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En la actualidad existe una paradoja: mientras la derecha política asume la transgresión como discurso, la cultura se vuelve moralista y cautelosa. Así lo expresa el antropólogo y ensayista colombiano Carlos Granés, quien en el próximo mes disertará, en el Hay Festival Arequipa, a propósito de El rugido de nuestro tiempo (Taurus, 2025), su más reciente libro de ensayos, un intento por entender un mundo habitado por políticos mesiánicos y artistas moralistas.
En esta semana, el analista bogotano participó en el X Congreso de la Lengua en Arequipa en los homenajes hechos a Mario Vargas Llosa, con quien trabajó estrechamente y de cuya obra periodística es actualmente antologador.
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Granés, doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y becario de la Universidad de Berkeley, reflexiona sobre la cultura, la política, incluso la geopolítica contemporáneas, utilizando la metáfora del rugido para hablar de cómo las estruendosas redes sociales amplifican la animadversión política, y con ello potencian la confusión que hoy reina.
En tu libro, recuerdas la Convención Republicana de 1992 en Estados Unidos, donde el candidato conservador, Pat Buchanan, hablaba por primera vez de una “batalla cultural”, librada al interior de su país. Un término que escuchamos hoy entre todos los líderes derechistas. ¿Cómo se entiende esa “batalla”?
En Estados Unidos empieza, muy claramente, cuando acaba la Guerra Fría. El enemigo exterior se desmorona y, de pronto, los norteamericanos empiezan a dividirse ya no por asuntos de política pública, sino por cuestiones morales. Ya no se debate qué tipo de escuela se quiere para sus hijos, o qué tipo de política exportadora es la mejor para el país. Se empiezan a discutirse temas éticos, morales, ideológicos. Es un debate entre valores conservadores y valores más progresistas que invade la política estadounidense. Con el tiempo, por contagio, se extiende a otros lugares. Curiosamente, en América Latina tardó en llegar. Fue recién en la segunda década del nuevo siglo cuando, después del auge de los populismos de izquierda, surgen populismos de derecha que usan como estrategia la incorrección política y el desafío a la moral progresista que permeó en estas sociedades. Voces muy conservadoras empiezan a “rugir”, a hacer escándalo, promoviendo sus valores e ideología.
Y en ese proceso, adviertes que mientras los políticos de derecha asumen la incorrección como estrategia, los artistas se vuelven conservadores y correctos. ¿Es una coincidencia?
Es una coincidencia, digamos, pero con relaciones profundas. Actualmente pasan dos fenómenos paralelos: el arte y la cultura intentan apoyar causas nobles, ser fuente de conciencia moral. Paralelamente, la política moviliza al electorado alentando odios y resentimientos. Son dos fenómenos paralelos que uno podría creer que no tienen nada que ver. Pero sí tienen que ver. Vivimos un cambio de época en que se cuestionan ciertos valores que predominaron en Europa y en Estados Unidos desde 1968, a partir de las consecuencias de la crisis económica de 2008. Sin que fuéramos muy conscientes de ello, nuestras sociedades se habían vuelto muy tolerantes y progresistas: las comunidades LGTBI tenían amplios márgenes de libertad, la eutanasia se empezó a aceptar en muchos países, el matrimonio homosexual fue una conquista lograda. Y los artistas, cuando empezaron a ver que esos logros eran atacados, empezaron a protegerlos. Y se convirtieron en guardianes de ese legado surgido en Mayo del 68, en las calles de París. Empezaron a tener una actitud más conservadora. Entonces empiezan a invertirse los roles: el artista empieza a ser defensor del statu quo, mientras que la nueva derecha se hace más rebelde para impugnar ese consenso moral. De alguna manera, aunque parecen fenómenos paralelos, están interconectados. La política desafía el status quo moral mientras la cultura lo protege.
Tú lamentas que la cultura haya sacrificado los valores de la experimentación por abrazar causas legítimas...
Es positivo que los creadores defiendan ciertas causas. El problema nace cuando la cultura asume una utilidad moral. Ahí es cuando empieza no solo a anquilosarse, sino a perder libertad y capacidad para explorar la complejidad humana. En lugar de ser fuente de conocimiento e innovación, empieza a repetir clichés. Cuando el arte deja de decir cosas nuevas y se dedica a repetir consignas morales obvias pierde su razón de ser.
Digamos además que los creadores terminan trabajando con los fondos de los ministerios de cultura. Terminan asumiendo una visión oficialista.
Totalmente. Esta nueva lógica ha permitido que políticos que no entendían para qué servía la cultura, le hayan descubierto una utilidad. Ahora, en Madrid, todos los ayuntamientos organizan concursos de literatura “para empoderar a la mujer” y obras de teatro “que denuncien el racismo”. Esta hipermoralización de la cultura le funciona muy bien a los políticos. Ya no se exponen al azar de la creación, sino que premian obras moralmente encuadradas en buenas causas que a ellos les resultan rentables.
La celebración de la obviedad.
Un llover sobre mojado, la insistencia en el cliché moralista. Y con ello no se está diciendo nada nuevo, simplemente se le está haciendo sentir al espectador que es bueno y consciente frente a los problemas sociales. Y el arte que hace eso resulta ‘kitsch’ y banal.
Curiosamente, mientras se debilita el control político a nuestros representantes, los creadores se ven asediados por cuestionamientos morales. ¿Por qué nos ofende más la vida privada de los artistas que el actuar de los políticos?
Se ha popularizado la idea de que todo aquello que se observa en las obras de arte tiene un efecto en la realidad y por ello posee un posible poder corruptor. Así, el artista que muestra escenas racistas en una novela parece estar predicando el racismo, en lugar de, simplemente, analizar una situación racista. El artista se encuentra hoy en un campo minado. Tiene que ser muy cuidadoso no solo con las palabras y temas que elige, sino en las susceptibilidades que puede herir. Y no solo su obra, sino su vida, también. En el momento en que se le encuentre un ‘tuit’ en el que se le escapó un ataque a una comunidad minoritaria,le caerán las hordas canceladoras para censurarlo. Mientras tanto, sucede lo contrario con el político. Hoy en día, no solo pronuncian en público las peores incorrecciones, sino que pueden alentar el odio con impunidad. Así, esperamos que la cultura nos diga cosas bonitas, mientras el político se adjudica el derecho de dividirnos, apuntando a nuestros peores sentimientos. Ese cambio de roles de la política y la cultura nos está enloqueciendo.
En tu libro, ubicas este cambio en el discurso de la derecha y la aparición del fenómeno ‘woke’ con la crisis económica del 2008, y, curiosamente, con una exposición de jóvenes artistas británicos en Brooklyn, que motivó la reacción indignada del alcalde Rudy Giuliani. ¿Cuán determinante resulta esa exposición en este cambio de época?
Titulada “Sensation”, esa exhibición reunió a la última camada de artistas británicos de los años 90, que usaban la transgresión como táctica de autopromoción. Estaba ahí Chris Ofili, que hacía imágenes de la virgen con caca de elefante, o Marcus Harvey, que creó el polémico retrato de Myra Hindley, una asesina de niños en la década del 60. Eran obras de arte que buscaban producir un shock emocional en el espectador. Desde luego, no eran originales en eso: heredaban toda una experiencia de transgresión muy digerida entonces por el público. Sus obras no los convertían en marginales, sino en todo lo contrario: eran artistas muy ricos. ¡Los multimillonarios estaban seducidos por esa transgresión! Sin embargo, los sectores conservadores representados por el alcalde Giuliani sí se sentían ofendidos.
Ocurrido todo esto, se da un proceso en que los jóvenes empiezan a perder la ilusión por el futuro. Se dan cuenta de que no vivirán mejor que sus padres, son conscientes de la crisis climática, del racismo estructural, el machismo empieza a verse como una plaga. Todos estos cambios hacen que la transgresión en la cultura sea erradicada de los grandes eventos artísticos. De pronto, cambia la sensibilidad moral. Las jóvenes progresistas empezaron a denunciar a artistas como Balthus, por ejemplo, escandalizadas por obras que ya la historia del arte había digerido por completo.
Lo curioso es que los sectores conservadores que se escandalizaron con esos artistas británicos mutaron en personajes mucho más transgresores que los propios artistas. No solamente se convierten en anti-establishment para desafiar la nueva moral de los jóvenes, sino que se convertirán en una verdadera amenaza para las instituciones democráticas.
¿Qué opinas del fenómeno “Woke”, hoy centro del ataque del trumpismo?
Está claro que las reivindicaciones “woke” son muy válidas. El problema no son sus metas, sino sus métodos. Todo lo que defiende el “wokeísmo” es, en realidad, el abecé del liberalismo: la amplitud de libertades y de derechos. Lo que realmente molesta al liberal es negar la discusión, negar el debate. Simplemente cancelar lo que nos irrita, lo que no nos gusta, lo que creemos una amenaza para los colectivos que defendemos. Esa actitud me irrita muchísimo. Otra cosa que distancia al liberal del “wokeista” es su análisis del problema. Para el “wokeista”, el machismo o la opresión racial son problemas estructurales de la sociedad occidental. Por el contrario, pienso que no ha habido una sociedad más autocrítica y capaz de revisar sus propios prejuicios que la occidental. Occidente es el lugar donde mejor viven los homosexuales, las minorías éticas, las personas que no encajan con la moral convencional, porque es la sociedad que más profundamente ha revisado sus propios errores, donde las libertades de expresión, de investigación, de creación son pilares inviolables. El ‘wokista’ piensa que hay que destruir la civilización occidental. El liberal, por el contrario, dice que Occidente es lo único que nos puede salvar.
El trumpismo, por otro lado, es una especie de ‘wokismo’ de derecha, que detesta la globalización, el cosmopolitismo. Considera que todos esos conocimientos “fabricados” en las universidades, en las ONGs, en la Unión Europea o en la ONU, corrompen a la familia y socavan las tradiciones nacionales. De alguna forma, los ‘woke’ tanto de izquierda como los de la nueva derecha, son antimodernos y antioccidentales.
La “batalla cultural” genera víctimas y una de estas últimas fue el activista de derecha Charlie Kirk. ¿Hacia dónde nos lleva esta abierta polarización?
Uno de los grandes problemas de las batallas culturales es que nos encierran en nichos, donde no solo se comparten valores, sino una noción de superioridad moral. Todos los batalladores culturales intentan denigrar moralmente al otro, sean de derecha como de izquierda. Ambos están convencidos de que sus causas son las únicas verdaderas. Estamos en un mundo de sordos donde todo el mundo cree tener la razón.
Tanto el Congreso Internacional de la Lengua Española como el Hay Festival programaron agendas para recordar a Mario Vargas Llosa. ¿Que crees que diría él de la actual coyuntura? ¿Qué posición tomaría?
Sería interesantísimo verlo hoy como figura del debate público. A pesar de ser liberal y de ser de centro derecha, Mario fue uno de los más grandes defensores de Palestina. Fue de las personas que con más sensatez señaló los abusos cometidos por Israel. Y lo hacía con respeto por una sociedad que admiraba profundamente. Mario defendía a los migrantes, defendía el derecho de buscar un futuro mejor cruzando fronteras. Mario defendía el matrimonio homosexual, defendía la eutanasia. Eso hoy no ocurre. El mundo se está volviendo bipolar. Personas como él permitían que hubiera comunicación entre sectores de izquierda y de derecha. Pensaba en la libertad individual, la democracia liberal, la libertad económica, la libertad de expresión, de creación, de opinión, de investigación. Vargas Llosa hace más falta que nunca, porque rompería los esquemas de este mundo bipolar al que hemos entrado.
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