Además de llevar uno de los títulos más eufónicos de la literatura mexicana, Gentes profanas en el convento (1950), del Dr. Atl, es una obra un tanto olvidada de nuestra narrativa, aunque el camino ya lo han transitado investigadores como Juan José Doñán. No es la suya propiamente hablando, una “novela” como quería quien nació con el nombre civil de Gerardo Murillo (1875–1964) ni tampoco son, en sentido estricto, sus memorias. Como en La flama (1959), de José Vasconcelos, su hermano–enemigo, en Gentes profanas en el convento, del vulcanólogo, pintor y político, además de frustrado empresario cultural, el Dr. Atl ofrece lo que hoy sería anacrónicamente considerada como una obra “híbrida”, cuando es un cajón de sastre donde ese ingenio metió su vida entera, mezclando historia y ficción con escasa premeditación estética. No todo lo que está mal hecho, como La flama, confundiendo a la inventiva con la documentación, merece el calificativo postmoderno de la hibridez.
Entre los asesinatos de los presidentes Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo en 1920 y de Álvaro Obregón en el Parque de La Bombilla en 1928, trascurre la curiosa estancia del Dr. Atl como abad laico (y en buena medida defensor de un sitio mudéjar amenazado por la destrucción desde que las Leyes de Reforma lo condenaron) en el Convento de la Merced de la Ciudad de México, donde es víctima de toda clase de espantos y sortilegios, pasando de ser un muerto en vida tras la derrota carrancista, a regir un extravagante gineceo donde señoras y señoritas de todas las edades pasan a ser huéspedes, a través de una fantasía erótica aunque no sensual, interrumpida por la crónica de su inflamado amorío con Carmen Mondragón o Nahui Olin (1893–1978), apenas disfrazada con otros nombres y del todo expuesta por esos ojos verdes que el Dr. Atl destacó, maravillado, en su famoso retrato.
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El autor de los Cuentos de todos colores, que son un verdadero repertorio que va de la viñeta paisajística a la ciencia ficción, pasando por el amor por los indios de México y toda clase de asuntos más románticos que naturalistas, escritos tras intentar el poema en prosa, más parecido al brasileño que al mexicano en su bucolismo arcádico, en Las sinfonías del Popocatépetl (1921). Menos que el modernismo pasado por la Revolución mexicana, como calificó José Emilio Pacheco a la obra de Ramón López Velarde, el Dr. Atl como poeta fue el romanticismo tras nuestra bola revolucionaria y sus visiones del futuro. A veces se acercan más a los ensueños de Victor Hugo que a las expectativas –las del Sputnik y de la perra espacial soviética, Laika–, de su era.
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Ajeno al canon –yo mismo desoí en 1989 la recomendación de leerlo que me hizo el jazzista Eduardo Piastro y por ello está ausente, de manera imperdonable, de mi Antología de la narrativa mexicana del siglo XX– el Dr. Atl intentó en Gentes profanas en el convento lo que después sería considerada una “obra total”, propósito muy ajeno al suyo, que fue el de resumir novelescamente su periplo, sin mayores consideraciones estilísticas, siendo a ratos muy atinado, y en otros momentos del libro, desastroso. Bien que haya descubierto en una de las tumbas del Convento de la Merced, una enloquecida correspondencia amorosa del siglo XIX, mal que haya decidido injertarla completa en Gentes profanas en el convento, cuando el lector está ávido de saber de sus percances con Nahui Olin, a quien, entre tanta cosa, el novelista jerezano Juan Bonilla le consagró una novela: Totalidad sexual del cosmos (2019).
Como pintor y dibujante fue un notable paisajista. Pero el Dr. Atl le reservó a la literatura sus fantasías más oscuras, como en la ensoñación del asesinato de una hermosa mujer desconocida, dejo del orden modernista que aparece con frecuencia en su obra, cuando no lo distraían sus sueños de una ciudad de la ciencia y de la cultura, proyecto nada utópico bien estudiado por Cuauhtémoc Medina (Olinka. La ciudad ideal del Dr. Atl, 2018) o su participación directa como “partero” del volcán Paricutín, fenómeno al que dedicó El Paricutín, en 1950. También su curiosa atención por las escolapias a las que permitía hacer gimnasia y otras artes y deportes en los patios del Convento de la Merced, hablan de un Lewis Carroll en modo Revolución mexicana.
Gentes profanas en el convento, es el texto de un descreído de las iglesias constituidas que reservó su misticismo, menos a la geología que practicaba como vulcanólogo, a cierto pitagorismo intuitivo, alimentado por el cosmos y sus estrellas. A la vez crédulo e incrédulo, su actitud ante las “cosas de espantos” de las que le habla Ángel, su “ángel”, el portero del Convento de la Merced, él mismo la explica en el siguiente párrafo:
“Tengo la costumbre de aceptar, y hasta de creer, todo lo que me dicen, por absurdo que parezca; de admitir como una verdad indiscutible la opinión, el juicio y la creencia de cualquier persona sobre cualquier asunto. Es un sistema de razonamiento adecuado a la organización cerebral y a la educación del sujeto. El carácter de la convicción no importa, porque el fenómeno mental es el mismo en cuanto a su mecanismo, y tampoco debe tomarse en consideración el tiempo que esa convicción puede mantenerse íntegra en un individuo y en una sociedad, o en los campos de la ciencia y la religión. La verdad es una convicción intelectual que el sujeto pensante adopta a una circunstancia, a un hecho, a un objeto. Adaequatio rei et intellectus, dice con mayor precisión Santo Tomás de Aquino, tomando la definición del hijo de Honain ben Isahak, historiador de Bagdad.”
En Gentes profanas en el convento no sólo se cita al Aquinata, sino se ofrece la receta de los Atl–colors (“Están hechos con la fórmula de la encaústica griega, pero convertida en una barrita dura que pinta. Esa fórmula se compone de resinas, cera y el pigmento”), material base de su pintura sígnica. También se odia al turista: “Un turista no es un ser humano: es una unidad amorfa en un rebaño sin dueño; un fantasma con ojos puestos malévolamente sobre su rostro por una agencia comercial; un ser infrahumano que camina por el mundo como un sonámbulo, un ser extraño, en suma, que no tiene nada que ver ni con el arte, ni con la belleza del mundo, ni con las gentes que piensan. Sin embargo, los admitía [en el Convento de la Merced], ¿por qué los admitía? Porque a pesar mío me estaba volviendo comerciante, y un comerciante es un bellaco que soporta cualquier humillación con tal de ganarse un peso.”
Espíritu positivo, vanguardista y modernista, romántico y revolucionario, espiritista y científico, dejémoslo en que, como pocos, el Dr. Atl, fue un gran ecléctico latinoamericano, incluida la infección nacionalsocialista y antisemita que hizo que de él y de su obra se alejaran tantos, y con razón. Con esa actitud habitó el Convento de la Merced, ayudando a la policía a resolver crímenes cometidos por fantasmas, en uno de los capítulos más sabrosos de Gentes profanas en el convento, libro que deberá tomar su segundo aire entre nosotros.
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