De la misma manera en que me ocurrió a mí, Ariana Harwicz debió de sufrir un soponcio cuando vio una edición de George Sand con su pseudónimo o nom de plume enfáticamente tachado en la portada para resaltar su nombre original y legal, femenino desde luego, el de Amantine–Aurore–Lucile Dupin porque ella, como se lee en El ruido de una época (Marciana, 2023), “decidió ser del tercer sexo, ni hombre ni únicamente mujer, como la apodó Flaubert”.
Los editores, al cometer esa infamia, demostraron no tener la menor idea de la vida de Madame Sand, quien eligió firmar así porque se le dio la gana, pero no por problemas de “género”, sino de origen social: por parte de su madre, venía de la pequeña burguesía, por parte de su padre, era bisnieta del conde de Saxe, mariscal de Francia emparentado con varias casas reales. Mujer progresista tanto en sus ideas sociales como en la liberalidad de su vida privada (Chopin y Musset fueron sus amantes libre, escandalosa y abiertamente elegidos, como se sabe), George Sand (1804–1876) quiso reafirmar, con esa elección, las libertades que daba al mundo la Revolución francesa, arrinconando lo mismo a la bastardía que a la sangre azul.
Tampoco saben esos editores, que precisamente en la época romántica, la novela era mal vista por ser un género literario recién llegado, consumido y escrito, esencialmente, por mujeres. Balzac se burlaba del crítico Sainte–Beuve no sólo porque era el favorito del público femenino, sino por la cantidad de escritoras y poetisas que promovió, entre ellas, las mentes más dotadas de su siglo (Madame de Staël y Marie d’Agoult) y algunas sublimes (Eugénie de Guérin, Judith Gautier) o muy malas, como Madame de Krudner. Tan es así que uno de los libros más célebres de Sainte–Beuve fue, precisamente, un Retrato de mujeres (1844 y 1870), galería no digamos que feminista, pero si una demostración de que, sin mujeres, no había, ya desde hacía rato, literatura francesa.
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Concedo que tanto Sand como Sainte–Beuve creían, lo cual hoy es inaceptable, que las virtudes literarias de la mujer eran las de la sensibilidad y las del salón, por debajo de la inteligencia analítica y la soledad abismal, propias de los varones. En ese punto se erraban: recuerdo a una escritora uruguaya que hace algunas décadas se jactaba de ser un hombre enjaulado en el cuerpo de una mujer. Mal. Pero también hoy se equivocan las reducciones genéricas del feminismo contra el cual Harwicz escribe este libro, en la mejor tradición del libelo militante por una causa acaso perdida o pospuesta.
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La mayoría de esas escritoras del siglo XIX, concluyo, firmaron como mujeres y al elegir un pseudónimo masculino, siendo Sand famosísima y dueña de “le tout–Paris”, estaba imponiendo la universalidad de la literatura, su diferencia, por encima de su origen y de su sexo, frente a un pasado que abominaba. Si se quiere, para complacer a las convenciones en vigor, George Sand estaba “transitando”.
“Esta reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual, o a su color de piel, es propia del fascismo. Es una clasificación de la que huyeron horrorizados en el siglo XX y que hoy estamos retomando en el arte”, dice Harwicz, en El ruido de una época, un libro que ratifica, por si hacía falta, que la bonaerense (1977), radicada en la campiña francesa, es una de las figuras más lucidas y valientes de la literatura contemporánea.
El ruido de una época no deja títere con cabeza. No hay literatura sin odio ni escritor sin contradicciones. Sartre y Beauvoir, mientras se amaban de una manera que consideraban moralmente superior a la mediocridad burguesa, maltrataron a sus amantes, hombres y mujeres, y a una de ellas la dejaron expuesta a la cacería nazi. “La escritura nunca es autobiográfica”, dice Harwicz para repeler a la autoficción, etiqueta muy lucrativa inventada por profesores y editores que de novedosa no tiene nada.
En cuanto a la verdad absoluta de las víctimas, dice Harwicz: “Que depravación el discurso que vuelve a las mujeres inocentes por naturaleza, ovejitas sin maldad, seres sin fanatismo ni odio, incapaces de actos macabros. Pero, sobre todo, las niega. Las mujeres que torturan niños son mujeres también. Ilse Koch era mujer, nacida de mujer, y creaba objetos con la piel de los prisioneros en Buchenwald y Majdanek. Marie Curie era mujer y salvaba soldados de amputaciones con las radiografías en los campos de batalla.”
Contra esas depravaciones, Harwicz se pregunta: “¿Por qué el escritor debería acoplarse a la mentalidad de su tiempo? Las mejores obras han sido transversales, oblicuas: se adelantaron al pensamiento de su época, o retrocedieron. Si se aplican los límites de la vida civil a la ficción, qué sentido tiene el arte. Es como una copia mala de la vida. El arte es una visión, y las visiones son siempre proféticas”.
Otros temas, propios del mundo literario, preocupan a Harwicz. Se burla de los muy inclusivos festivales de literatura donde se admite solamente a los ecologistas, los veganos, los antirracistas, los pro Palestina, pero olvidando que el escritor puede ser ecologista y antisemita o pederasta y vegano. En esos festivales, dice Harwicz no sólo se lava dinero sino conciencias: “El mercado literario es hoy la hipérbole de la doble moral”.
Tampoco escapan a los contundentes fragmentos de El ruido de una época la actual censura, directa o indirecta, de los inquisidores que editan y transmiten su obediencia debida al puritanismo, a los traductores, por ejemplo. A Harwicz la traductora de una de sus obras maestras (La débil mental) le pide comillas cuando el personaje se dice a sí misma: retrasada mental. “Dice que en su idioma es ofensivo. ‘En el mío también, le respondo.’ ‘Por eso mismo propongo cubrirlos con comillas’. Eso equivaldría a usar prótesis morales o comillas policíacas”, cierra Harwicz. Y eso que no la censuraron tanto como a Élisabeth Roudinesco, que, por ello, renunció a editar su último libro en inglés.
El discurso de la identidad se ha convertido en un individualismo autista y es del todo contrario a la materia misma de la literatura. Concluyo citando, otra vez a Harwicz: “La descripción de la realidad misma, vivir, es visto como una incitación al odio. El arte que no responde a las consignas ideológicas es judicializado y acusado de xenófobo, islamofóbico, transfóbico. Toda la larga semántica de la fobia está puesta al servicio de que se renuncie a pensar. Suponer que uno lee desde la identificación primaria es un error. Cuando uno lee no siente identificación por lo idéntico a uno” y tras autodefinirse como mujer, madre, residente en Francia, blanca, Ariana Harwicz concluye: “Uno lee para olvidarse de sí, para borrarse, para des/hacerse, para des/identificarse, para romper con la mentira del Yo, para des/individualizarse”.