En 2014 conocí de cerca a Anamari Gomís, cuando yo tenía 18 años, y hablar de ella hoy significa pasar revista a una amistad extraordinaria, entrañable, y a una obra que he leído, releído, y que admiro muchísimo. Pepita, su hermana —que además de historiadora era aficionada a lo oculto y creía en la reencarnación­—, decía que Anamari y yo seguramente fuimos familiares en alguna vida pasada. Pero por ahora, como no podemos comprobarlo, me basta con saber que para mí Anamari es parte no de la familia en la que uno nace, sino de la familia que se elige. He tenido el privilegio de que me acompañe durante la horrible década de los veinte, y me emociona que haya sido y siga siendo una figura tutelar en todos los aspectos de la vida: en lo literario, en lo profesional, en los asuntos más prácticos y cotidianos, en todo lo que involucra a los perros e incluso en los duelos. Anamari es además una gran ejecutante del autoescarnio, algo a lo que todos —creo— deberíamos aspirar en una época enloquecida como la nuestra, con el fin del mundo pisándonos los talones.

El primer libro suyo que leí fue Los demonios de la depresión, un título fascinante que hibrida el ensayo personal, la crónica, la divulgación científica, y que justamente fue el detonador de muchas pláticas que hemos tenido alrededor de esta enfermedad. Que si la quetiapina me aletarga, que si los sueños provocados por la venlafaxina son un viajezote, que si el clonazepam ya no nos hace ni cosquillas... El caso es que Los demonios de la depresión, además de ser un norte para quienes compartimos este padecimiento, también es una ventana para asomarnos a la persona detrás del libro. En medio de un rastreo erudito de la melancolía en la literatura y de la depresión en el discurso médico, también leemos —por ejemplo— ciertos momentos de los años de Anamari Gomís en Estados Unidos, donde tuvo su primer episodio depresivo, o conocemos algunas de sus impresiones como hija del exilio español. En Ya sabes mi paradero, su primera novela, Anamari habla sobre este tema a través del periplo de los Soler Alcaraz, que es el trasunto literario de los Gomís Iniesta. De este libro me interesa mucho la soltura con que transita desde un narrador prácticamente cronístico, que sobrevuela a los personajes y da cuenta de los acontecimientos históricos, hasta una voz muy cercana a la mente de los protagonistas, como si se tratara de una cámara que hace zoom-in, para luego dar paso al monólogo, a una segunda persona que interpela a Francisco Franco o a fragmentos de diarios y de cartas.

Crédito: Del facebook de la autora
Crédito: Del facebook de la autora

En Ya sabes mi paradero también hay un aire de profecía, algo que noté en la relectura, y me parece una gran decisión porque anticipa lo que ya sabemos que ocurrió en el mundo —gracias a la Historia— al tiempo que adelanta momentos clave en las vidas de los protagonistas. La novela abre con el personaje de la madre, Ana Alcaraz de Soler, cuando confirma un embarazo tardío a bordo de un autobús que toma en la Avenida Juárez, y enseguida la conocemos en el lejano 1936, durante “una tarde murciana de sol mojado”, mientras piensa en el hombre que se convertirá en su esposo rodeada de unas tías que parecen salidas de La casa de Bernarda Alba y le dicen que “los hombres son todos unos granujas, desde el primero hasta el último”. Este mecanismo también opera hacia el futuro, como cuando la misma Ana —ahora a cargo de su primer hijo— va a bordo del barco Cuba rumbo a un México desconocido y ve una aurora boreal. El narrador irrumpe de pronto, suspende el momento y nos dice: “A los 81 años y bajo el velo de la demencia senil, Ana Alcaraz viuda de Soler no olvidaría ese acontecimiento, que fue lo que más la había acercado a la contemplación de los místicos. A esa avanzada edad, sin embargo, de España ya no recordaría más que su infancia, una infancia sin paisaje, como la pintura primitiva medieval, que sólo se detiene en los rostros alargados de los santos. Vería Ana la cara de su tío cura en la de sus hijos, en la de sus nietos, en la de su esposo en un retrato al óleo pintado en 1946, y miraría constantemente al cielo, esperando, ansiando, un firmamento crayonado y lustroso, como el de aquel día, en el barco que avanzaba diligente hacia el puerto de la Vera Cruz”. Hacer este salto, esta prospectiva que prácticamente spoilea toda una vida cuando aún restan 300 páginas de libro, es correr un riesgo estilístico del que la novela sale muy bien librada.

Anamari Gomís se formó como narradora en el Centro Mexicano de Escritores, donde a los 22 años tuvo como tutores a Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Francisco Monterde, mientras escribía una novela que nunca publicó y que se llamaba Bailando con mi perro. Por otro lado, los años que pasaría en Estados Unidos son muy importantes porque su conocimiento de la tradición en lengua inglesa es medular: se nota en su propia escritura. Pienso en sus libros de cuentos La portada del Sargento Pimienta y El otro jardín del Edén. Pasaron 25 años entre la publicación de uno y de otro, pero ambos tienen en común un sentido del humor finísimo, el cuerpo y la memoria como materiales literarios. Son cuentos sutiles, donde parece que no está pasando gran cosa, pero siempre hay un conflicto enorme que late poco a poco y hacia el final explota o se queda a punto de estallar. La iniciación erótica de unas adolescentes ñoñisimas que leen a Carlos Fuentes, un hombre fóbico de las carreteras que encuentra las fotos de un pedófilo, el caos que desata un perro perdido en el Periférico, una viuda obsesionada con Plácido Domingo, un ginecólogo pueblerino que hace milagros sólo porque es él mismo quien insemina a sus pacientes… Ésas son algunas premisas de sus cuentos. No hay pirotecnia verbal, pero en Anamari Gomís el estilo lo es todo, permea todo. Y aun sin grandes sobresaltos argumentales, las epifanías están ahí, envueltas en una aparente levedad.

Hablé ya de su primera novela, la más extensa, acaso la más ambiciosa, que recuerda a esa novelística de los siglos XIX y XX que aspira a la totalidad, que repasa varias generaciones y países. Pero algo que también hay que decir de la Anamari novelista es su capacidad para buscar nuevas historias sin abandonar su marca de casa, ese estilo sui generis del que hablaba. Su segunda novela, Sellado con un beso, es un fresco del México clasista, snob, que vivía bajo la atmósfera de la Guerra Fría. Todo ocurre en 1962, cuando a propósito de la posible visita de los Kennedy a México le piden a una niña insufrible de un colegio bilingüe que acompañe a Jackie Kennedy cuando ésta llegue al país. Hay intrigas, adolescentes que se meten el pie mientras se preparan para el spelling bee y van a sus clases de mecanografía... Otro registro, otra búsqueda, otro lenguaje. Lo mismo ocurre con su tercera novela, La vida por un imperio, que habla de Fernanda: una historiadora ingenua, en sus treinta, que en 1987 viaja a Centroamérica junto con su maestro —una vaca sagrada insoportable— para investigar sobre el legendario Justo Armas, un hombre de El Salvador que pudo haber sido Maximiliano de Habsburgo, supuestamente perdonado del fusilamiento por Benito Juárez. Es una novela de aprendizaje, fársica, con muchos datos históricos —por supuesto—, pero no aparece jamás un Maximiliano o un Juárez al modo de Fernando del Paso, por ejemplo. Los nombres aparecen como letras en papel, figuras inasibles para los personajes de la novela que quieren develar qué pasó en 1867. Y todo, al final, resulta un carnavalesco juego de máscaras.

Éstos son sólo unos apuntes sobre lo que yo noto, admiro, celebro, de los libros de Anamari Gomís. Pero no voy a hacer aquí un paper académico que tanto a ella como a mí nos revientan. Hoy la festejamos como una protagonista de la literatura mexicana porque ella definitivamente lo es: crea literatura, enseña literatura, la ha promovido en los varios cargos que ha tenido como gestora cultural, pero lo más importante es que Anamari habita la literatura. Es, de hecho, un personaje literario con todas las de la ley. Estamos ante alguien que a los 12 años, pese al horror de su papá ateo, hizo la primera comunión sólo porque había decidido volverse monja, siguiendo los pasos de Sor Juana Inés de la Cruz, y entendía que, sin los sacramentos, no iban a aceptarla en ningún convento. Anamari puede ir mentando madres mientras maneja por el Eje 10 y de la nada, con la vista en el retrovisor, soltar un apunte como: “Ay, ¿ya viste a ese monito del coche azul? Parece salido de un cuadro de Goya”. Cuando ella habla de Salvador Elizondo y de Sergio Pitol, sus dos grandes maestros, dice que todo el tiempo, hasta en las conversaciones más anodinas, pensaban en términos literarios. Yo podría decir lo mismo sobre ella. Cuando vemos películas en su casa mientras nuestros perros tienen un desastre a nuestro alrededor, no importa si estamos viendo un churrazo de Netflix, algún thriller o El exorcista por enésima vez, Anamari siempre sale con una nota brillante, una asociación inteligente, una frase ingeniosa. Habla sobre las muy buenas cirugías estéticas de Jane Fonda y luego sobre el tratamiento literario de la enfermedad en La montaña mágica. Explica los síntomas de su colitis (“chin, ya se me inflamó la panza”, dice) y a los minutos discurre sobre Philip Roth, James Joyce o el neobarroco latinoamericano. Anamari es tan dada a la fabulación que seguramente piensa en una vida alternativa nueva cada vez que surge la oportunidad. Además de monja, ha querido ser una aristócrata china de principios del siglo XX, fumadora de opio, porque tras haber visto El último emperador de Bertolucci le parece algo sensual y decadente. Ha dicho que le habría gustado ser una cantante afroamericana de jazz y también, de pronto, me ha soltado joyas como: “Ay, nene, yo francamente debí haber sido bataclana. Una vedette, pues, y bailar. Eso es lo mío”.

En fin. Podría abundar mucho más en las vidas de Anamari Gomís, en las presentes y en las posibles, pero ahora sólo quiero hacer énfasis en la alegría que me produce celebrarla a ella y a su trayectoria. Hace varios años Ricardo Raphael la entrevistó —yo estaba ahí, en uno de los foros de TV Azteca— y recuerdo que le preguntó algo como: “Si llega el final y alguien te recibiera en ese otro plano, ¿qué te gustaría que te dijeran?”. A la pregunta lúgubre, funesta, ella respondió algo que no he olvidado: “Me gustaría que me dijeran que todo valió la pena”. Hoy me queda clarísimo que no hay que esperar al final, porque falta un montón para eso —primero—, porque nadie va a andar preguntando nada en el más allá —también—, pero sobre todo porque desde ya, con todo lo que Anamari es y ha logrado, y aunque aún saldrán —para nuestra suerte— muchísimos textos más de su autoría, aun así —insisto— ya podemos decir que con ella todo ha valido y definitivamente seguirá valiendo la pena. No importa si el fin del mundo nos pisa los talones: la vida, y esto es una paráfrasis de Anamari, aún puede sorprendernos con momentos extraordinarios.

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