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"Un escritor tiene que ser un sismógrafo, sólo con el temblor de la tierra, sólo con la catástrofe". No hay espacio para lo discreto y lo decoroso. Esa sentencia, compartida a manera de post, es la puesta absoluta de una escritora de mil batallas, incómoda con una época donde la corrección política tiene el sartén por el mango. Por eso procura invertir el paradigma. Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) no se contenta con escribir novelas blandas y de fácil digestión, prefiere los retortijones en el estómago, que la víctima también sea victimario: una mujer violentada que ejerce violencia vicaria tras perder un juicio: le prende fuego a un granero y aprovecha la situación para secuestrar a sus hijos.
Perder el juicio (Anagrama, 2024) es una novela de duros reveses que no cede a la tentación del maniqueísmo, una obra con tono autobiográfico que la escritora no pretende maquillar, lo asume como una condición filosófica. Al igual que Ariana, su protagonista, Lisa Trejman, vive en una campiña francesa, es de ascendencia judía emigrada de Argentina y se ha enfrascado en un largo proceso legal. La diferencia es que Ariana no secuestró a su hijo cuando un juez decidió separarla de él. Esa es otra condición: “Escribí para no secuestrarlo, pero al mismo tiempo, debí desearlo, pensar en hacerlo siquiera, para poder escribir”.
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El proceso judicial, por razones evidentes, es un tema de interés para Harwicz, finalista del Man Booker International en 2018 y del Best Translated Book Awards en 2020. A partir de un juicio contra un hombre acusado de violación a una menor construyó Degenerado (2019), narrada desde la primera persona: un monólogo que aspira a encontrar los dramas de la vida humana: quiénes somos frente al público y quiénes en la soledad, bajo esa premisa también corre la novela Matate, amor (2012), un thriller campestre que Martin Scorsese llevará al cine, como productor, y que estará protagonizado por Jennifer Lawrence. Además, comparte que su más reciente novela tendrá una adaptación al teatro y al cine, dos campos artísticos en los que se ha formado.
En entrevista, Ariana Harwicz reflexiona sobre el papel de la justicia y las leyes, la relación del crimen con las condiciones materiales y el ambiente, los roles del cine y el teatro como un combo a los que sus libros se ciñe y dedica una pregunta a su pulsión crítica por la corrección política, que imanta a las redes sociales con el campo editorial.
Perder el juicio obedece a una doble sentencia: perder un proceso legal y perder la razón. ¿Fue intencional?
Esa sentencia, en efecto, tiene un doble sentido, es una doble visión de alguien que está alcoholizado, y creo que el arte debe aspirar a lograr ese efecto, al menos en mi escritura procuro que una construcción semántica tenga por lo menos dos acepciones. Perder el juicio responde a ese deseo de que nunca nada sea visto de una sola manera. En otras traducciones al francés, inglés o portugués, se difumina. Sí, Lisa pierde frente a la ley, pierde frente a la sociedad, pierde frente a los jueces y pierde frente a su propia mente, una cosa va ligada a la otra: pierde la racionalidad y el equilibrio, ese filtro con la sociedad que la mayoría conserva: no incendiamos la casa de nuestro vecino si nos molesta, no robamos a un niño si nos gustaría que fuese nuestro hijo, pero esas represiones sociales Lisa las pierde porque también la primera violencia fue ejercida frente a ella, los primeros violentos han sido los jueces, el sistema de justicia de ese país.
¿Pasaste por lo mismo?
A mí me tocó padecer la impostura de una época, un submundo judicial que supuestamente se dice feminista, pero tiene más cosas del siglo XIX. Una jueza que era más severa en su trato que los propios hombres, pero también un juez de apelación que no leyó el expediente y que decidió retirarme la tenencia de mi hijo. Fue un juicio de siete años, y tres meses que estuve separada de mi hijo.
Ese facilismo de llamar monstruo al criminal me parece una estafa
Ariana Harwicz, autora de "Perder el juicio"
¿Qué reflexiones en torno a la justicia se sustraen de la novela?
Se habla de la noción de universalidad en la justicia, aunque depende de cada país. Me han enseñado que la justicia es injusta, se aplican las leyes y los códigos penales, pero la ley no puede ver cada caso particular, sólo una justicia que pudiese examinar individualmente podría serlo, lo que es fácticamente imposible. Para la ley es lo mismo un millonario ladrón que un pobre ladrón, es lo mismo una mujer que se lleva a los hijos porque se los quitaron, que una mujer que maltrata a los hijos y se los lleva. En la novela hay una puesta burlesca y socarrona de la justicia, por eso para Lisa es justo secuestrar a sus hijos.
También se aborda la maternidad como algo controversial. Lisa dice: “Luché por tenerlos conmigo pero desde antes de nacer sirvieron a un solo fin, el fin trágico de una pareja”.
La composición está montada sobre la paradoja del amor a los hijos. Lisa lucha por tenerlos, pero no lucha como una madre santa y perfecta, inmaculada, una madre sin cuestionamientos, una madre así no tendría sentido, esa tentación de poner a la mujer como víctima me suena antiliterario, las mujeres también hacemos sufrir, constantemente entre nosotras. Para mí, la sed de aniquilación no tiene género. La carga dramática es un sentimiento de venganza entre los cónyuges, una revancha en la que de por medio están los niños. La maternidad, y la paternidad misma, se disputan ese conflicto de amor-odio a los hijos. Lisa y Armand batallan por los hijos como botín de guerra y, al mismo tiempo, se dicen el uno al otro que cada quien se quede con uno, se convierten en un arma. El pacto de un hijo, desde que nace, es destruir a una pareja. No es más que la ambivalencia del ser humano: quiero a mis hijos pero no los quiero.
Ese facilismo de llamar monstruo al criminal me parece una estafa
Ariana Harwicz, escritora
Hay resonancia con Degenerado, también presenta un juicio. ¿Qué cosas pone a flote un juicio?
Degenerado, por supuesto, es una novela marginal, que trabaja los dilemas de qué es ser un chivo expiatorio, el odiado de la sociedad, un outsider; ahora, esas rimas con degenerados están sobre el acto de una mujer que rompe con su familia. En la novela trato de pensar lo que pensó Dostoievski, Kafka o Bernhard: quién es el ser humano cuando es visto y quién es cuando no es visto, eso es apasionante, quién es ese hombre, esa mujer, que cede a la tentación y pasa al acto delictivo, ¿es un monstruo? Ese facilismo de llamar monstruo al criminal me parece una estafa, ese “monstruo” es el vecino, es el hijo de alguien, el hermano de tal, el amor de una persona. Nos creemos que nunca pasaremos al acto delictivo por más que lo imaginemos, nos decimos que no seríamos capaces de robar o de matar hasta que lo cometemos, y eso depende de las condiciones.
Matate, amor será llevada al cine por Martin Scorsese y Perder el juicio tendrá una puesta en escena, incluso dentro del libro hay diálogos teatrales. ¿Cuál es tu relación con ambas disciplinas? ¿Cómo comparten casa con la literatura?
Casi todas mis obras han estado intrínsecamente relacionadas con el teatro y el cine. Estudié muchísimo tiempo teatro y cine, vengo de esa formación en escuelas de dirección y de guion cinematográfico, de dramaturgia en la Escuela de Arte Dramático en la Argentina. En el imaginario que se me formó están esas disciplinas: el teatro y el cine como una única cosa, y eso se transmite a las novelas, la escribo pensando en armar una especie de combo “literatura-cine-teatro”, me parece que no los puedo diferenciar, a tal grado que cuando escribía dramaturgia me salía lo literario, decían que me faltaba aterrizar la palabra al escenario, falta cuerpo, me decían, y yo era toda palabra. Sí, el teatro es una maquinaria de la sinécdoque: la parte por el todo, se ve a un hombre mojado y pensamos que afuera está lloviendo; el cine es elipsis, es un fuera de campo, vemos una mujer en el campo y se escucha a un niño llorando. Mis novelas están hechas de esa materia.
Se construyen libros sostenidos en discursos ideológicos para encajar con la corrección política
Ariana Harwicz, escritora argentina
Vives en Francia desde hace más de una década. ¿Algún día se renuncia al idioma de los sueños?
Esa condición no se resuelve nunca, tampoco se puede resolver volviendo a tu país, porque, aunque lo hagas, ya estás desacomodada, ya formas parte de otra cultura, estás en una situación incómoda, con la mirada torcida. Eso siempre es así, aunque vuelvas a tu país y mueres ahí. Extranjero se es toda la vida, aunque te adaptes y asimiles, es casi como una condición filosófica que hay que aceptar.
El año pasado escribiste El Ruido de una época, una diatriba contra el papel del autor y lo políticamente correcto. ¿Qué pasa en la industria editorial? Veo una centralidad en las redes sociales.
Me parece que existe un apuro por publicar y las redes sociales son parte de esa celeridad y de esa centralidad, son los tiempos en que los escritores tienen una necesidad patológica de estar en el mercado, y entonces se construyen libros sostenidos en discursos ideológicos para encajar con la corrección política, un diccionario autoimpuesto. Pero sencillamente es imposible escribir sin ofender a nadie, es malsano que todos te quieran, pero ahora es es al revés, hay una propensión a ser otro en las redes y estar analizando cada palabra para que no te tachen. Antes, en los siglos pasados, el libro era un proyecto más ambicioso, una puesta absoluta que obedecía a su propia existencia, nacía con la necesidad de todo menos tener lectores, aunque es cierto que un verdadero libro remueve las entrañas de quien sea, pero no es porque se adapte a las posturas.