Los clásicos son sometidos por cada generación a un nuevo escrutinio, como es del dominio público. Los tiempos transcurridos bajo cierta sombra los refrescan mientras que las conmemoraciones los exponen al hartazgo. Cuando Kafka cumplió cien años de nacimiento (mientras nosotros conmemoramos el centenario de su muerte) hasta Marcel Reich–Ranicki, el gran crítico alemán, se confesó fastidiado ante el autor de El proceso.

Un clásico al que nuestra época le sienta muy bien es Geoffrey Chaucer, quien murió, pasados los sesenta años, en octubre de 1400 y lo es, sobre todo, por la invención de la primera mujer novelesca hecha y derecha, Alison, la comadre de Bath, que hoy inspira (y es causa de controversia) a los feminismos antagónicos, al grado de ponerse por delante del resto de Los cuentos de Canterbury, escritos y publicados a fines de aquel siglo XIV.

Esa genial e inaudita “personaja”, dueña de sí misma tras cinco maridos, es tan imponente que a la más reciente y autorizada de las biografías de Chaucer (Chaucer. A European Life, Princeton, 2019), le ha seguido The Wife of Bath. A Biography (2023). Marion Turner, autora de ambos libros, ha decidido dar continuidad a los procedimientos del propio Chaucer: tras un prólogo, cada personaje narra su historia. Doy cuenta de la primera de las biografías.

Fue Chaucer uno de los primeros escritores modernos. Él y Boccaccio (1313–1375) se adentran tanto en el Renacimiento que ponen en duda la noción misma de Baja Edad Media. Cuando, ya curtido diplomático a las órdenes del rey Ricardo II, Chaucer llega a Florencia hacia 1373, poco faltaba para que muriesen lo mismo Petrarca que su discípulo Boccaccio, cuyos Cuentos de Canterbury son inconcebibles sin el Decamerón (1351–1353), aunque Harold Bloom afirmó que el certaldense se hubiese indignado de semejante progenitura. Muy lejos acabó Chaucer del ideal de vida solitaria de Petrarca y de la falsa estilización grecolatina del amor propia de Boccaccio, temperatura sujeta a enfriarse camino del norte.

Más que sus maestros de esa Italia que aún no existía sino en los sueños de escribir una nueva Eneida, Chaucer lo supo todo de la corte, adoptado por ésta desde pequeño y lo mismo ejerció de ingeniero, experto en el comercio internacional de telas y soldado, cuando fue requerido. La gente de Londres, por esa translatio imperii característica del Medioevo que significaba el saqueo, el pasado con propósitos míticos, se sentía verdaderamente “troyana” y Chaucer escribió un Troilus and Criseyde. Nuestro troyano por impostación, fue testigo de las guerras internas que harían, en el futuro, de Inglaterra una monarquía parlamentaria dotada de procedimientos como el “Impeachment” y de una figura como la del “Speaker”, y de todo ello, según Turner, sacó provecho como testigo y protagonista.

Sabemos muchos detalles de la vida de Chaucer porque era funcionario público y todas sus ingresos, egresos y comisiones quedaban registradas. Actualmente puede consultarse, como lo hizo su biógrafa, un Chaucer Life–Records. Inclusive, Chaucer quizás fue el primer político occidental envuelto en un escándalo sexual, acusado de violación por Cecily Chaumpaigne, su amante. Apenas en 2022 salieron a la luz nuevos documentos en defensa de la inocencia chauceriana, inmediatamente puestos en duda por quienes lo acusan.

Geoffrey Chaucer, quien murió, pasados los sesenta años, en octubre de 1400 y lo es, sobre todo, por la invención de la primera mujer novelesca hecha y derecha"


Christopher Domínguez Michael

A diferencia de los italianos, cuyo bilingüismo entre el latín y la lengua vulgar fue el corazón de sus obras y la materia de sus insomnios, Chaucer, porque no se esperaba sofisticación de los bárbaros insulares, y porque la moda (o “lo moderno”, si se quiere) era escribir en los nacientes idiomas patrios, lo hizo en el llamado inglés medio. Empezó por dirigirse a los príncipes, adueñándose más tarde de toda la riqueza del habla popular.

Pero la escritura de Chaucer, como la de Juan Rulfo, no es el resultado de una grabación transcrita. Ambos fueron inventadores de una lengua que no existía, nutrida adrede, en el caso del inglés, de su amor por los expendios más humildes de cerveza, las casas de huéspedes con servicio de bar y restorán, las tabernas, desde las cuales a menudo narran sus personajes, que a veces son su voz y en otras ocasiones no, según nos explica Turner. Leyendo a Chaucer se entiende perfectamente la llegada de James Joyce. A ambos fascinaron las habladurías vernáculas de su prójimo.

A ese hombre de mundo que fue Chaucer no pudieron sino educarlo sus viajes de juventud, en la corte de Nápoles, estudiando la arquitectura de las ciudades italianas, al corriente con la perspectiva de Giotto, o incursionando en el reino de Navarra, durante esa Guerra de Cien Años en la que participó con sus compatriotas, que no eran exactamente los británicos actuales como muy distintos eran sus enemigos franceses. Una de las virtudes del Chaucer de Turner es su celo por explicar ese mapa europeo, poniendo el énfasis en que aquellas guerras también incubaron las lenguas modernas, algunas de ellas desaparecidas, como el anglonormando que Chaucer debió desaprender para ser entendido en París.

El pensamiento de Chaucer se nutrió del neoplatonismo, el de Cicerón y el del mártir Boecio, el último de los Antiguos, cuya Consolación de la filosofía (525 d.C.) era equiparada con Aristóteles. Y como es más fácil presumir al abuelo (Dante) que al maestro que podría ser el padre, al parecer Boccaccio no aparece nunca citado en la obra de Chaucer, aunque se leyó toda su obra en la biblioteca de Pavía.

Chaucer era funcionario público y todas sus ingresos, egresos y comisiones quedaban registradas"


Christopher Domínguez Michael

Pero, sobre todo, en aquella época, hasta que el influjo toscano acabó por difuminarse por Europa, resultaba indeseable declararse en deuda con un autor contemporáneo. Era casi imposible porque aún no se libraba, ocurrida después en el siglo de Luis XIV, la batalla de los Antiguos contra los Modernos. Así que el poeta Chaucer se concebía, de preferencia, como hijo de Ovidio. Y todos ellos se nutrieron del Comentario al sueño de Escipión, de Macrobio, obra enigmática de la literatura latina que, entre algunas otras cosas, alimentó la pasión astronómica de los sabios tardomedievales. Les urgía volar y ver desde el cielo, nada menos. Por algo tan fútil para cualquiera de nosotros, como mirar las nubes desde la ventanilla de un avión, un Chaucer, alguna vez prisionero de guerra (y su rey pagó oneroso rescate por él) que miraba las estrellas, lo habría dado todo.

La obra de Chaucer, ni siquiera accesible en su totalidad en las librerías anglosajonas, requiere de traducción al inglés moderno. Pero según Marion Turner, ninguno de los escritores de su tiempo nos es tan próximo: escritor popular que se inmiscuyó entre los peregrinos de Canterbury, poeta experimental que italianizó la métrica inglesa, viajero cosmopolita, y súbdito amante de Londres, y del río Támesis, en cuya ribera sureña se refugiaba. También fue un hombre capaz de cometer atrocidades, en un tiempo igualmente atroz, sin dejar de ser el padre que escribió un tratado sobre el astrolabio para su hijo, aunque acaso lo hizo para sí mismo. Su tumba terminó por inaugurar la esquina de los poetas de la Abadía de Westminster, sitio que como maestro de obras que también fue, conocía a la perfección.

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