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El muro calcáreo
contra el que golpeo
una y otra vez
mi cabeza envuelta
en la niebla del insomnio
fue alzado
por mi propio esfuerzo.
Sólo los fantasmas
son capaces
de sanarme.
Sólo las dudas
me indican el rumbo
que debo elegir.
Soy libre
como ave presa
dentro de mi cárcel
construida con palabras
que antes de permitirme
escribirlas
miran cautelosas
a su alrededor.
Mis palabras deben arder.
Quedar reducidas a cenizas
con las que nadie pueda
garabatear ni su nombre secreto.
Ser las pequeñas
partículas de polvo
que giran
en el único rayo de sol
que perfora
una mañana de Praga
sepultada por las nubes
de lo que nunca tendré.
Crujir como crujen
los insectos que somos
cuando alguien más poderoso
e invisible que nosotros
nos aplasta
con un pie impulsado
por la culpa
que nos corresponde
por un inmemorial
decreto paterno.
Padre: aquí estoy.
En el humo del cigarro
que es tu vida
consumiéndose de a poco.
En la sombra larga
que arrojas a mediodía
sobre la pared descascarada
en que me has convertido.
En la sentencia amorosa
que no puedes decir
en voz alta
porque tú mismo
te has cortado la lengua
con el cuchillo
que alguien
me retuerce
en el corazón.
Búscame en las esquinas,
en los resquicios reservados
para lo que repta.
Donde el parásito
que a fin de cuentas soy
funda su reino sagrado.
Donde la voz de los dioses
está hecha
a partir del suave temblor
de telarañas tejidas
con paciencia milenaria
por manos de mujeres
que adelantan mucho
calladamente.