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M desapareció de la faz del planeta dos días después de nuestro encuentro final en el Distrito Marina. Aunque no, debo corregirme porque no basta una frase hecha para expresar lo que quiero decir: el agujero negro que M abrió para rasgar el tejido de la realidad, de mi realidad, al desvanecerse sin mayor explicación al cabo de dos días de derribar lo poco que quedaba de nosotros entre el lance de destellos propiciado por las aguas del lago del Palacio de Bellas Artes me trasladó al fondo de una dimensión ignota donde me extravié sin remedio y con la certidumbre de que jamás podría retornar al mundo que se suele considerar normal por una convención que cada vez entiendo menos. ¿Qué hay de normal en un sitio donde dos personas que se aman y se desean profundamente acaban por infligirse el dolor más atroz, las heridas más perdurables, como si en verdad fueran las últimas enemigas mortales que a duras penas se mantienen en pie para continuar luchando en un campo de batalla regado de cuerpos rotos y mancillados? Esos dos días posteriores al intenso regalo de despedida que M me dio en el motel del Distrito Marina constituyen para mí el umbral del agujero negro al que luego me precipitaría de lleno, ya que de ellos no guardo ninguna memoria precisa. Sé que en cuanto M se alejó, originando una especie de reproche destinado a nadie con el susurro de sus sandalias sobre la tierra suelta, extendí un brazo en el aire como si con ese gesto automático e inútil pudiera acortar la distancia que se ensanchó entre nosotros hasta que ella se esfumó de mi vista, y que me quedé fijo en esa postura de estatua hasta que transcurrido un tiempo incalculable una mujer que paseaba a su perro se me acercó para preguntarme si estaba bien o necesitaba ayuda. Sé que farfullé un agradecimiento veloz para entonces marcharme arrastrando los pies en cualquier dirección que me apartara de ese escenario, acompañado por la neblina proveniente de un océano interior que comenzó a estirar sus dedos hacia mí para conquistar poco a poco mis sentidos, embotándolos al grado de impedirme cobrar plena conciencia de lo que ocurría a mi alrededor. Ese entumecimiento brumoso rigió mis acciones a lo largo no sólo del resto de aquella jornada sino de las siguientes cuarenta y ocho horas, que a la fecha integran un rompecabezas inconcluso en el que me parece discernir por encima de todo la boca de M distendida en una mueca que aún no consigo averiguar si es de horror o de placer, y fue disuelto a medias por el timbre del teléfono que atiné a acallar levantando el auricular de la mesa de noche de mi dormitorio mientras los tambores fieros de una resaca producida por la mezcla de alcohol y pastillas retumbaban en mis sienes. La voz angustiada de Lixue, la hermana mayor de M, me arrancó parcialmente del embrutecimiento para caer en cuenta de dos cosas de manera simultánea: el mapa de vómito seco que se desplegaba en las sábanas junto a mi almohada y los rasguños que zigzagueaban por mis brazos y mi torso desnudos y que al mirarme después en el espejo a la luz brutal del mediodía descubriría también surcándome la mejilla derecha. Recuerdo haber hecho un esfuerzo sobrehumano para remontar el dolor que me atenazaba la cabeza y el estómago y escuchar a Lixue preguntándome si M estaba conmigo, diciéndome que el día anterior no se había presentado al almuerzo para festejar el cumpleaños de su padre y que desde entonces trataban de localizarla sin éxito hasta el momento, informándome con la voz cada vez más quebrada que ya había hablado con la amiga casi invisible con quien M regresó fugazmente a compartir departamento luego de abandonar el mío y con otros conocidos e incluso con el gerente de John’s Grill sin que nadie pudiera darle razón de su hermana, lamentando haberme molestado porque sabía que la relación entre M y yo había terminado según la propia M se lo refirió en la última llamada que habían tenido más o menos una semana atrás, rompiendo a llorar sin consuelo mientras yo procuraba tranquilizarla con palabras pastosas e intentaba igualmente en vano determinar la fecha en que despertaba para desplomarme dentro del agujero negro del que no empezaría a emerger sino hasta un par de meses después con apoyo del psiquiatra y de un viaje de tres semanas fuera de San Francisco. Recuerdo que mi primer impulso fue proponerme para contribuir a la búsqueda de M en lo que se necesitara y que Lixue rechazó la oferta entre sollozos, asegurándome que sus padres ya habían establecido contacto con el Departamento de Policía donde les garantizaron que asignarían a alguien para ocuparse del caso pese a que para declarar a una persona formalmente desaparecida debía pasar cierto periiodo que yo sabía de memoria. Ese alguien resultó ser el hijo menor de un viejo colega de mi padre, un detective prematuramente calvo que visitó mi departamento no mucho después de la llamada de Lixue para interrogarme y por el que me enteré de la cronología de los hechos por una cortesía más personal que profesional, según remarcó apelando a mi discreción. El día de mi encuentro final con M en el Distrito Marina ella se había comunicado con el gerente de John’s Grill para avisar de una falsa emergencia familiar que le complicaría acudir a laborar durante el resto de la semana; luego de dejarme en el Palacio de Bellas Artes, un corredor la vio en la cercana calle Jefferson subiendo a un automóvil descapotable conducido por un joven apuesto de rasgos asiáticos que podría ser el mismo con quien dos días más tarde, es decir el día anterior al cumpleaños de su padre, dos testigos la observaron discutir acaloradamente en Sausalito en las inmediaciones del parque Viña del Mar para al cabo ir tras él sin bajar el volumen de la voz hasta el club de yates, donde ambos abordaron una de las embarcaciones que se bamboleaban en las aguas de la mañana avanzada para entonces internarse en la bahía según otros dos testimonios que se lograron recabar. Ese, me indicó el detective prematuramente calvo, fue el último avistamiento de M, si bien al mediodía siguiente, es decir mientras se celebraba sin ella el cumpleaños de su padre, un guarda forestal se topó en un sendero poco frecuentado de Muir Woods con una sandalia de cuero manchada de una sustancia que las pruebas de laboratorio, efectuadas también en un par de prendas de ropa proporcionadas por la amiga casi invisible, acababan de identificar como la sangre de M. Comprendí sin el menor asomo de duda que se trataba de una de las sandalias que M calzaba cuando me citó en el motel del Distrito Marina, y esa comprensión equivalió a acomodar un mazazo en el cráneo que trajo lágrimas a mis ojos. En este punto me obligo a hacer un corte en el relato, indispensable para mí porque me evitará ahondar por enésima ocasión en la aflicción y el aturdimiento y la impotencia que me ciñeron en cuanto el detective prematuramente calvo abandonó mi departamento con la promesa firme de llamarme si se requería algo más de mi parte, y saltar al instante en que transcurridos unos días del hallazgo del libro sobre Sri Aurobindo en el parque Dolores me decidí a ir a Sausalito por primera vez desde la desaparición de M. Luego de atender un compromiso de trabajo crucé el Golden Gate con las ventanillas abiertas, permitiendo que el aire del verano inminente caldeara el interior de mi auto, y llegué a la pequeña ciudad que prosperó como desarrollo industrial durante la Segunda Guerra Mundial justo a la hora del almuerzo, para el que me hice de asiento en uno de los restaurantes que se alinean sobre el paseo Bridgeway y después del cual emprendí una caminata pausada rumbo al club de yates. El cielo se había encapotado ligeramente, concediendo un tono gris acero a la luz que se desparramaba por doquier, y bajo ese resplandor me detuve en el muelle a contemplar los mástiles de los navíos que componían un sembradío de agujas dispuestas a clavarse en las nubes arrastradas por un viento que agitó el anuncio pegado en una caseta desde el que la anciana china desaparecida recientemente en el Distrito Marina me dedicó de nuevo la sonrisa cargada de extrañamiento perplejidad que sólo pueden esbozar quienes son absorbidos sin ningún preámbulo por los pliegues secretos del orbe.

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San Francisco. Imagen generada por IA
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