Más Información
Ken Salazar resalta colaboración de México-EU contra cambio climático; refuerza el liderazgo de América del Norte en la lucha
Erradicación de la violencia de género, prioridad de Olga Sánchez Cordero; aboga por la igualdad desde la infancia en congreso 50+1
Jueces y magistrados acusan registros “inflados” en inscripción a elección judicial; exigen transparentar listas de aspirantes
No tenemos la seguridad de que sea un chiste, pero sí sabemos que se trata de una leyenda: Es 1976 o 1977, un hombre japonés está en un bar de la Ciudad de México frecuentado por escritores, acompañado de un académico de quien es colega en cierta universidad. El colega mexicano se despide y poco después “un caballero de cierta edad se sentó a su lado y comenzaron a hablar en francés”. Hablan sobre escritores mexicanos. El japonés elogia al autor de Pedro Páramo y lo destaca: “debería estar en el centro mismo de la literatura latinoamericana”. El mexicano le responde: “Yo soy quien escribió esa novela”. El mexicano es Juan Rulfo y el japonés es Kenzaburō Oē, quien en esa época fungía como profesor invitado en El Colegio de México y que recibiría en 1994 el Premio Nobel de Literatura.
Esta historia es citada por el investigador y especialista en Oē, Manuel Cisneros Castro, su referencia es el libro de entrevistas de Mariko Ozaki, Oē Kenzaburō, el escritor por él mismo, donde también afirma el japonés que de entre las obras latinoamericanas que a principios de los años setenta se estaban traduciendo al inglés y al francés: “la que pensé que era la mejor obra fue la mexicana Pedro Páramo, una novela impresionante en la que tanto los muertos como los vivos respiran el mismo aire y llevan una vida; me pareció extraordinaria”.
Hay otras referencias que testifican que consideraba a Juan Rulfo como uno de los diez mejores escritores del mundo y que su viaje a México estuvo inducido, en parte, por la lectura de la obra del autor jalisciense. Aunque la comprobación mayor puede hallarse en la propia obra de Oē, donde abundan motivos de un realismo triste y oscuro, no un pesimismo sino un simple saber que las cosas pueden ir siempre mal porque la naturaleza humana las conduce hacia ese ámbito, y donde, de igual manera, ofrece la posibilidad de aferrarse a unos cuantos momentos de felicidad.
La influencia de Juan Rulfo en otras órbitas culturales y en sus escritores es innegable. Claro, al igual que Borges, se trata de un escritor con un estilo tan particular y, peor aún, con tan poca obra, que imitarlo es imposible (por suerte). Aún así, muchos necios lo han intentado, con la previsible consecuencia de que su obra ha quedado en el camino de la literatura mexicana como meros remedos. Para cualquier escritor en ciernes, es mejor, como decía Monterroso sobre Borges, leerlo para después, inmediatamente, tratar de olvidarlo. Es decir, sostener la influencia como un recuerdo soterrado. Eso sí que podemos verlo, como acabamos de declarar con respecto a Oē: la influencia de Rulfo en otros ámbitos es más la de una manera de ver el mundo, se basa en tener claro el absurdo de toda gran obra humana y de volver la mirada a los breves milagros.
No es el espacio de este texto el de las influencias en América, pero mencionaremos sólo dos insoslayables, pues, volviendo a Borges, este llegó a expresar que consideraba a Pedro Páramo como “una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”. Quizá, incluso, por su brevedad, característica de la que también disfrutaba el argentino a la hora de confeccionar su propia obra.
Se ha hablado en otras partes de la mutua admiración que estos escritores se tenían y del famoso diálogo que tuvieron frente a testigos en México, en 1973, citado aquí por Alberto Vital.
Borges: Imagínese Don Juan lo desdichados que seríamos si fuéramos inmortales.
Rulfo: Sí, después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo.
Borges: Le voy a confiar un secreto, mi abuelo el general decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro; sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.
No deja de resultar extraño que las palabras que profieren se parezcan a las de sus propios universos narrativos, pero cosa más raras se han visto, como el hecho de que murieran ambos en 1986. Y Rafael Olea Franco ha postulado el posible diálogo a distancia y la mutua influencia que pudieron tener en su ensayo “Borges y Rulfo: otro diálogo posible”, donde habría una relación intertextual directa entre “Hombre de la esquina rosada”, del primero, y “La Cuesta de las Comadres”, del segundo, así como del peso todo de Pedro Páramo en la literatura del argentino, quien habría de seleccionar y prologar la novela para aquella famosa colección que quedó trunca tras su muerte, titulada Biblioteca Personal, que iba a constar de cien volúmenes, pero sólo se publicaron sesenta y seis, y donde el único otro mexicano es Arreola.
Lo sé, García Márquez es de casa, pero también fue colombiano. Y su universo narrativo de Cien años de soledad tiene una impronta indudable del mundo rulfiano. Comala, Macondo, palabras que son verdaderas primas. Y los parecidos no terminan en los nombres. Hay una declaración de principios similar en ambos textos, es decir, una América exhuberante, profunda, salvaje y cargada casi de manera natural de lo sobrenatural. Se dice en la prensa que García Márquez leyó Pedro Páramo dos veces seguidas cuando logró hacerse con la novela, y que comparó la conmoción de su lectura a la que le provocó leer La metamorfosis, de Kafka, y que dijo que para él era “si no la más larga, si no la más importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana”.
Al otro lado de lo que Carlos Fuentes llamó “el territorio de La Mancha”, Enrique Vila-Matas incluyó a Juan Rulfo en su ya proverbial libro Bartleby y compañía. En este misceláneo volumen entre el ensayo y la ficción, se ocupa de aquellos escritores que pudiendo escribir dejan de hacerlo, que renuncian a la literatura, como fue el caso de Rimbaud. En torno a Pedro Páramo ha dicho para la revista Letras Libres: “me paraliza, quizá porque leerlo fue una experiencia literalmente extraordinaria, parecida a la que tenemos cuando un sueño es tan intenso —más intenso que la vida— que acaba convirtiéndosenos en incomunicable para los demás […] cuando la leí, sentí que me había quedado aún más solo de lo que sentía que estaba, aunque extrañamente en comunidad, quizás en la comunidad de lo indecible”.
Maestro de la brevedad en sus novelas, aunque con el paso de los años estas han ido cobrando una mayor longitud, Vila-Matas debió aprender de lo indecible que vio en la novela de Rulfo que podía hacerse a un lado para que sus personajes y sus trasuntos no vivan en el interior de lo que no es comunicable sino por una ruta que le es más conocida, que se le da con enorme facilidad, la de aquello que nos resulta desconcertante, ahí donde lo familiar se descarrila. Es imposible asegurar que la lectura de Pedro Páramo le ayudó a colocarse en ese lado de la ficción que no es literatura fantástica sino de la extrañeza, una literatura donde las más raras y literarias situaciones se desenvuelven en la realidad con la naturalidad de quien cruza la calle con una ejemplar de Pedro Páramo bajo el brazo. Pero basta leer cualquiera de sus obras para estar a punto de aseverarlo.
Otro receptor del Premio Nobel en Literatura, pero ahora el de 1999, Günter Grass (esto lo atestiguó Guillermo Sheridan), se encontró con Rulfo en la librería El Agora de la Ciudad de México y lo llenó de elogios con vehemencia: “usted es mi maestro, Herr Rulfo, y vine a México para conocerlo” y “usted es el más grande escritor”. Es más conocida la ocasión en que Rulfo y Grass cerraron el festival Horizonte 82, en Berlín, leyendo tres cuentos de El llano en llamas, alternando las versiones en castellano y en alemán. Rulfo pidió a Grass que le prestara sus anteojos para poder leer y luego exclamó que por fin podría leer con los ojos de Grass.
En concreto, se sabe que la admiración literaria era mutua. Y que la influencia de la obra de Rulfo en la visión histórica de Grass fue determinante (no así, claro está, en su aliento, ya que el alemán acometió novelas larguísimas que tienen por pretensión lo poliédrico), pero quizá en la manera de afrontar su tema obsesivo: la memoria de una nación, el complejo mundo pretérito de Alemania. Por supuesto, la memoria es también un tema de Pedro Páramo, ya que los muertos parecen obsesionados con recordar. Es su manera de vivir, es lo único que les da sentido si no pueden descansar.
Estos sólo algunos ejemplos de lo que Pedro Páramo y Juan Rulfo han desatado en el mundo. Se piensa que es uno de los autores mexicanos más traducidos, comentados y estudiados. Si hubiera vivido en nuestros tiempos es muy probable que no tuviera redes sociales pero que todos estuviéramos dispuestos a asegurar que su obra y su persona se han vuelto virales.