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Durante la tan denostada Edad Media, la escolástica se erigió como un baluarte del pensamiento filosófico y teológico en Occidente. Como lo he dicho antes, Dios, la idea de la divinidad, el infinito, siempre estaba presente. Así, la esencia de la escolástica radicaba en la búsqueda de la armonía entre la fe cristiana y la razón, guiada por la lógica aristotélica. En aquellos siglos, la humanidad se debatía entre la aceptación ciega del dogma y la voluntad de comprender mediante el raciocinio. La escolástica se alzó entonces como el puente que unía lo divino con lo humano, ofreciendo respuestas estructuradas y metodológicas a las grandes cuestiones de la existencia…
Hago un paréntesis… la parte de tender puentes entre lo divino y lo humano, mediante el raciocinio me recuerda la película Ridicule de Patrice Laconte. En ésta hay una escena inolvidable en la que un sacerdote, de cara al Rey, exalta la belleza del cosmos, los océanos y los bosques para demostrar la existencia de Dios; finaliza y todos aplauden el discurso. Envalentonado el gentil sacerdote exclama… y así como les he demostrado que Dios existe, también puedo demostrarles que no existe. En ese instante cae en desgracia frente al rey… exalto de esta anécdota el juego intelectual y conceptual a partir de lo divino y el raciocinio. No todos lo comprenden.
Así pues, los primeros ecos de la escolástica surgieron en los monasterios, donde monjes estudiosos recopilaban y comentaban los textos sagrados, aplicando la dialéctica para esclarecer sus contradicciones aparentes. Esta tradición se sustentó en el legado de los Padres de la Iglesia cristiana, como Agustín de Hipona, Jerónimo, Ambrosio de Milán y Gregorio Magno, quienes sentaron las bases del pensamiento teológico y filosófico en Occidente. Agustín de Hipona, en particular, influyó profundamente en la escolástica, pues su visión de la relación entre fe y razón inspiró a los pensadores medievales a desarrollar métodos de análisis racional del dogma. Fue en este contexto donde Anselmo de Canterbury proclamó su argumento ontológico, según el cual la mera idea de Dios implicaba su existencia necesaria. Su reflexión, lejos de ser meramente especulativa, sentó las bases de un nuevo modo de filosofar, en el que la fe no se opone a la razón, sino que la impulsa hacia una comprensión más profunda del mundo.
La llegada de Pedro Abelardo consolidó el método escolástico mediante su obra Sic et Non, donde recopiló sentencias contradictorias de los Padres de la Iglesia y las analizó con rigor lógico. Su valentía intelectual le valió críticas y censuras, pero también lo inmortalizó como un pionero del pensamiento crítico medieval. Su legado fue retomado en las recién fundadas universidades de Europa, donde el debate filosófico adquiría un carácter cada vez más estructurado y argumentativo.
El siglo XIII marcó el apogeo de la escolástica con la figura colosal de Tomás de Aquino. Inspirado en Aristóteles, Aquino desarrolló un sistema filosófico que integraba la razón natural con la revelación divina. Su Suma Teológica se convirtió en la piedra angular del pensamiento cristiano, ofreciendo pruebas racionales de la existencia de Dios. En su visión, la razón y la fe no eran fuerzas opuestas, sino dos caminos que conducían al mismo fin: la verdad absoluta.
El influjo de Aristóteles en la escolástica no puede subestimarse. Sus obras, transmitidas a través de traducciones árabes y judías, fueron absorbidas con entusiasmo por los escolásticos. En este contexto, pensadores como Avicena y Averroes desempeñaron un papel crucial, reinterpretando a Aristóteles y desafiando a la ortodoxia cristiana. Averroes, en particular, propuso la teoría de la “doble verdad”, según la cual la razón y la fe podían llegar a conclusiones distintas sin ser necesariamente contradictorias. Esta idea provocó un acalorado debate entre los escolásticos. Algunos, como Aquino, se opusieron ferozmente, argumentando que la verdad es única y que la razón debe estar subordinada a la fe. Otros, sin embargo, vieron en estas posturas una posibilidad de enriquecer el pensamiento cristiano mediante el diálogo con otras tradiciones filosóficas. La escolástica, lejos de ser un movimiento monolítico, se reveló como un campo de tensiones y síntesis intelectuales.
Pero, a finales del siglo XIV, nuevas corrientes como el nominalismo, representado por Guillermo de Ockham, desafiaron los principios fundamentales de la escolástica. Ockham propugnaba una visión más empírica y sencilla del conocimiento, desmontando la idea de universales metafísicos y postulando que sólo los individuos concretos poseen existencia real. Su “navaja de Ockham” [principio filosófico que propone: la explicación más simple es la más probable] se convirtió en un principio metodológico clave para la modernidad. El fin de la escolástica como corriente predominante no significó su olvido. Su influencia se dejó sentir en la filosofía renacentista, en el racionalismo de René Descartes y en el empirismo de John Locke. Incluso en el siglo XIX, el neoescolasticismo resucitó el pensamiento de Aquino, consolidándolo como la base filosófica de la Iglesia católica moderna.
En este contexto de transición, la figura de Francesco Petrarca fue un puente entre la escolástica medieval y el humanismo renacentista. Aunque Petrarca criticó el excesivo formalismo de los escolásticos, su fascinación por los textos clásicos y su enfoque introspectivo marcaron un cambio en la manera de concebir el conocimiento. Para él, la búsqueda de la verdad no debía depender sólo de la lógica y la argumentación, sino también de la experiencia y la sensibilidad humana. Su rechazo a la escolástica como método no implicó un desprecio absoluto por su legado, sino más bien una reinterpretación que abrió las puertas al pensamiento moderno. Así pues, la escolástica no como un vestigio arcaico, sino como un testimonio del poder del pensamiento humano. En ella se encuentra el eco de una era en la que el saber no se fragmentaba, sino que aspiraba a una unidad totalizadora. Su legado nos recuerda que la filosofía no es un simple juego de abstracciones, sino una búsqueda incesante de la verdad… del ser…