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Para Eloy, que ya baila eternamente con ellos
“La música más bonita, escucho todos los días, oyendo a Radio Lima, la de mayor simpatía” (Nota: léalo cantando y en voz alta, y arrastre la A final) tarareaba un coro como jingle con melodía tropical a través de las ondas de dicha emisora, luego conocida como Radio Cadena, hacia 1957, cuando se emitía el programa “Ahora y siempre, La Sonora Matancera”, dedicado exclusivamente a difundir la música de la fabulosa orquesta. Creada 33 años antes bajo la sombra de guapachosas palmeras cubanas, al ritmo de percusiones excelsas y sorbos traviesos de ron, su influencia había alcanzado ya a todo un continente ansioso y sediento. Ahí donde se hablase español, la anatomía respondería al lenguaje del son. Ahí donde no se hablase, tampoco necesitaría traducción.
Aquel mismo año llegarían por primera vez al Perú y serían como una aparición envuelta en fuego, apocalipsis con ángeles de trompetas o maracas, pero sin arpas, juicio final para los pecados que la cintura comete sin permiso: “El llamado “Satanás de Cuba”, Celio González, destacaba como cantante al lado del “Rey de la pachanga”, Carlos Argentino. Flautistas de Hamelin que hipnotizaban invocando amores, playas y soles caribeños frente a los ojos limeños, dolidos de niebla y cielo panza de burro. El infierno era una cuestión de ritmo y de fe. No había excomunión capaz de retar a un culto pagano que alegraba el cuerpo con una guaracha mientras nos hacía llorar con sus boleros.
Tras aterrizar en el antiguo aeropuerto de Limatambo, los matanceros fueron acompañados por cientos de seguidores a través de los ocho kilómetros que había de distancia hasta el Hotel Bolívar en el centro de Lima, que convertirían en bunker de gozo y pachanga durante su permanencia en la ciudad. Hasta allí fue llevado en hombros Celio González tras su performance en la Plaza de Acho –que incluyó “Amor sin esperanza”-, según recuerda Eloy Jáuregui en la crónica que le dedicó a La Matancera en su libro “Usted es la culpable”. Celio nació sin dos dedos en las manos ni dos en los pies –he ahí la razón de su apodo-, por lo que, cuando aquel “Satanás” pronunciaba sus encantamientos musicales, sus más fervorosos seguidores, Faustos dopados por la lujuria y el amor, decidían donarle sus almas: esperaban que, al regresar a las tinieblas, se las llevara con él. Quémame los ojos si es preciso vida/ Pero nunca digas que no volverás…
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Un día de 1509, vientos y azares llevaron a un navío con más de 30 hombres y 3 mujeres a la bahía de Guanimar. Pareció entonces no ser suficiente sobreponerse a las aguas caprichosas del Caribe y sus permanentes amenazas de naufragio. Allí se encontraron con un grupo de aborígenes que ofreció ayudarlos a cruzar el río. Confiados, y sin ninguna otra opción, los españoles aceptaron. Sin embargo, solo unos minutos después casi todos fueron salvajemente asesinados por los naturales. El hecho quedó en la memoria oral y los siguientes visitantes optaron por recordar los sangrientos acontecimientos bautizando aquel lugar con un nombre inconfundible: San Carlos y San Severino de Matanzas. En 1693 se establecería oficialmente como ciudad. Los santos Carlos y Severino, por supuesto, son convenientemente olvidados cuando se refiere uno a aquel terruño, tan rico en paisajes y horizontes como en posibilidades artísticas y sonoras. Desde entonces ha recibido distintos apelativos, sea por su geografía o por la avanzada cultural que agitó sus noches desde mediados del siglo XIX: “La Bella Durmiente”, “La Venecia Cubana”, “La ciudad de los puentes” o “la Atenas de Cuba”. Los ríos Yumurí, San Juan y Canimar, en su fluir inagotable, le obsequian los primeros ritmos a su pueblo: aquellos que calman la sed y dan vida a los cuerpos mientras esculpen la piedra sobre la que bailan ancestros y descendientes.
Cuatro siglos pasaron por la isla como pasan los tiempos geológicos por las rocas, las montañas y la tierra. Para inicios del siglo XX y tras la Guerra con España, no había ya cacique o virrey que gobernara el territorio, sino unos cuantos partidos políticos que, como hoy, pugnan por las preferencias de ingenuos electores. Uno de ellos, el Partido Liberal, de raigambre burguesa, era encabezado por Alfredo “El Chino” Zayas, presidente de Cuba entre 1921 y 1925. La sede de Matanzas de aquella formación política requirió, previo a las elecciones de noviembre de 1924, los servicios de una agrupación musical que amenizara sus reuniones y mítines e hiciera más grata la campaña.
Tras considerar la idea por algunos días, la tarde del sábado 12 de enero de 1924, Valentín Cané, tresero de entonces 36 años, reunió en su casa del número 41 de la calle Salamanca, entre las calles Jovellanos y Ayuntamiento -rutas de polvo y arena aun recorridas por carretas y pies descalzos- a un grupo de talentosos músicos locales para crear una agrupación que se llamaría Tuna Liberal. Con el tiempo dejaron la política de lado y eligieron como ideologías el danzón, el cha cha chá, el mambo, la guaracha, la rumba, el guaguancó o el son, discursos que no engañan ni confunden, manifiestos de la alegría y el furor. Así, en 1926 cambiarían de nombre a Sexteto Soprano, en 1927 a Estudiantina Matancera, que en 1930 se convirtió en Sexteto Sonora Matancera y en 1935 asumiría el definitivo Conjunto Sonora Matancera. Caribe soy de la tierra del amor/ de la tierra donde nace el sol…
Liderados por Rogelio Martínez y con el talento de Carlos Díaz Alonso, “Caíto”, en maracas y coros, Calixto Leicea y Pedro Knight en las trompetas, Ángel Alfonso Furias, “Yiyo”, en la tumbadora, Simón Domingo Esquijarroza, “Minino”, en percusión, Lino Frías al piano o Elpidio Raymundo Vásquez en el contrabajo, los matanceros hicieron bailar y apachurrarse a medio Lima. Cuenta el cronista Jáuregui que, tras desatar furores en el auditorio La Cabaña de Radio Victoria, los músicos se olvidaron del mundo durante una semana, perdiéndose entre cervezas, mariscos y faldas por las calles del Callao, con las olas del mar de Cantolao como salvaje percusión que acompañaba sus pasos liberados. El soundtrack estaba compuesto por los besos, los abrazos y la danza que su cofradía se prodigaba gracias a ellos. Los chalacos los admiraban como si hubieran invocado a los orishas desde sus aguas genuinamente ceremoniales: antes si quiera de haber hecho girar un vinilo, conocían a la orquesta por escucharla gracias a la onda corta, a través de la señal de Radio Progreso de La Habana. Aquellos heraldos de tormentas tropicales acababan de ser adoptados en el puerto más bravo del Perú. Cuando salí de Cuba/ dejé enterrado mi corazón…
En los años siguientes pasaron por la agrupación voces que marcaron la música tropical, y sus ecos son aún sangre bullente para las venas siempre abiertas de América Latina. Entre 1938 y 1961 hicieron una docena de películas, además de numerosas giras por todo el continente: además del Perú, Chile, Colombia, Argentina o Uruguay sacaron lustre a mocasines y tacos. En uno de esos viajes, en junio de 1960, viajan a México en un periplo sin retorno desde La Habana. La Revolución Cubana ya gobierna la isla y la gran mayoría de los músicos de la Sonora optaría por continuar sus carreras en el extranjero. Ellos llevaban la rebelión en caderas y pulmones: su Sierra Maestra era la médula espinal.
Hubo espacio en la Sonora y sus más de mil grabaciones para voces colombianas (Gladys Julio y Nelson Pinedo), mexicanas (Toña La Negra), dominicanas (Alberto Beltrán), puertorriqueñas (Bobby Capó, Daniel Santos, Carmen Delia Dipiní, Myrta Silva), cubanas (Celia Cruz, Bienvenido Granda, Celio González, Justo Betancourt, Vicentico Valdés, Miguelito Valdés, Olga Chorens, Rey Caney), venezolanas (Víctor Piñero), argentinas (Carlos Argentino, Leo Marini) o peruanas, como Rubén de Alvarado, que debutó en Nueva York en 1969 cantando junto a Justo Betancourt y permaneció 5 años junto a la agrupación, sin llegar a grabar con ellos.
De padre cubano y madre peruana, fue bautizado como Julio Jiménez Minaya, pero cambió al artístico Rubén de Alvarado en honor al automovilista Arnaldo Alvarado, ganador del Caminos del Inca y toda una estrella de las pistas a mediados del siglo pasado. En 1958, la suerte lo llevó a hacerle coros a Benny Moré en una visita a Lima. 10 años después, viajó a Nueva York con la orquesta de Freddy Roland. Allí lo vio y oyó Rogelio Martínez, que le propuso unirse a la Sonora como cantante de planta. Tras oírlo interpretar para él el bolero “Señora” como una prueba, quedó convencido. Debutó en agosto de 1969 y alternó con ellos hasta 1974. Aunque me cueste la vida/ sigo buscando tu amor…
“Sólo su trío de trompetas y sus tumbadoras les dieron a los países empobrecidos del Río Bravo para abajo, un estilo jadeante para respirar, un toque mañoso para tomar la sopa y un swing para caminar engorilados hasta que la tierra se canse de dar vueltas”, escribió Eloy Jáuregui –matancero de corazón, fallecido esta misma semana-, en una crónica que embriaga e hipnotiza solo con leerla. Y completa: “Además, la Matancera fue la universidad del vivir entre el hilo negro del pecado y el nylon de la virtud porque, amén de los extraordinarios cantantes que se pusieron por delante, siempre se acopló a esa melodía cotidiana de la filosofía de cualquier hijo del vecino”.
En el Perú de los años 50, si Los Panchos eran agua bendita y Los Embajadores Criollos el tanganazo de licor para llorar ausencias, La Sonora Matancera era perfume de presentes, combustible inmoderado para un fuego eterno.
Sus canciones trascenderían fronteras y distancias: En el juego de la vida (Daniel Santos en voz), Historia de un amor (Leo Marini), Angustia (Bienvenido Granda), Aunque me cueste la vida (Alberto Beltrán), ¿Quién será? (Nelson Pinedo), Total (Celio González), Caribe soy (Leo Marini), Cenizas (Toña La Negra), Los aretes de la luna (Vicentico Valdés), Piel Canela (Bobby Capó), Burundanga (Celia Cruz) o En el mar (Carlos Argentino) son solo algunos ejemplos de la amplia variedad de géneros y emociones con que La Sonora Matancera ha sido capaz de evangelizar a sus feligreses en 100 años de existencia. Cantando quiero decirte/ lo que me gusta de ti…
En 1987, demostraron que no solo en los límites del continente eran exitosos: reunieron a más de 240 mil personas en un concierto en la Plaza Santa Ana de Tenerife, en la última noche de carnaval. Con su debut allí, consiguieron una marca registrada por los Record Guinness.
Uno de los últimos grandes momentos de La Sonora Matancera se vivió la tarde del 1 de julio de 1989 en el Central Park, bajo un intenso sol neoyorquino, cuando las estrellas de su época dorada aún sobrevivientes se reunieron para celebrar los 65 años de la agrupación. Allí estuvieron Rogelio Martínez Díaz, Carlos Manuel Alfonso Díaz “Caíto”, “Yayo el Indio”, Celia Cruz, Celio González, Alberto Beltrán, Bobby Capó, Daniel Santos, Vicentico Valdés, Nelson Pinedo, Carlos Argentino, Leo Marini, Jorge Maldonado, Roberto Torres, “El Caminante”, Welfo Gutiérrez o Albertico Pérez. Fue un espectáculo maravilloso ante un público de todas las edades. Podría decirse, incluso, que fue la madre de todos los shows, obsequiado por la madre de todas las orquestas. También celebraron el aniversario con una presentación en el Carnegie Hall de la misma ciudad, aunque con un feeling muy distinto al del Central Park.
Sería, sin embargo, la última vez que podrían estar juntos, pues Bobby Capó fallecería de un infarto solo 5 meses después, Caíto partiría al año siguiente y, en 1991, Carlos Argentino, también de un infarto, mientras veía una carrera de caballos en su natal Buenos Aires, tres días antes de cumplir 62 años. Rogelio Martínez logró celebrar los 75 años del conjunto y gozaría de buena salud y memoria hasta el 2001, cuando falleció a los 95 años. Con permiso de los herederos de Martínez, Javier Vásquez Lauzurica, hijo de uno de los fundadores, Pablo Vásquez, “Bubu”, dirigió una nueva formación de la agrupación. El 2009 lanzaron un disco que mezclaba temas inéditos y antiguos, titulado Hay Sonora pa’ rato. Hoy, aunque los más tradicionales los consideran una agrupación apócrifa, cuentan con jóvenes voces nuevas y tienen como base de operaciones Las Vegas.
“¡Como los bíblicos panes y peces, los sones se han multiplicado de modo sorprendente en estos últimos tiempos en toda la isla!”, decía una revista cubana en los años 20 al hacer mención a La Sonora Matancera y destacarlos como una de las mejores agrupaciones de aquellos días. Hoy viven más allá de la nostalgia, de las fotos en sepia con rostros casi anónimos, más allá también de la memoria de salones, auditorios o teatros que, silenciosos hoy, evocan los humos que su rumba producía en paredes, suelos y cielos, en riñones y rodillas, en sudores y miradas, en cuerpos que hoy ya son fantasmas, pero con bailes aún pendientes. Hoy, sus más de mil canciones siguen ensayando pasos prohibidos por el olvido. Ya no estás más a mi lado, corazón/ en el alma solo tengo soledad/ Y si ya no puedo verte/ ¿Por qué Dios me hizo quererte?/ Para hacerme sufrir más.