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Un industrial que, dicen algunos, llevó el progreso a la Amazonía peruana. Una hija que jamás conoció a su padre, ese magnate cuya fortuna se difuminó entre su numerosa descendencia. Un escritor que hoy decide contar la vida de uno y de otra, su genealogía hecha páginas en una novela de épicas cotidianas.
Con Mamita (Alfaguara, 2025) el periodista y escritor Gustavo Rodríguez nos habla de las batallas personales que fortalecen los lazos familiares y los conflictos históricos que los disuelven; el recuerdo de ficciones en las que “se ha mezclado adrede lo que creemos real con lo que fantaseamos”; el lenguaje inexplicable que opera entre madres e hijos; la colonización salvaje que se dio entre machetazos, cuotas abusivas y violencias sociales, progreso apasionado del siglo XIX. Rodríguez se pregunta si es la vida una novela que se plagia a sí misma, y nos responde con una obra de afectos, alegre y nostálgica ficción que completa el relato de una y varias vidas.
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Le da valor y peso a historias de lo cotidiano, lo que llama las victorias íntimas, las metas absurdas, las costumbres centrales y los actos que refrendan o que inauguran, porque en ellas residen nuestras mitologías.
Yo hace diez años quise entregarle a mi madre esta historia. Empecé a recabar información y lo que me iba saliendo era más novela histórica mezclada con novelas de detectives, pero por alguna razón no terminé de sentirme cómodo. Recientemente, después de pasado todo este tiempo, retomo el proyecto y me doy cuenta de que aprendí una cosa: yo soy un narrador de literatura de los afectos, de épicas domésticas, lo cual quizá tenga que ver con que he aprendido que en los pequeños contactos se graba lo que más nos emociona; el gesto de un profesor que te dice: Qué bonito escribes. Eso me pasó cuando era niño, que es algo muy íntimo, muy de un rinconcito de un salón de clases. No fui el que metió el gol definitorio en un campeonato; a mí lo que más me tocó en mi historia de colegio fue ese gesto cuando yo tenía nueve años. Eso y la costumbre que tiene mi madre de tocarme los pies cuando estoy echado y acariciármelos, que es algo demasiado íntimo; o sea, ¿quién te toca los pies así nomás?, muy contadas personas en el mundo. Creo que probablemente he sabido darme cuenta de qué es lo que me impacta a mí y probablemente les impacte a los demás.
Es interesante esta idea de los escritores y artistas como caníbales —lo pensábamos también como vampiros— de la vida de los otros; esto de chupar las historias de otros y usarlas para crear la propia obra.
He ido siendo consciente de eso en los últimos diez años. Ocurrió cuando convertí a mi novia Carol en molde para un personaje; ella me recriminaba cariñosamente y entre risas, muchas veces, el hecho de que fuera a pasar a una supuesta posteridad de esa manera. También me pasó cuando, en otra novela, yo utilizo algo que sabía de una de mis hijas, obviamente sin mencionarla, y ella también me lo reprochó a su manera, no con amargura pero sí con cierta sorna. Yo creo que he ido teniendo estos episodios porque en estos últimos diez años es cuando más he utilizado como molde a personajes cercanos de mi familia. Recibir estas observaciones cariñosas, pero no por eso no atendibles, me hizo darme cuenta de que, ¡caray! si vas a ser vampiro, por lo menos reconócelo. No pagues la deuda si quieres, pero por lo menos reconoce lo que estás haciendo.
¿Cómo lee todo lo que se está escribiendo en autoficción o la literatura del yo y esta ambigüedad de que no siempre como lectores distinguimos lo real de lo ficcionado?
Creo que la ambigüedad enriquece el mundo. Diría incluso que para mí la literatura es el malentendido más hermoso que existe porque todo es interpretable, todo puede ser válido. Finalmente, todos somos ficciones bípedas. Un ejemplo: si yo en este momento rememoro un recuerdo mío y te lo cuento, con el solo hecho de decidir desde qué punto de ese recuerdo voy a partir y elegir qué cronología usar para contarlo y hacerlo más claro, ahí estoy ficcionando; ya estoy cambiando lo que alguna vez pasó. Eso sin mencionar que, neurocientíficamente hablando, está comprobado que nuestros recuerdos se desdibujan constantemente. Entonces, ¿qué de lo que hablamos es verdad? ¿Qué de lo que hablamos pasó exactamente al cien por ciento? Si eso ocurre en oficinas de negocios como esta, donde se toman decisiones con base en indicadores, ¿por qué no va a pasar en el arte, en la literatura?
Usted dice que hay días en los que escribe lo que tenía que escribir o en los que le parece que escribió algo bueno, pero en otros no está tan seguro de eso.
Me gustaría decir que comprendo ese momento de una manera hollywoodense: ¡Ay, la epifanía ocurrió mientras partía una naranja por la mitad! y no. Usualmente son procesos inconscientes hasta que de pronto cae la pieza en su lugar y ese malestar que tenías, esa falta de seguridad que te rondaba, de pronto se ve refrendada por una certeza. En mi caso fue parte de un proceso. Como decía antes, hace diez años empecé a trabajar y algo me decía que estaba bien, que estaba correcto, estaba bien escrito —entre paréntesis, que a un escritor alguien le diga: Qué bien escrita está tu novela, es uno de los insultos más elegantes que hay— pero no me emocionaba. Algo me decía en la tripa que no me emocionaba, entonces lo dejé guardado y cuando estaba en plena gira del premio Alfaguara yo sabía que ya iba a necesitar pronto el momento en soledad para volver a la literatura y me dije: ¿Qué tal si revisas ese proyecto y le das vuelta?
Una manera de facilitarse el ingreso a una nueva novela.
Y ya sentía que había avanzado algo, entonces podía darle la vuelta, rescatar algunos párrafos y ver de qué manera los hacía relevantes hoy en día. Fue una decisión racional y cuando, lúdicamente hablando, se me ocurrió cómo presentar el juego, el tablero de la novela; ahí dije: Esto me suena más doméstico, más cercano, más tierno, más humorístico, que es lo que más me mueve.
Volviendo al asunto de los recuerdos, ¿se relaciona de una manera diferente con la memoria por el hecho de ser escritor?
Yo creo que sí. Hay cosas que olvido muy fácilmente: trayectos, los nombres de las personas, de las ciudades, cómo llegar a un lugar. Pero las pequeñas cosas que me han conmovido siempre me van a acompañar. Y cuando me han conmovido recuerdo muy específicamente qué es lo que ocurrió. La memoria de un escritor es su principal insumo y además, aparte de ser un gran lector, un escritor de ficción tiene que ser un gran observador. Por eso creo que el hecho de que a lo largo de mi vida me haya quedado a observar nítidamente esos momentos que me han impactado o que me han emocionado, me sirve mucho a futuro. Ahora, cómo traducir eso atestiguado en buena prosa, ya es otro ejercicio.
¿Descubrió alguna especie de mirada inédita sobre su mamá al escribir sobre ella?
Sí, hay algo que creo, quizá intuía pero no lo tenía tan claro —ella lo daba por hecho, lo naturalizaba, como se naturaliza el machismo en nuestras sociedades— y es hasta qué punto toda la genealogía femenina de mi familia materna siempre se ha postergado en aras de otro, de un marido, de los hijos, y cómo eso ya no ocurrió con mis hijas. Eso, por ejemplo, me hizo darme cuenta de que si mi madre se había postergado tanto a lo largo de su vida, tanto como se postergó la de su propia madre, ya era hora de que por fin fuera protagonista de una historia. De ahí probablemente el título: Mamita.
¿Cómo fue su trabajo con el archivo? Uno supone que la relación con el archivo es diferente desde el lugar del afecto.
Creo que es distinto acudir a archivos con la intención de destapar un escándalo que acudir a un archivo con la ternura de saber que estás recabando los ingredientes para un regalo. Mi mirada hacia el pasado de mi abuelo, hacia ese entorno, hacia cómo reaccionaban las mujeres de mi familia ante él, si bien era crítica, también era comprensiva, y me alegro porque lo mío no es la literatura de denuncia. La gran prioridad de un escritor no necesariamente debe ser la denuncia, sino contar una buena historia. Si ese escritor tiene algún tipo de conciencia social eso va a permear la historia de alguna manera, y los escritores y los lectores sensibles van a poder encontrar en el chirrido de las situaciones los problemas que de alguna manera preocupan al escritor en la trastienda.
Sobre los asuntos históricos y todo lo que nos cuenta sobre su abuelo en el Amazonas, nos hizo recordar libros como La vorágine, a García Márquez narrando la masacre de las bananeras en Cien años de soledad, La casa grande de Álvaro Cepeda Zamudio. ¿Cómo lee las literaturas que han narrado estos asuntos sin caer en lo panfletario?
Un escritor no tiene que ser denunciativo con sus novelas o sus relatos, pero sí tiene otras herramientas para hacerlo: los artículos, los ensayos, en esta época, las redes sociales y puede poner toda la furia que quiera. Creo también que las ficciones funcionan mejor, atrapan al lector y pueden hacer denuncias de una mejor manera cuando el lector no siente que les quieren vender algo. Es lo que pasa cuando un testigo de Jehová toca la puerta y te dice: Vengo a presentarte la verdad; inmediatamente se encienden las alarmas para no “comprar” ese discurso. Por eso creo que las buenas ficciones funcionan para sensibilizar sobre determinados temas. Estamos tan ocupados sintiendo tantas cosas a la vez que cuando una ficción se presenta y te dice: Había una vez, tú dejas de lado esa multiatención y te concentras en una sola historia. Eso es lo que hace la ficción y es lo que hace que las ficciones terminen por ser más efectivas, quizá, que ciertos artículos.
¿Cree que esa “burguesía florecida en el Amazonas en el siglo XIX” de la que usted habla en el libro, delineó o determinó la historia de Perú?
Por más que esa burguesía florecida en el Amazonas sea tan llamativa desde un punto de vista narrativo, el hecho de haber florecido en medio de la selva no le permitió tener una verdadera incidencia en el devenir histórico de mi país; en Perú todo lo relacionado con la selva termina condenado al olvido o termina en el territorio de la invisibilidad. Pasa siempre; tanto así que los peruanos ni siquiera recordamos que tuvimos una guerra en la que perdimos territorio con Colombia, porque ocurrió en la selva. En cambio, cuando perdimos territorio con Chile en la costa, que es territorio más integrado en Perú, pues ese sí es un trauma nacional que nos dura hasta ahora, probablemente. Creo que esa burguesía y la extracción del caucho sirven de ejemplo sobre cómo en nuestra historia se reitera el hecho de que hay booms económicos relacionados con un recurso natural, se depreda, se cometen grandes injusticias, hasta genocidios como en la Amazonía, que después se olvidan. Se enriquece el mismo estrato de siempre con la anuencia del Estado; desde la época de la leyenda de El Dorado viene este modus operandi a ver cómo nos enriquecemos con los recursos naturales. En Perú sigue ocurriendo hasta hoy con la minería ilegal del oro en la selva.
También habla del “progreso apasionado digno del siglo XIX, que en nuestra época actual sería la pesadilla de un ambientalista”. ¿Cómo se puede matizar eso?
Yo creo que una mala novela, una historia mal contada va a ser panfletaria, maniquea, va a tratar de simplificar el asunto sin matizarlo, que es el gran riesgo. Creo que esa es una de las grandes taras de nuestra época actual: estamos siguiendo liderazgos de gente que simplifica los problemas y promete que te va a resolver la inequidad, el desempleo, la desigualdad como una receta fácil, y no es así. Es una pena que la gente quiera ser engañada, pero ocurre. La mejor manera de aprehender el pasado y lo que ocurrió es con estos matices, sin tratar de señalar con flechas de neón quién es el bueno y quién es el malo. Así como los malos políticos o los malos líderes te presentan soluciones fáciles, la mala literatura, los malos escritores te presentan entornos fáciles de aprehender, villanos fáciles de localizar y héroes muy fáciles de identificar.