Despierto intranquilo, me siento incómodo, cierto nerviosismo me tiene atrapado mientras desayuno y leo en Twitter las noticias del día. Es 19 de septiembre y a las 11 a.m. se hará el simulacro sísmico para recordar el temblor de 1985. Muy temprano, a las 7:19 a.m., Peña Nieto ha izado la bandera en el Zócalo y luego se fue a Oaxaca. Me siento frente a la computadora a trabajar en los textos pendientes y poco después, a las 11 en punto, suena la alerta sísmica desde los altavoces de la esquina con esa voz que pone los pelos de punta. Soy un mal ciudadano, lo confieso, y no bajo las escaleras en menos de un minuto ni salgo a la calle, sólo oigo el rumor de la gente de los edificios alrededor que sí ha bajado. “No corro, no grito, no empujo”. La alerta sísmica me ha puesto más nervioso, caigo en la cuenta de que mis manos tiemblan, mi corazón está acelerado y tengo la respiración entrecortada, todo eso aumenta el nerviosismo con el que desperté, como si estuviera a punto de un ataque de ansiedad.
Sigo trabajando en la computadora y después de un rato me levanto a la cocina por un vaso con agua. Acabo de beberla cuando todo empieza a agitarse, desconcertado intento dar un paso pero el movimiento cada vez es más brusco, me zangolotea así que me quedo en el marco de la puerta, agarro un espejo que tengo al lado pensando supersticiosamente que no se rompa, la alerta sísmica de pronto vuelve a sonar, el edificio cruje, las alarmas de los coches se prenden, los libreros se caen, azotan contra la duela y pienso que se ha hecho un hoyo allí, se azotan las puertas de algunos vecinos, en algún lado la gente empieza a gritar y en unos segundos todo es estruendo y caos. Esos largos segundos del movimiento oscilatorio son una tortura, como un dolor que se infringe lentamente. Es la 1:14 p.m. Respiro, respiro profundo para no gritar, para no alterarme.
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Nadie ha tenido tiempo de reaccionar, de hacer las indicaciones que acaban de ensayar apenas un par de horas antes. Luego me enteraré que muchos de los oficinistas públicos y privados que hay aquí por el Centro, apenas se estaban sentando en sus oficinas luego del simulacro cuando los agarró el verdadero temblor. El epicentro fue en Morelos, donde no hay sensores sísmicos que avisen a la ciudad, por eso la alerta no se activó sino hasta que el mismo movimiento telúrico lo hizo, pero además, por la cercanía del epicentro, habría sido imposible tener esos segundos de ventaja que te salvan la vida. Cuando el movimiento ha pasado, mi reacción no es bajar, sino subir. Estoy más cerca de la azotea que de la calle, me digo, así que subo sólo un piso más. Ya arriba me doy cuenta de que no tengo señal en el celular, intento llamar a mis padres pero no sale la llamada, se corta, el internet del teléfono tiene poca señal pero funciona. No veo a ninguno de mis vecinos arriba. Desde la azotea oigo todavía las alarmas de los coches, algunos llantos y gritos de gente que ha entrado en pánico y el ruido desesperante de sirenas de patrullas, de bomberos o de ambulancias, no sé. Miro alrededor y veo algunos polvorines lejanos, no logró ubicarlos con exactitud pero es evidente que allí se han caído edificios.
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Bajo a mi departamento, el celular sigue sin señal, pero por fortuna la red de mi casa funciona aunque el módem quedó enterrado debajo de un librero. Entro a Twitter y empiezo a ver los videos de la devastación. Unas chicas graban desde lo alto de un estacionamiento cómo el temblor hace brincar los coches, prende las luces que parpadean al ritmo de la alarma y luego el edificio de enfrente se cae. La toma capta cómo sube la nube gris seguida del estruendo. El Sismológico Nacional lanza su tweet con la información: un temblor de 7.1 grados Richter, epicentro en los límites de Puebla y Morelos. Por eso se ha sentido tan fuerte en la ciudad, por la cercanía, aunque por la intensidad del primer jalón nos hizo pensar que fue de más grados. ¿Hasta cuántos grados tiene que ser para que sea un sismo y hasta cuántos para considerarse un terremoto?, recuerdo que pensé.
Una semana antes hubo otro temblor que devastó el Itsmo de Tehuantepec, en particular Juchitán, pero que se alcanzó a sentir bastante fuerte en la Ciudad de México. Fue de 8.1 grados Richter, con epicentro en el Itsmo donde sí hay sensores que avisaron a la ciudad así todos salimos casi a la medianoche a atestiguar y sentir en carne propia un temblor. Allí, en medio de la calle, con la respiración acogotada, el tiempo se hizo laxo y parecía que el temblor no iba a parar hasta que no acabara de tirar media ciudad, como en 1985. A diferencia del 85, ahora la ciudad tiene mejores construcciones y otras medidas de seguridad, por ejemplo, hubo algunas fugas de gas, pero no explosiones o incendios. Sin embargo aún hay edificios viejos que no aguantarán otro temblor de estas magnitudes. Juchitán quedó devastado por eso Peña Nieto se fue muy temprano ese día para allá… pero ya en el aire le avisaron que acababa de temblar en la Ciudad de México y el avión (el que rifó y malbarató AMLO) dio vuelta para aterrizar en la base de Santa Lucía (hoy AIFA).
Empiezan a circular las noticias de que el Metro ha dejado de funcionar y muchos tienen que caminar en medio de la avenida como en un éxodo zombie para salir de allí y llegar a sus casas. Más tarde, en la explanada de la delegación Cuauhtémoc se ha improvisado un centro de acopio y se necesita de todo. Busco en mi casa algo que pueda servir pues vivo cerca y puedo ir rápido. Llevo alcohol, algodón, aspirinas, paracetamol y otros medicamentos básicos que se pueden necesitar con urgencia. Muchos otros empiezan a llegar con ayuda, sobre todo agua en paquetes de 9 o 12 litros. Anochece, estando allí veo pasar a Ricardo Monreal, entonces jefe delegacional, en mangas de camisa junto con su esposa mientras su equipo empieza a organizar las donaciones que necesitan las personas a las que han desalojado de sus casas; días después montarán albergues en los deportivos de la delegación.
Camino de regreso a mi casa pero no quiero regresar, me siento impotente. Tengo dos recuerdos de niño y uno es durante el temblor del 85: a mi madre aventándonos a mis hermanos y a mí (entonces de 4, 3 y 2 años) a los brazos de mi padre desde el tapanco donde dormíamos. La vieja vecindad colonial no se cayó pero, según cuenta mi padre, una pared se partió a la mitad, el hueco fue suficiente para que la declararan inhabitable y a nosotros damnificados. Luego, por la noche, recuerdo a mi padre y a los vecinos acarreando polines de una maderería cercana, y a mi madre y las vecinas improvisando camas para mal pasar la noche. 32 años después así imagino a mucha gente a la que se le ha caído o dañado su casa o en la angustia e incertidumbre de localizar a algún familiar. Una vez que fuimos Miguel Capistrán y yo a comer a su casa, Elena Poniatowska recordó frente a él que estaban en Veracruz cuando tembló en la capital, suspendieron la conferencia que Elena iba a dar allá y se regresaron lo más pronto posible. Cuando Miguel se bajó del taxi que lo llevó a su casa en la colonia Roma se encontró con que el edificio se había derrumbado con su hermana y dos sobrinitos adentro. Miguel entró en shock y se derrumbó en la banqueta a llorar.
Soy yo ahora el que llora, cuando llego a mi cama no resisto más y sale el nerviosismo con el que desperté, el estrés del temblor, la angustia y la impotencia, además siento un dolor que se aloja muy dentro de mi cuerpo… todo se junta y sale en ese llanto que no puedo controlar. Lloro y luego de un rato me duermo con un gran desasosiego. Al día siguiente, le llamo a Luis Zapata a Cuernavaca, él que huyó de la Ciudad de México por los temblores, ahora ha sufrido éste tan fuerte. Me cuenta que, en efecto, allá más cerca del epicentro lo sintió “fuertérrimo”, casi entró en pánico, alcanzó a ponerse en la puerta de su departamento pero ya no pudo bajar las escaleras porque el movimiento tan brusco no le permitió poner el pie en el primer escalón. Me tranquiliza saber que Luis está bien, la llamada nos ha servido a los dos para chacotear y sabernos tranquilos.
Leo un tweet en el que solicitan bolsas para la comida en el Jardín Pushkin de la colonia Roma. Yo tengo muchas bolsas que puedo organizar y llevar, pienso, además el parque me queda cerca. No es buena idea tomar el transporte público, varias calles están cerradas, se le ha pedido a la gente que no salga en coche para no obstruir a los servicios de emergencia. Yo puedo ir caminando sobre Bucareli, calculo que estaré allí en unos 15 minutos. Me alisto, preparo las bolsas en una bolsa más grande y salgo aprisa. En el trayecto veo varias camionetas con redilas que llevan picos y palas a toda velocidad, Bucareli está casi vacía, noto más coches en avenida Chapultepec cuando cruzo. Al entrar en avenida Cuauhtémoc las camionetas aceleran porque el parque ya está cerca y urge llegar. Llego yo poco después y busco dónde entregar las bolsas, hay mucha gente en todo el parque. Luego, casi de inmediato me veo en una cadena humana que se hace sin que nadie ordene nada, todos sabemos lo que tenemos que hacer: descargar esas camionetas y otros coches que llegan con comida, garrafones y botellas de agua, además de los picos y palas. Se organizan varios módulos para separar la ayuda: aquí el agua, allá la comida, en otro lado la herramienta, en otro el alimento para mascotas.
El jueves, un amigo, Román, me escribe por WhatsApp que en la Obrera necesitan electrolitos y que él tiene varias botellas de Gatorade grandes, me pregunta si los podemos ir a dejar al Jardín Pushkin y que de allí las lleven a la Obrera, pero le propongo que mejor las llevemos directamente porque seguro tardarán en llevarlas y urgen. Así que nos vamos en Metro, bajamos en San Antonio Abad, no se ven muchos coches por Tlalpan, la gasolinería de la esquina también está sola y la calle oscura pero nos adentramos hasta llegar. En Bolívar y Chimalpopoca, se ha caído una fábrica de costureras, que recuerda la tragedia de las costureras de 1985, allí muy cerca. El tránsito está cerrado en Chimalpopoca, la única entrada y salida es por Lucas Alamán. Hay bullicio por tanta gente que ayuda, en una esquina hay un Elektra, que tiene una entrada amplia y ahí se ha instalado la tienda de víveres. El ejército tiene la zona acordonada para proteger a los rescatistas, la presencia de los soldados es discreta, no ayudan pero tampoco estorban. Román se queda separando unos botes que sirven para sacar el escombro. Hay demasiada comida, muchísima, así que piden ya no llevar ni recibir más, porque además ya nadie quiere comer. Poco después llega una chica en su camioneta con más comida, le explico que ya no podemos aceptarla. Justo entonces llega un tweet pidiendo comida para un lugar de Coapa, ella me dice que la puede llevar allá sin problema y alguien sugiere que se lleve más comida de aquí. Ponemos manos a la obra y le ayudo a subir cajas grandes de huevo hasta que su camioneta queda llena, toma nota de la dirección y se va lo más rápido que puede. Empieza a caer la noche, encienden unas lámparas enormes para seguir trabajando en la oscuridad y se siente la prisa, el acelere de que tenemos poco tiempo para sacar a las personas de allí.
El viernes ayudo en el Parque México, en una carpa organizando el alimento para mascotas. Me sorprende mucho ver así la colonia Condesa, toda a oscuras, la Casa Refugio Citlaltépetl ahora no funge como refugio para escritores perseguidos sino para los propios vecinos. El ejército tiene acordonado Ámsterdam, no puedo pasar a la cuadra donde vive Fernando Vallejo porque en la esquina se han caído dos edificios, uno en contraesquina del otro. En una de sus novelas, Vallejo cuenta que el piano que tenía en su departamento salió volando por el ventanal cuando el temblor del 85, así que una vez dije eso en una comida en su casa, viendo el piano allí enfrente, David Antón me miró con desconfianza y me dijo: “No le creas todo a Fernando”.
El sábado no puedo más, estoy agotado física pero más mentalmente, todo lo que he visto y sobre todo he sentido con las personas que he convivido estos días me provocará una profunda depresión las siguientes semanas. Meses después camino por la ciudad y reconozco los edificios dañados o caídos: en Medellín y San Luis Potosí abajo había una señora que vendía quesadillas, donde comí varias veces porque un tiempo trabajé allí cerca. En la glorieta de Etiopía, a un edificio el movimiento le tiró la fachada y así quedó registrado en un video, todavía hoy el edificio está abandonado. Saliendo del túnel del metro hacia la estación San Antonio Abad, del lado izquierdo, una mole blanca la fueron demoliendo poco a poco. Aún hoy puedo reconocer los lugares, qué había y qué se cayó. Algunas de nuestra tragedias se cuentan en días o en años, como el 68 (por ejemplo, Luis González de Alba tituló su libro Los días y los años), pero los temblores se cuentan en minutos o segundos porque la tragedia sucede más rápido, en un momento exacto todo se trastoca y todos recordamos ese instante en que nos tomó por sorpresa, son esos minutos, esos segundos de vida o de muerte.