En Autos, mota y rocanrol (México, 2025), frenético octavo largometraje del excuequero también documentalista y TVserialista de 45 años José Manuel Cravioto (Mexican gangster, la leyenda del Charro Misterioso 14, Olimpia 18, Corazonada 22, Entra en mi vida 24), con guion suyo y de Cristian Cueva y Ricardo Farías, el bien trajeado junior de familia empresarial fanático de las carreras de autos pero en el corporativo transnacional McCann Erickson medrando Justino Compeán (Emiliano Zurita de asombrosa ligereza) y su publicista mejor amigo del alma Eduardo El Negro López Negrete (Alejandro Speitzer de rala barbita entusiasta) se aceleran entre sí y deciden organizar en septiembre de 1971 una competencia automovilística con pequeño concierto rocanrolero denominada Festival de Ruedas y Rock en una pista improvisada de la rural casi baldía localidad mexiquense de Avándaro próxima al hiperturístico e idílico pueblo mágico de Valle de Bravo, sin mayor capital ni experiencia en la materia, pero confiando en los contactos dinásticos, en su audacia y en su buena suerte, desafiando las resistencias conservadoras del propio clan Compeán (“No se vayan a drogar ¿eh?”), creando una logística organizadora muy efectiva a partir de la nada y, sin tener mínima idea de las ansias y frustraciones juveniles ávidas de rock y desmadre colectivo que removían y movilizaban, emboletando a quien se deje, sean técnicos viejos lobos de mar expertos en pequeños festivales, un permiso obtenido del gober dadivoso mexiquense en imposible campaña presidencial Carlos Hank González, el eficacísimo TVagente contratista de grupos musicales Armando Molina Solís (Ianis Guerrero con gazné florido) capaz de elaborar un atractivo coctel de grupos rockeros (“¿Cómo ves si metemos ocho grupos en vez de cuatro y si invitamos a Julissa?”) aunque contando con el megalomaniaco rechazo del mamonazo famoso apodado El Brujo (Ruy Senderos) y encargando la coordinación de la seguridad al premioso hermanito encantador Alfonso Poncho López (Enrique Arizón), sobre todo cuando la turbamulta llega con cobijas para pernoctar y se cuela sin boleto, superando bárbaramente cualquier expectativa numérica, ocupando inclusive la dispuesta pista para las carreras, impacientes tras improvisadas lecciones de yoga (“Conecta con la Madre Tierra”) para la eclosión en material de archivo del festival rockero la noche del sábado el 11 y la mañana del 12 de septiembre, hace sólo poco más de medio siglo (“A ver cuánto dura esto“), ante alrededor de incalculables trecientas mil personas, con la coordinación musical de un grupo tras otro tras otra banda (de Los Dug Dugs al primitivo Three Souls in My Mind de Alex Lora), haciéndose circular y consumiéndose mota a raudales, entre atronadores altavoces y desfiguros y pavorosas fallas técnicas, por su propia jubilosa dinámica y no sólo porque el show debe continuar, aclamando en las celestiales alturas la potencia subversiva de la celebérrima Encuerada de Avándaro (en la mejor secuencia desinhibida a contrapicado), motivando la intervención del Ejército (“Tengo órdenes de parar todo esto, tienes diez minutos para arreglar este desmán”) tampoco logra interrumpir las acciones ni controlar la situación desbordada, hasta que una providencial lluvia consiga poner un lodoso y basurero punto final al magno acontecimiento, sin embargo dejando a sus rebasadísimos organizadores Justino y El Negro a merced del escándalo mediático (“Música, drogas y sexo: el frenesí de Avándaro” o “¡El infierno de Avándaro!”), de las causas penales y de la familia Compeán vuelta rescatista forzada, revelándose insignificantes en su conjunto ante la grandiosidad incólume de esta perdurable y germinal inmersión filoavandariana.

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Crédito: Especial
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La inmersión filoavandariana se disfraza de magno making off o demencial detrás de cámaras eterno, con cámara autoconsciente siempre repudiada por omnipresente y ubicua, para convertir en falso documental su ficción biográfica transferida, estructurándose a modo de una bitácora en conteo regresivo, llevando la hiperfragmentación hasta sus últimas y sorprendentes consecuencias, la historia de un abismo por fin sondeado.

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La inmersión filoavandariana se erige entonces a la vez como una rareza y una ignorada obra cumbre del cine incómodo mexicano, donde la sola mención de su tema y la inclusión de la palabra mota en su título ha servido para su exclusión o su minimización, aunque la expresión de “autos, mota y rocanrol” sea de origen escandaloso condenatorio y su literalidad se le atribuya dentro del film al desdeñoso televiso Azcárraga Milmo, difuminándose así el efecto testimonial de un argumento basado en una remembranza autobiográfica de un Justino Compeán que funge además como asesor libretista y coproductor de la cinta, ambicionando hacer que prevalezca y se eternice su versión ultradocumentada y aclaratoria personal de unos hechos hoy legendarios dentro de la mitología juvenil tardía y visceral de un Woodstock Mexicano, al interior de una extraña película ectoplásmica y turbulenta permitiendo vivir (más que revivir) el festival “como si hubieras estado allí”, los ecos de una reconstruida y valiosa realidad inmersiva, una fábula añorante y una poción enardecefibras porque en el puesto de mando están la muchedumbre enhiesta de miles de rostros y los afanes extremos de dos criaturas benditamente irresponsables involucradas en una creación que se erige a la vez que va consumiéndose a sí misma, dos seres clave que saben que van a fracasar en el control de su festival Frankenstein e incluso así deben seguir operando, cual si se tratara de una ética absurdista y una estética del fracaso.

Y la inmersión filoavandariana se ha postrado ante la rebeldía innata e instintivamente sabia y jamás extinta de una aún resonante multitud gloriosa sin saberlo, le guste al que le cuadre, porque “Quien se lanza al vacío ninguna explicación le debe al que se para a ver” (Agnès Varda).