Son innumerables las obras de arte realizadas bajo el totalitarismo del siglo XX, pruebas de resistencia donde el amor a la belleza y el dominio de la víctima sobre su libertad artística e intelectual, acabaron por perdurar, imponiéndose a sus verdugos. Dos ejemplos se me vienen a la cabeza: la composición del inusual cuarteto del francés Olivier Messiaen (1908–1992), quien cayó preso de las tropas alemanas en 1940. Entre los prisioneros en el campo donde fue recluido, había un chelista, un violinista y un clarinetista, y con Messiaen al piano, el cuarteto fue compuesto por él mismo para los instrumentos allí disponibles y estrenado en el mismo campo, el 15 de enero de 1941, en uno de los momentos más emocionantes en la historia de la música occidental. El Quatuort pour la fin du temps, compuesto por un prisionero católico, es una extraña obra maestra, tanto por lo que se escucha, como por el peso de las condiciones en las que fue compuesto, acaso sólo equiparables, en una situación distinta, a las sinfonías de guerra de Dmitri Shostakóvich.

Recuerdo también las conferencias sobre Marcel Proust dadas, desde otro campo de prisioneros, pero en la URSS, por Józef Czapski (1896–1993), uno de los pocos oficiales polacos sobrevivientes de la matanza de Katyn en 1940. Dice el propio Czapski, quien redactaba exactamente mientras Messiaen componía su cuarteto confinado en la Baja Silesia: “Este ensayo sobre Proust fue dictado el invierno de 1940–1941 en un frío refectorio de un convento que nos servía de comedor de prisioneros en Grazowietz, en la URSS. La falta de precisión de estas páginas se explica por el solo hecho de que yo no poseía ningún libro referido a mi tema. […] Yo pensaba entonces emocionado en Proust, que se habría sorprendido mucho al saber que unos prisioneros polacos, tras toda una jornada pasada en la nieve y el frío, escucharan con intenso interés la historia de la duquesa de Guermantes, la muerte de Bergotte y todo aquello de lo que yo podía acordarme de esos mundos de preciosos descubiertos psicológicos y de belleza literaria” (Proust contra la decadencia, 2012).

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Un tercer ejemplo. Tatiana Gnedich (1907–1976), también sobrevivió a los rigores totalitarios y a la Segunda Guerra Mundial, muriendo en Tsárskoye Seló –la ciudad de Pushkin– cerca de San Petersburgo, tras la prisión y el Gulag, según cuenta Efim Grigoriévich Etkind (1918–1999) en La traductrice, el relato de la vida y penurias de la traductora del Don Juan, de Lord Byron, al ruso.

Etkind, discípulo y colega de Gnedich, merece unas palabras. Filólogo y teórico de la traducción, traductor él mismo de poesía europea al ruso, fue corresponsal de Andréi Sarajov, defensor público de Solzhenitsyn, dio su testimonio a favor de Joseph Brodsky en 1964 y participó en la edición en samizdat –publicación artesanal clandestina– de las obras del propio Brodsky, Premio Nobel en 1987. Expulsado de la URSS en 1974 se refugió en Francia donde fue uno de los coautores de la monumental Histoire de la littérature russe (1988), donde cada una de las páginas críticas escritas por Etkind son una joya de erudición y empatía.

Gnedich era la bisnieta de Nikolai Gnedich (1784–1833), el primer traductor al ruso –en hexámetros dactílicos– de la Ilíada, considerada una obra maestra de la lengua que pocos se han atrevido a tocar. Apasionada de la literatura inglesa, con un francés fluido, Tatiana nunca salió de su país a pesar de haber sido arrestada en 1945, acusada de estar “en inteligencia con el enemigo”, porque la traductora de Lord Byron se denunció a sí misma. Se arrepintió de solicitar su ingreso al Partido Comunista de la Unión Soviética por considerarse moralmente inconsecuente. Sorprendidos, quienes la estaban afiliando, le preguntaron por qué y ella confesó haber hecho algunas traducciones para la embajada inglesa con el ánimo de obtener una beca para estudiar en Londres. Pronto se dio cuenta que esa sola ilusión calificaba como traición a la patria. Los comisarios encuestadores estuvieron de acuerdo y fue condenada a diez años, pero apareció un Barba Azul –arquetipo de quien secuestra mujeres– quien pudo retrasar dos años su viaje al Gulag.

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Resulta que su carcelero en la prisión de Chpalernaia era hombre letrado y conocía bien a Lord Byron y a su Don Juan. Permitió que Gnedich culminara su trabajo. Ella afirmaba saberse de memoria el poema. Incrédulo, el carcelero le dio unas hojas de papel y le pidió que escribiese el canto IX, el dedicado a Catarina II. Al día siguiente, la prisionera se lo leyó y el carcelero empezó a reírse de nervios. Le dijo que se merecía el Premio Stalin –Etkind anota que ese era el parámetro mayor para aquel buen hombre– y le consiguió la mejor de las celdas, con algunos diccionarios y las versiones de Lord Byron que pudo conseguirle.

Terminada la traducción del Don Juan en dos años, Gnedich fue convocada por su guardián y acusada formalmente de haber echado a perder la única máquina de la cárcel, motivo suficiente para que reanudase su viaje al Gulag. Antes, el carcelero le pidió tres copias de su traducción. La primera la guardó en la caja fuerte de la cárcel y la tercera se la dio a Gnedich, para que le sirviese de “salvoconducto”. La segunda, muy probablemente, se la quedó este Barba Azul byroniano, demasiado cultivado como para sobrevivir a la siguiente purga. Ella nunca se separó de su traducción que llegó a apestar tanto como las barracas del Gulag, según Etkind. Gnedich fue rehabilitada en 1956 y murió como una de las grandes traductoras rusas.

Libre, en Occidente desde los años setenta, Etkind decidió contar la historia de Gnedich en un breve relato, La traductrice, en la versión francesa de 2018, traducida del ruso por Sophie Benech. Cuenta el filólogo que cuando por fin se puso en escena, en 1976, el Don Juan traducido por ella, a la hora de los aplausos para el rol protagónico (Voropaïev), el director de la obra, Nikolay Akimov, llamó a subir al escenario a una dama con aspecto monjil, “encorvada, infinitamente cansada que apartaba la mirada del público, al parecer avergonzada mientras los asistentes se ponían de pie, el parterre incluido y redoblaban sus aplausos. Pero la sala enmudeció de pronto al ver vacilar a la mujer de negro y desplomarse en los brazos de Akimov, quien acabó por cargarla”. Gnedich había sufrido un infarto.

Etkind se preguntó si el público que pedía que subiese a la escena “el autor” en aquel año de 1976, sabedor de que Lord Byron había muerto en 1824, no quería aplaudir a la indomable traductora a la que se le fue la vida traduciendo el Don Juan, quien junto a Akimov, todavía lo adaptó para la escena, pues lo requiere ese enorme poema dramático.

Cuando le preguntaban a Tatiana Gnedich como había sobrevivido tantos años a solas con su Don Juan, dijo que sólo recordaba los versos que Pushkin le dedicó a su lejano ancestro: “Largo tiempo a solas con Homero has estado/ Largo tiempo hemos esperado a que regreses/ De misteriosas cimas al fin has descendido/ con tus Tablas de la Ley grabadas en piedra”.

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