En Grand Tour (Portugal-Francia-Italia-Alemania-China-Japón para la plataforma Mubi, 2024), trotamundos novena obra maestra del lisboeta de culto internacional de 52 años Miguel Gomes (Aquel querido mes de agosto 08, Tabú 13, Diarios de Otsaga 21), con guion suyo y su amada excodirectora Maureen Fazendeiro más Telmo Churro y Mariana Ricardo, premio a la mejor dirección en Cannes 24, el funcionario imperial británico treintón en atuendo nupcial Edward (Gonçalo Waddington desgarbado y fragilísimo) aborda precipitadamente en 1917 un tren desde el puerto birmano de Mandalay hacia la capital Rangún para huir del matrimonio con su amenazante novia inglesa Molly a quien no ve desde hace siete años, se trepa a un barco de vapor hacia Singapur, ebrio y desmañado toma rumbo al tailandés Bangkok otro ferrocarril que amanece descarrilado a media selva sin víctimas graves, sigue por mar y tierra o como sea hacia Saigón, Manila y un hostil Tokio de donde, por sospechoso de espionaje, es deportado a China, donde se interna rumbo al norte por el turbulento río Yangtzé en plena remontada, pero acaba robado por sus guías coolies y sólo con su vestimenta más una libreta de dibujo, hasta terminar prácticamente desahuciado en las manos seudocaritativas de un provecto cónsul decadente Horace (Joao Pedro Bénard) que le ofrece opio en la pipa en que lo fuma varias veces al día dentro de una espesura ya inaccesible por vía fluvial durante meses, pues el buen cobarde marital Edward sólo desea largarse cada vez más lejos, aunque a dondequiera que vaya recibe telegramas de su ubicua novia Molly (Christa Alfaiate elegante), a quien un largo retorno al pasado muestra testaruda decidida y retadora, siguiéndolo a todas partes, aunque llegando siempre tarde, valiéndose de las señales dejadas en Rangún al efusivo primo Reggie (Jorge Andrade), hurgando en archivos navieros portuarios, recibiendo hasta una intempestiva propuesta matrimonial de cierto millonario Sanders (Cláudio da Silva) que la considera tan absurda como él y que tras cien peripecias y mil telegramas y un desmayo propiciatorio la aloja en su majestuosa mansión a orillas del Mekong, pero ella le da baje con la luminosa sirvienta vietnamita Ngoc (Lang Khé Tran) que la lleva con una chamana omnirreveladora y la acompaña hasta el inaccesible Yangtzé donde va a conocer al renegado hiperlúcido Reverendo Carpenter (Joao Pedro Vaz) antes de fallecer, cual femenino chivo expiatorio de un sarcástico por delirante geotiempo amoroso.
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El geotiempo amoroso atraviesa la geografía esteasiática en un flagrante sincretismo de años remotos y época actual, ya que fundamentalmente se trata de ofrecer a los maravillados ojos espectadores un derrochador alarde inagotable de invenciones fílmicas merced a una fotografía tripartita en regio blanco/negro de Gun Liang, Sayombhu Mukdeeprom y Rui Poças a veces neblinosa narrativa indirecta u oblicua a veces nítida reporteril, donde el uso de metáforas visuales siempre indirectas u oblicuas y de metonimias sintéticas apenas alusivas se vuelve constante, gracias a una afelpada edición sincrética todoabarcadora de Pedro Filipe Marques y el coguionista Churro, bordando sobre arbitrarias atracciones ambientales eisensteinianas (que podrían estar o no estar) y los caprichos descriptivo-expresivos consumados por una insaciable imaginería, invenciones eruptivas, invenciones insondables, invenciones incesantes dentro de una placidez absoluta, que incluyen una multilingüe voz en off que volviendo realidad lo inmostrable, a través de niños nativos trepando una rueda de la fortuna en movimiento, títeres principescos ricamente ataviados con culebra enjoyada, forzudos de feria, Edward jinete en cuadrúpedo peludo, continuum vehicular de una coral inglesa o una heroica aria verdiana cual anacondas musicales.

El geotiempo amoroso oscila fílmicamente entre la irritación seductora y la seducción irritante, entre varios géneros innovadores y aun innombrables, entre el divertimento plebeyamente señorial de época, la película de patoaventuras exóticas, el romance obstinado tan invisible cuan indivisible e inconsumable, una road picture física y metafísica, el travelogue tercerinmundista sin rumbo ni destino, la itinerante fantasía onírica sin itinerario, la comedia dramática del novio fugitivo, el himno henchido a la novia perseguidora, el réquiem glorioso y florido en el fango, la visión opiómana vuelta consuetudinaria, la experiencia paroxística de los límites en un vaso de vino, tartamudeos ópticos y muchas ideas informulables más, o sea, sin saberlo cual sobrentendido homenaje a Sinatra y al futuro simio vivificante Better Man: la historia de Robbie Williams (Gracey 24) sin dudarlo “A mi manera/My Way” que atruena dominador hacia el final.
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El geotiempo amoroso ostenta así una estructura calculadamente bipartida, exacto una hora para las vicisitudes paranoides e irresolubles del novio y una hora los desvaríos operáticos de la novia, monstruosamente equilibrada, pero dentro de cada parte los tonos se multiplican y las dimensiones de cada personaje se expanden y diseminan, como flotando ingrávidos en su nube de indiferencia sensual, cual ilustraciones perfectas del dictum de Paul Auster (en Brooklyn Follies) según el cual “Cada hombre contiene varios hombres en su interior, y la mayoría de nosotros saltamos de uno a otro sin saber jamás quienes somos”.
Y el geotiempo amoroso convoca así el milagro de la belleza y la belleza del milagro de dos criaturas angelicales en el infierno de la hecatombe imperial y en la sempiterna incomprensión congénita (“El fin del Imperio es inevitable, lo trasciende la cultura oriental”, vaticina el decrépito grifo Horace), pero la muerte clemente adviene a los coolie cantando en el cepo de los condenados a ejecución tanto como a la exánime Molly en una imagen albeando de azulosa (“Dejó de caminar cerró los ojos, fue encontrada congelada, estaba azul, tenía varias horas muerta”).