En La última gran actuación (The Last Showgirl, EU, 2024), estremecido film 4 de la angelina dinástica pese a ello con serias dificultades pretéritas para salir por fin en forma original del cascarón creativo de 37 años Gia Coppola (nieta de Francis Ford y sobrina tanto de Sofia como de Roman; primeros largos: Palo Alto 13, Mainstream 20 y Las siete caras de Jane 22 junto a Julian Acosta y Xan Cassavetes), con guion de Kate Gersten, la envejeciente corista rubia de cuarta cumpliendo ya los 57 años Shelly (Pamela Anderson lo que sigue de sublime) ha logrado durante tres décadas sostenerse portando penacho de plumas y pedrería chafa y alas fácilmente rasgables en la línea del anacrónico show a la francesa Razzle-Dazzle de Las Vegas y, a costa de lo que sea en su vida personal, ha mantenido un alegre sucedáneo de núcleo familiar, junto con la entrañable servidora de copas sexagenaria aún deseada gozosa Annette (Jamie Lee Curtis picaresca autoirrisoria) e incluso ahora con las ambiciosas coristas novatas Jodie (Kiernan Shipka) y Mary-Anne (Brenda Song), pero una buena tarde el exgalán de la mujer y figura protectora del grupo, el organizado productor del espectáculo Eddie (Dave Bautista), les comunica que el vetusto show será en dos semanas sustituido por otro más moderno, lo cual hace desplomarse el mundo ficticio de Shelly, dejándola a merced de audiciones ya imposibles para ella y de intempestivos arrebatos de histeria, pues para colmo le rinde visita la estudiosa hija adolescente Hannah (Billie Lourd) que tuvo alguna vez con Eddie, sin que la joven haya conocido jamás su origen, pues fue adoptada por una pareja de amigos en la lejana Arizona, y hoy desprecia a Shelly y le reclama haberle dado prioridad a un show sin valía, dejando a la infeliz madre presa de sus errores pasados, mezquindades presentes y el desplome de su grupo, para enfrentar su póstuma función como última corista, sujeta a una inexorable decadencia femidesechable.
La decadencia femidesechable cambia de régimen expresivo dependiendo de la naturaleza emocional-pulsional de cada secuencia fotográfica impelida más que registrada por el fotógrafo Autymn Durald Arkapaw (el compañero de fórmula de Gia Coppola en sus inicios), yendo de la desatada cámara en mano para narrar desde adentro la vida desenfadada en perpetua extroversión nerviosa y explosiva de las coristas, al casi contemplativo y melancólico de los enfrentamientos o desplomes emocionales a solas de las mujeres, un enfoque narrativo cuya oscilación ve todo estratégicamente desde atrás del escenario y desde los camerinos o desde las resonancias del show en la vida privada, que es como decir stendhalianamente desde la retaguardia, que redunda en una materia ficcional entre el desaliño deliberado porque significa una negación rotunda a idealizar o desmitificar a sus lamentables y finalmente quebradizas criaturas.

La decadencia femidesechable plantea de un modo agitado e íntimo sin fantasía posible una curiosa semejanza con la situación de base de La sustancia (Fargeat 24), o sea el envejecimiento de una artista del espectáculo vuelta de pronto sustituible, pero en el fondo también está replanteando exacto un siglo después el justo paralelo femenino de la condición prescindible del portero de hotel degradado a vil cuidador de mingitorios en El último de los hombres (Murnau 1924), he aquí pues a La última de las mujeres que se ignoraba a sí misma y caída de repente en la ignominia laboral y sentimental más impía, inasumible e irrecuperable, irremisible e inaceptable.
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La decadencia femidesechable se articula tan espontánea cuan sorpresivamente sobre secuencias de aguda inermidad afectiva, como la confesión de las jóvenes coristas a Shelly de que representa para ellas su figura materna (correspondiéndole la paterna al acomodaticio Eddie), la insolidaridad de la heroína dándole portazo a una Jodie jodida afectiva que la buscaba cierta noche como refugio materno, el desdén devuelto por Jodie en el camerino negándole el ajuste de su atuendo a Shelly para provocarle una nueva multa por rasgado de alas, las plásticas deambulaciones al atardecer o de madrugada por espacios urbanos que aparecen doblemente artificiales y huecos hasta lo inhóspito, la imploración de auxilio de la anciana Annette porque perdió su depto y tiene semanas durmiendo en su coche, o el desgarrador autorreconocimiento de Shelly (“Me encanta ser vista, sentirme bella”).
La decadencia femidesechable hace así el retrato de una mujer en vilo que parece remitir o resucitar de manera ostensible y actualizada a las heroínas frágiles mentales del compasivo primer Tennessee Williams, aquellas que ilusoria y alucinadamente habitaban en El zoológico de cristal (Rapper 50/ Newman 87) o esperaban sin esperanza el arribo de Un tranvía llamado deseo (Kazan 50), antecedentes ideales de esta Shelly que aún vive (y cree poder vivir de forma permanente) en la falsa gloria de sus días de juventud sexy sin evolución ni talento, para sostener lo cual debió sacrificar el cuidado de su hija y su propia vida afectiva, aunque de manera brutal deberá enfrentarse a la rabiosa realidad durante un humillante casting una y otra vez insistente (además de presentado en el prólogo y repetido en un punto clave a media película) que desencadena su incontrolable histeria, arrebatada e inextinguible hasta la crueldad y la autodevastación, volviendo evidente la imposibilidad de su reinvención femipersonal, para sucumbir ante la experiencia verdadera.
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Y la decadencia femidesechable culmina en la concluyente irrealidad del tridecenal show jamás antes mostrado, que equivale al absoluto de la irrealidad pura y a un dramático hundimiento en el interior de la última corista (“Gira, niña, gira, la noche siempre cae”) confundiendo lo luminoso real con sus deseos, imaginando la perdonadora visita providencial de su hija y a ella misma sonriendo al vacío colmado por un misericordioso fundido en negro.