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Amanece con un estallido de colores. El verde cala más que un adjetivo; como el ámbar. La gracia de la naturaleza penetra los rincones más recónditos. Bosques, selva y atmósfera fundidos, entreverados como un arcoíris que sitia todos los espacios. Los tonos vegetales se expresan abrazadores y lujuriosos, formando un manto que arropa todo espacio abierto, a la ciudad y al país entero.
Acogedora y receptiva, Kampala es similar pero distinta a otras capitales africanas. Multicolor y menos ruidosa que buena parte de ellas. Es la hermana mayor en la biología desbordada del territorio ugandés, un país insular que desconoce el mar. Está asentada al norte del Lago Victoria —el mayor africano—, plantado en el corazón del continente. Arriba, en el extremo norte, se desfoga para dar nacimiento al vasto Nilo.
En el siglo XIX, Richard Burton, John H. Sperke, David Livingstone y otros exploradores ingleses, maravillados, dieron noticia de sus hallazgos en estas regiones. A fines del siglo pasado, Javier Reverte reivindicó —en El sueño de África— la fortaleza y la belleza del Noreste africano, encapsulado en el universo del territorio de lengua suajili. De paso, Reverte devolvió a la literatura en español del viaje, un lustre renovado.
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La imagen que conserva la memoria es nítida. El único paraíso del que no podemos ser expulsados es el de los recuerdos. Las visitas del viajero que escribe estas notas ocurrieron hace un cuarto de siglo. No es improbable que hayan mutado algunas circunstancias —no las esencias— entretanto.
Todo se estremece, todo palpita. A menos de una hora en automóvil se ubica aquella maravilla, Jinja (Yinya en español), en las proximidades de Kampala. A la distancia, el estruendo provocado por la caída del caudal es portentoso. El fragor se expande y apaga los sonidos redundantes.
Enorme flujo de agua multicolor se desploma desde varios metros de altura sobre gigantescas rocas horadadas por el choque secular. El tumulto concentra de momento la esencia del todo.
El peso y el volumen de la corriente desatada se vuelca en rápidos furiosos que se abren paso con violencia, arrastrando en su cauce lo que ose interponerse. Da comienzo a una corriente fluvial de no menos de 6 mil kilómetros.
Paraliza unos momentos el asombro reverente, nacido de la contemplación de aquella maravilla, invade los sentidos del viajero, del turista, de curiosos y de los exploradores. El ritmo agitado, presuroso, el pulso milenario concentrado, despiertan sensaciones diferentes: dicha, gozo, asombro, admiración, temor, estupor, inquietud, melancolía. Jamás indiferencia.
Es el inicio del curso majestuoso y trepidante del Nilo. Visión inmaculada. La naturaleza de sus anchas aguas expuesta en toda su fuerza y poderío, donde a momentos palidecen los contornos y los espectadores se desprenden de sí mismos para fluir en armonía con el vasto torrente. Con la eternidad en vilo.