“El travelling es una cuestión moral”. La frase, acuñada por Jean-Luc Godard en el texto Montaje, mi bella preocupación (Cahiers du cinéma, 1959), referencia un principio ligado al ideario de los críticos que posteriormente conformarían lo que hoy conocemos como la Nueva Ola Francesa: la técnica en el cine no es un medio exclusivamente en función de la eficiencia narrativa, sino una decisión con implicaciones éticas y filosóficas.

El travelling o Dolly –un movimiento de cámara cuyo desplazamiento físico se da generalmente sobre ruedas o rieles– no es un mero recurso para seguir la acción o embellecer una escena, sino una opción consciente sobre cómo conducir la mirada del espectador y representar la realidad. El cineasta decide qué mostrar, qué ocultar y cómo relacionar los elementos dentro del encuadre en el tiempo y el espacio. La elección proyecta la perspectiva del director sobre lo que es importante, verdadero o justo. Filmar no es un acto pasivo: el director no puede fingir neutralidad, porque cada movimiento de cámara es un juicio, un cuestionamiento, una toma de posición ante el mundo. La estética es discurso; un acto moral, pues.

Adolescencia, dirigida por Philip Barantini, realizador de la subvalorada Chef (Boiling Point, 2021), asume con orgullo el paradigma de Godard. Estructurada en cuatro capítulos de alrededor de una hora, cada uno filmado en un único plano secuencia, la miniserie gira en torno al arresto de Jamie Miller (Owen Cooper), un joven de 13 años acusado del asesinato de su compañera de clase, Katie Leonard. A diferencia del grueso de las narrativas detectivescas que saturan el streaming televisivo actual, obsesionadas con los procedimientos policiacos utilizados para descubrir quién fue el verdadero autor del crimen, la culpabilidad de Jamie queda establecida desde el primer episodio. La prueba es irrebatible: un video tomado por una cámara de seguridad que exhibe como apuñala siete veces a su víctima. El interés de los realizadores no radica en resolver el misterio de quién lo hizo, sino en explorar el estado emocional de Jamie, así como el impacto del crimen en la comunidad misma.

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Si bien no logra evadir del todo el exhibicionismo muscular y narcisista que asociamos con el uso moderno del plano secuencia, el virtuosismo técnico de Adolescence nos obliga a entender al monstruo. Los cortes elípticos tradicionales crean espacios mentales para elucubrar escenarios y cuestionar la veracidad de lo sucedido; el plano secuencia, en cambio, sitúa al espectador en el vértigo del momento. La experiencia inmersiva magnifica el tour de force de las actuaciones, en especial las del debutante Cooper (impresionante) y la de Stephen Graham, inolvidable como el padre confundido que intenta sacar adelante a lo que queda de su familia.

El diagnóstico de Adolescence es devastador. “Se necesita un pueblo para criar un niño”, reza el refrán popular. Padres, maestros, compañeros, todos, en mayor o menor medida, son corresponsables de la alienación de Jamie. El apunte de mayor resonancia en el público ha sido el señalamiento de la capacidad destructiva de las redes sociales, sobre todo el referente a la “machósfera”, término utilizado para describir a los ecosistemas en línea integrados por misóginos resentidos y célibes involuntarios (incels) donde predominan discursos de violencia contra las mujeres.

Créditos: Netflix
Créditos: Netflix

Ahora bien, ¿qué tan inédita es la agresividad que parece caracterizar a los adolescentes de 2025? Olvidamos, con frecuencia, un hecho fundamental: la adolescencia es un fenómeno reciente. Las transiciones entre la infancia y la vida adulta solían ser más abruptas. El término fue introducido por el psicólogo G. Stanley Hall, autor del libro Adolescence (1904), donde la describió como una etapa de "crisis y tormenta", marcada por cambios físicos, emocionales y sociales. En muchas culturas preindustriales, los jóvenes pasaban directamente de la infancia a las responsabilidades adultas (trabajo, matrimonio) sin pasar por un periodo intermedio prolongado. Con el advenimiento de la revolución industrial en el siglo XIX –y el consecuente aumento de la escolarización obligatoria y los cambios en las estructuras familiares y económicas–, los jóvenes experimentaron un mayor tiempo de preparación antes de asumir roles adultos. No fue sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial, en las décadas de los cuarenta y cincuenta, cuando la adolescencia se consolidó como una dinámica cultural visible.

Al ser un microcosmos del orden adulto de Occidente –tan marcado por la diferenciación entre ganadores y perdedores-, la adolescencia siempre ha sido un universo donde el acoso, el rechazo y la indiferencia son constantes prevalecientes, rara vez la excepción. La miseria se transmite de una generación a otra. Basta observar el lenguaje corporal de los maestros frente a los niños en el segundo episodio de la serie, más cercano al nerviosismo de un soldado que sufre de estrés postraumático tras recordar la batalla que al de un tutor preocupado por ayudar a las nuevas generaciones. Su labor académica se reduce a reproducir videos e interactuar lo menos posible con los alumnos. Los detectives tampoco son inmunes al miedo. Tras intercambiar anécdotas sobre cómo lograron sobrevivir la adolescencia, ambos policías concluyen que la escuela es una mierda, un lugar donde todo huele a vómito y terror.

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Estrenada apenas el 13 de marzo, Adolescence ha atraído a cerca de 100 millones de espectadores, lo que la perfila para convertirse en la serie más vista en la historia de Netflix. Quizá los escritores de la serie -Jack Thorne y el mismo Graham– subrayen con crayón algunos aspectos de las “guerras culturales” que definen estos años (la mención a Andrew Tate, el gurú de la masculinidad tóxica, por ejemplo), pero nunca caen en el sermón o en la condescendencia de idealizar al adolescente como un ser inocente contaminado por el contexto y la “maligna tecnología”. Por el contrario, como lo evidencia el intimidante interrogatorio que conforma la parte central del tercer episodio, Jamie dista de ser una mera víctima de las circunstancias. Quizá la omnipresencia de las redes sociales intensifique la humillación adolescente a grados insoportables, pero los chicos, aceptemos, jamás han estado bien. No realmente.

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