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En La esposa del Presidente (Bernadette, Francia, 2024), deliciosa ópera prima de la parisina hija de madre novelista (Marie Fitoussi) y padre periodista político (Nicolas Domenach) vuelta privilegiada cuanto divertida cineasta autoral de 40 años Léa Domenach (TVfilm previo: Ni Dios, ni amo, ni accionista 19), con guion suyo y de Clémence Dargent, la púdica y todoaguantadora señora anticuada Bernadette Chirac (Catherine Deneuve ya octogenaria) se ve decepcionantemente relegada a un segundo término en el instante mismo en que su narigudo cuanto narcisista marido el archimanipulado líder torpe de la derecha Jacques (Michel Vuillermoz sensacional autoirrisorio), a quien siempre ha discretamente apoyado desde atrás y desde la sombra autonegada, aparece triunfante a solas en un balcón del Palacio del Eliseo para agradecer las aclamaciones por su elección como Presidente de Francia en 1995, arrebatándole el poder a los socialistas, en gran medida gracias al auxilio de su brillante hija malcasada Claude (Sara Giraudeau), al lado del canoso secretario general alucinado pero próximo primer ministro Dominique de Villepin (François Vincentelli) y en contra del arribista exministro traidor Nicolas Sarkozy (Laurent Stocker), e incluso del chofer futuro delator (Lionel Abelanski), aunque ocultando la existencia de una doliente hija anoréxica en perpetua hospitalización Laurence (Maud Wyler), pero la primera dama francesa decide jugar su rol secundario de manera insolente, jamás callada y pronto reivindicadora, alegando el beneficio del tren de alta velocidad para el pueblaco de Corrèze en cuya campaña municipal predomina, irrumpiendo en las sesiones de gabinete para manifestarse contra un costoso abuso de poder (y teniendo razón a la larga sin que se le reconozca) y aceptando que se le asigne como asesor personal al reputado inútil Bernard Niquet (Denys Podalydès), quien sin embargo logra cambiarle su imagen pública, con lucidores atuendos informales y codeándose con ídolos juveniles en sus territorios, y volverla una figura popular por encima de su propio marido mediocre, al grado de invitar a su Corrèze a la mismísima Hilary Clinton sin pasar por el Eliseo y orillar al pronto infartado Jacques a crear un Frente Popular para apabullar a la fortalecida ultraderecha racista en la segunda vuelta de las elecciones de 2002, resignándose a ser ella quien dé el espaldarazo al odioso lambiscón insistente Sarkozy para sostener a su partido en el poder en los lamentables comicios del 2007, dando una y otra vez insignes pruebas contundentes del subrepticio empoderamiento como gran dama, en medio de una total irreverencia femipolítica.

La irreverencia femipolítica establece en profundidad un extraño parangón con las fábulas de Brecht, al situarse en una seductora tierra de nadie entre el frenético drama La irresistible ascensión de Arturo Ui y el relato de La vieja dama indigna tan conmovedoramente filmado por René Allio (65), con una excelsa y matizada Deneuve fassbinderianamente arrancada a las Mujeres al poder de Ozon (10), y sin miedo ni pudor para utilizar ostentosa e irónicamente recursos artificiosos tan espectaculares como esos conductores intermezzi corales catedralicios a modo de operáticos desenfrenos subtitulados con caracteres góticos (cual si se tratara de los recitativos-rap de la egregia biopic Jeannette, la infancia de Juana de Arco de Dumont 17) y sendos fundidos hilarantes de la realidad documental de archivo con la irrealidad ficcional en las mismas imágenes amañadas (a lo Zelig de Allen 83, o Forrest Gump de Zemeckis 94).

La irreverencia femipolítica se manifiesta y estalla, cual si estuviese removiendo cenizas que echaran más chispas que humo, en secuencias burlona y extravagantemente excesivas como el leit motiv de la tortuguita alter ego de la primera dama en su hábitat de obsequio o en el jardín (mimada, orinada, atesorada), los voluntarios desfiguros escandalosamente fotografiados y difundidos de Bernadette en una discotheque con al impresentable joven deportista forzudo Daniel Douillet (Artus) en vista de que la mayoría de los idolatrados cantantes juveniles son de izquierda, la furibunda rabieta del mandatario Chirac al descubrir en la TV a su esposa insumisa paseando del brazo de Hilary Clinton por las calles medievales del inlocalizable cantón de Corrèze, el despectivo recadito de la heroína (“¿Te largas o te echo”) al insufrible Sarkozy durante la sesión de firmas de su libro autobiográfico (con nombre cambiado por decisión conyugal porque Memorias de una tortuga resultaba demasiado agresivo), la sincera disculpa de la poderosa madre a su hija Laurence por haberla usado para edificar consensualmente un hospital para el tratamientos de enfermedades incurables como la suya, la triste efigie desnuda de Jacques al afeitarse matinalmente ante el espejo (y ante el reflejo sarcástico que le ofrece su amantísima esposa), o la doblegada reunión supersimbólica última en un confesionario sacerdotal con el inextirpable Sarkozy ya virtualmente victorioso candidato presidencial en para que la hipercalculadora le ofrezca de motu proprio el apoyo público que su rencoroso marido emocionalmente lastimado insiste en negarle (“Siempre pensé que la parte más fuerte del clan Chirac eras tú”).

La irreverencia femipolítica ha conquistado desde su primera secuencia un tono de casual comedia ínfima que nunca habrá de abandonar, ni en sus más álgidos momentos y convulsiones dentro de la alta política francesa, como si todo se hubiese reducido al absurdo cordial y comprensivo, hipócritamente amable y rebosante de guiños de ojo, ¿sería la película en su conjunto un simple guiño de ojo, o una complejísima operación de insolencia?, entre la maliciosa burla entrañable y la compasiva sátira familiar.

Y la irreverencia femipolítica culmina con la añosa Bernadette lanzando una mirada pícara a las cámaras (“Nunca he hecho nada sin la aprobación de mi marido”).


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