sociedad contemporánea que, a su parecer, la usa en exceso para avivar viejos odios que producen violencia. Dicho libro ha querido ser leído por ciertos sectores reaccionarios de la sociedad como un llamado a la amnesia, para que hagamos una especie de tabula rasa en la cual podamos comenzar de nuevo.
Aunque no estoy de acuerdo con Rieff, algunos de sus argumentos, como la idea de que se puede recordar sin cometer injusticias en el presente en nombre de ello, y de la certeza de que la vida ha de seguir, creo que los seres humanos debemos conocer de manera mucho más compleja nuestras pasiones más profundas para entender que nos constituyen. Creo, por supuesto, que esos recuerdos y memorias deben tener la suficiente complejidad, así muchas veces debamos escuchar estupefactos posiciones que alientan odios y violencias.
En Colombia, el ejercicio de la memoria no ha sido, la mayoría de las veces, un llamamiento a la unidad nacional, como plantea Rieff, sino una lucha de resistencia, precisamente, contra el olvido nacional de las clases dominantes o hegemónicas. Instituciones como el Centro Nacional de Memoria Histórica o comisiones como la de la Verdad han sido excepciones fundamentales desde el estado, para contribuir a proponernos relatos complejos sobre la violencia de lo que hemos sido como sociedad.
Hay violencias que están atadas a traumas históricos que debemos recobrar en la conversación y hacer visibles porque de ellos depende un verdadero cambio cultural en la sociedad. Uno de ellos es el que sucedió en los terrenos y campos de la hacienda llamada La Bolsa, en el municipio de Villa Rica, Cauca. Erigida en por la Compañía de Jesús, que llegó a la ciudad de Popayán en 1640, esta casona de arquitectura colonial, construida en adobe y tapia pisada, con baldosas de barro cocido y teja de barro y separada con una barrera de espesa vegetación del exterior, fue adquirida por la familia Arboleda. Durante más de un siglo y medio, además de lugar de habitación, fue un escenario brutal de la violencia ejercida en contra de miles de seres humanos, cazados y vendidos en puertos africanos, y de sus descendientes nacidos en estos territorios, como mercancías para ser utilizados como fuerza de trabajo en las haciendas de esta región, en su mayoría azucareras.
En 1998, la comunidad afrodescendiente realizó una consulta previa para reclamar el lugar como un sitio de memoria, de conmemoración. Pasaron veinte años para que el Ministerio de Cultura, a través de su dirección de Patrimonio y Memoria, tomara la decisión de iniciar junto a la comunidad el proceso de construcción del expediente de la declaratoria. En septiembre de 2022 se declaró como Bien de Interés Cultural de la Nación, entendiendo que se trata de un acto de reparación y reivindicación de la cultura y la historia de las comunidades afrodescendientes de las personas esclavizadas en esta hacienda, y en otras haciendas del norte del Cauca.
El pasado 11 de septiembre, en un acto junto a la alcaldesa María Edis Dinas, una matrona cultural cuya fuerza ha transformado poco a poco una mentalidad esclavista que persiste en otras formas como la servidumbre, entregamos a la comunidad y las autoridades municipales de la Resolución 277 del 19 de julio de 2024, «Por la cual se declara Bien de Interés Cultural del ámbito Nacional la Hacienda La Bolsa, localizada en el municipio de Villa Rica (Cauca), y se delimita su zona de influencia». Esta declaratoria se enfoca en el valor del sitio como lugar de recuerdos ocultos, como lugar de memoria de esa historia perdida u olvidada que merece ser contada de otra manera con el fin de concientizar, proteger y gestionar la tragedia que significó la trata y el comercio de personas traídas a la fuerza de África y su posterior esclavización en el Cauca.
Esa memoria se cuenta con las historias que madres, padres, abuelos, bisabuelas, y tatarabuelas tuvieron a bien resguardar para dar cuenta de cómo en la sala de la casona que recorrimos junto a María Edis y algunos miembros de la comunidad, así como de las hermanas González, propietarias de la casa desde hace algunas décadas, tras un abandono de cuarenta años, esos lugares donde un hombre llamado Julio Arboleda, apodado «el Diablo Blanco» por los habitantes de Villa Rica, daba órdenes y negociaba con mano de obra humana. Quien camine esta casa descubrirá, con la guía de lo que se supone debería ser, es decir, un lugar de memoria, puertas de escape que comunican la zona de servicios con la zona privada, para atender a los hacendados, pero que también fue usada por esclavos para escapar durante las noches. Hay, también, un muro lateral que sangra todos los abriles pues de allí colgaban a los esclavizados de pernos y argollas. Es un muro exterior en el cual se encadenaba a los esclavos y los castigaban, hasta hace no tanto tiempo. Hay una capilla fantasma que recuerda don Alfredo, el historiador de Villarica, fue demolida para después, usar los escombros para secar un humedal. Hay muchos recuerdos en las caballerizas y las barracas, lugares de resistencia y reinvención; en los vestigios del cementerio que es propiedad del municipio desde este 11 de septiembre.
Recordar, es decir, «pasar de nuevo por el corazón» los acontecimientos y padecimientos de millones de seres humanos, pues si no la hacíamos era imposible crear campos de conversación y reflexión social que nos permitieran entender la necesidad de no repetir actos de ignominia y tortura; de violencia y de guerra, como los que suceden hoy en ese Cauca que no merece más dolor, sino sembrar la esperanza en el reconocimiento de aquellos que, como nuestra vicepresidenta Francia Márquez han venido hasta aquí para repetir que la dignidad debe hacerse costumbre.