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La ficción literaria suele definirse como la construcción de un mundo paralelo al real, pero sujeto a sus propias leyes. Un ejemplo estimulante para los jóvenes es Alicia en el país de las maravillas, en cuya obra se accede a un mundo imaginario que disuelve las coordenadas del tiempo y el espacio “de lo real” para acceder a un ambiente imaginario donde ocurren eventos extraordinarios.
Pero el problema radica en saber qué es la Realidad y, como no es posible tener un concepto universal del tema, se debe transitar a una “convención” circunstancial o de un acuerdo en un grupo social de personas, quienes establecen una frontera provisional entre ambas dimensiones.
Por eso en México los muertos y los vivos conviven entre los días 1 y 2 de noviembre y nuestra literatura es receptiva de semejantes disrupciones, como sucede en Pedro Páramo de Juan Rulfo, o en Haití, donde la magia y la religión estratifican la realidad, según los niveles de creencia y la alucinación de los feligreses, mientras que en el conjunto de Latinoamérica el fenómeno de lo “real maravilloso” ha motivado un conjunto de obras narrativas que parten del asombro de sus autores por la exuberancia de su naturaleza.
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En este contexto, la ficción y la realidad son conceptos inestables que corresponden a las etapas de creencia de las personas. Así, por ejemplo, las crónicas de la conquista de América pasaban por testimonios rigurosos de su tiempo, pero hoy las leemos como parte de la literatura fantástica. Lo mismo sucede con los tratados científicos de la antigüedad y la Edad Media y, ¿por qué no?, en esta suerte correrán las tesis más avanzadas de nuestros científicos actuales.
El asunto viene a cuento porque en la novela de Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre (Alfaguara, reedición de 2024), la crítica ha observado un conflicto entre la autobiografía, la no ficción y la “narrativa del yo” por su carácter testimonial, acaso un poco ambiguo, y por su indeterminación frente a los géneros literarios.
Lo cierto es que la escritura, a diferencia de la oralidad, tiene un carácter ficticio desde su mera enunciación, pues establece un tiempo y un espacio distintos al momento en que la expresión fue dicha, de modo que la lectura es una recreación ficticia de las situaciones que un autor imaginó y expresó. Por ello, se puede afirmar que más allá de los vínculos que se establezcan en una novela con datos reales del contexto del autor, siempre será ficción, porque todo es cuestión de establecer una perspectiva temporal.
Lo que no tiene nombre es una novela luctuosa que da cuanta del suicidio del hijo de la autora. Las páginas de esta obra son conmovedoras a pesar de la distancia, objetiva y documentada, que pretende imponer Bonnett para no ceder a la imprecación a la divinidad o al destino, por la muerte trágica de su hijo.
La Real Academia Española ya ha aceptado el neologismo “Huérfila” para definir a la mujer que es huérfana del hijo fallecido, pero las palabras por sí solas no bastan para nombrar un dolor que no termina con la desaparición física del ser amado, porque los vínculos afectivos arraigan en la memoria y, gracias a ella, quien ha muerto no desaparece del todo.
El pesar por un hijo que ha muerto pareciera ser una desgarradura que apenas cauteriza para volver a sangrar, pues, como lo expresara Hécuba al derrumbarse Troya, el dolor por la pérdida de sus hijos, la ha hecho eterna.