En Leonora (Leonora in the Morning Light, Alemania-Rumania-RU-México, 2025), proceloso film 3 del renano alemán de 47 años Thorsten Kein (Lugar perdido 13, Aventuras de un matemático 20) codirigiendo con la debutante productora prolífica suiza Lena Vurma, con guion de ambos basado en la biografía novelada homónima de Elena Poniatowska, la melancólica pintora angloirlandesa de 24 años recién escapada de la guerra europea Leonora Carrington (Olivia Vinall encogidamente expresiva) arriba al paradisiaco pueblo potosino de Xilitla hacia 1941 donde su colega amigo Edward James (Ryan Gage) construye en la aledaña localidad mágica de Las Pozas un monumental jardín escultórico, es respetuosamente depositada por su protector húngaro y futuro esposo Chiki Weisz (István Taglás), se deja seducir espiritualmente por la sabiduría comunal-ancestral de la sencilla lugareña con melodiosa voz canora Ximena (Yoshira Escárcega), durante un retorno al pasado se rebela subrepticiamente en París 38 contra la superidealización de la mujer-niña que pregonan los machos surrealistas André Breton (Denis Eyriey) y Salvador Dalí (Cat Jugravu), mientras vive un tórrido romance con el adúltero fotógrafo fundador del surrealismo Max Ernst (Alexander Scheer) hasta que éste es capturado por la policía francesa antijudía y ella sufre un quiebre psicótico en St. Martin-d’Ardèche 39, logra cruzar la frontera con España gracias a los inmensos cuidados de su alter ego la pintora catalana Remedios Varo (Cassandra Ciangherotti), es sometida a terapias de electrochoque por el devoto doctor Luis (Luis Gerardo Méndez) en una primitiva clínica psiquiátrica confesional de Santander 40, sufre regresiones infantiles que la retrotraen a la conflictiva relación con su padre autoritario inglés en una regia mansión británica de Lancashire, y finalmente, lejos de los mercados internacionalmente consagratorios, Leonora acabará rehaciendo su vida y exponiendo en una acomodaticia galería del viejo DF 52, ya en pleno y duradero arraigo mexicano, a la vez refugio y retiro añorante de civilizaciones antiguas, gracias a la amorosa complicidad de su marido Chiki también padre de su un hijo de ambos, cual fundamental soporte de una indómita, postsurrealista y única inigualable creación femiaferrada.
Lee también: Gabriela Domínguez y el territorio femicomunal, por Jorge Ayala Blanco
La creación femiaferrada se ofrece como una antibiopic convencional, donde el orden cronológico se altera mediante un flujo que va y viene por grandes segmentos temporales a veces realistas y a veces sólo mentales u oníricos, donde predominan las relaciones personales sobre las vicisitudes externas, donde las repercusiones interioristas cobran tanta importancia como los anecdóticos y duros o catastróficos acontecimientos que las motivan, donde la omisión de las obras plásticas de Carrington (financieramente inaccesibles) redundan en una paradójica mayor concentración enigmáticas o humanístico-feminista, y donde las facetas diversas de la protagonista van sucediéndose una tras otra: visitante extranjera en sanación espiritual, participante hipercrítica del grupo surrealista, amante retadora de la doxa social, víctima bélica, psicótica en tratamiento brutal, esposa y madre esforzada, celebridad excéntrica, pintora visionaria en refugio y recuperación, cual si fuesen atisbos, factores o reflejos de una creatividad artística siempre en proceso y progreso vivencial, pero cuya naturaleza permanece inasible.
La creación femiaferrada se acoge a los dictados de las imágenes transfiguradas del formidable fotógrafo rumano Tudor Vladimir Panduru, imágenes sintéticas rememorantes del cine mudo cuando eligen ser meramente descriptivas (el jardín encantado de Xilitla, el cantar de la pueblerina Ximena coreada por lugareños festivos, el paseo campestre con Remedios, el arresto de Max), imágenes predominantes en penumbras ocres o apenas adivinadas entre deslumbrantes luminosidades, imágenes intimistas con cámara en continuos giros laterales (la pontifical reunión surrealista, la juguetona elaboración de una escultura portal a dúo por Leonora y Max) e imágenes de intérpretes magníficos que parecen flotar sobre sus personajes en vez de pesadamente encarnarlos (el desnudo de Leonora sobre un techo de teja, el desgarrador no-discurso de Leonora violentado por la banalizadora-burocrática voz en off del galero).
Lee también: Thomas Hobbes, el empirista
La creación femiaferrada relata en esencia algunos episodios líricos de la vida de una mujer atrapada en su propio laberinto, su divino laberinto diría Borges, quien desde niñita (Wren Bridge) se creía equino (“Quizá soy un caballo”) y pretendía hablar con los animales, a quienes, uno y otros, reproduciría después en la sobrepoblada zoología fantástica y sublimadora que medra en sus escritos, así como en sus cuadros y sus esculturas, para lo que resulta cardinal una estructura narrativa en cuatro partes auspiciadas y benditas por otras tantas cartas del tarot y su oscura espiritualidad subyacente y ritualizadamente abstracta: La Muerte como anuncio de la desaparición vital pero también como promesa del cambio, El Caballo que resucita al pueril caballito mecedor de madera y liga con el deseo y el gozo transgresor, La Hiena cuya risa acecha salvaje en todo refugio y asalta devoradoramente tras un sofá, y La Cocina Alquímica, puesto que “Tenemos el negro, luego el blanco, después el amarillo y luego el rojo” que “son los colores alquímicos que también se utilizan en las pinturas de Leonora” (explica Vurma a Javier Pérez en Confabulario 7-IX-25), colores que son vectores que son signos y síntomas del feroz autodescubrimiento, su canónica lucha contra la paranoia (“Estaba tan absurdamente feliz, tan convencida de que algo malo iba a pasar”) y la expansión plástica formal de Leonora.
Y la creación femiaferrada cierra con la figura afanosa de Leonora preparando un lienzo en su larga estadía mexicana (1942-2011), como un avatar más de su trayectoria turbulenta, aunque sembrada de “solidaridades misteriosas” (Pascal Quignard).