Hay pensadores que uno lee con curiosidad académica y hay pensadores que uno lee con inquietud existencial. Francis Bacon pertenece a la segunda categoría. No porque sus textos sean particularmente oscuros o enigmáticos, sino porque cada vez que reviso sus ensayos, tengo la sensación de estar leyendo el manual de instrucciones de nuestra civilización, ese texto fundacional que explica por qué somos como somos, por qué hacemos lo que hacemos, y por qué estamos donde estamos.
El filósofo vivió en un momento bisagra de la historia, ese extraño período entre el Renacimiento y la Ilustración donde el mundo medieval se desmoronaba, pero el mundo moderno aún no terminaba de nacer. Fue abogado, político, cortesano, filósofo, y en cada uno de esos roles manifestó la misma obsesión: cómo organizar el conocimiento para que sirva al poder humano. No al poder abstracto, metafísico, del alma sobre las pasiones, sino al poder concreto, material, del hombre sobre la naturaleza. Lo primero que hay que entender sobre Bacon es que no era un científico en el sentido que nosotros entendemos el término. No hizo experimentos sistemáticos, no descubrió leyes naturales, no inventó instrumentos de medición. Lo que hizo fue más fundamental y peligroso: cambió la pregunta. Donde los filósofos anteriores preguntaban “¿qué es la verdad?” o “¿cómo debemos vivir?”, Bacon preguntó “¿qué podemos hacer?” Esa pregunta, aparentemente inocente, reconfiguró todo el proyecto intelectual de Occidente. Ya no se trataba de contemplar la realidad sino de manipularla, no de entender el cosmos sino de dominarlo, no de encontrar nuestro lugar en el orden natural sino de reordenar la naturaleza según nuestras necesidades.
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Con su proyecto filosófico llamado la Gran Restauración, Bacon, quería nada menos que reconstruir todo el edificio del conocimiento humano desde los cimientos. Para ello, primero había que demoler lo existente. Y Bacon fue un demoledor despiadado. Arremetió contra Aristóteles, contra la escolástica medieval, contra la filosofía especulativa que durante siglos había dominado las universidades europeas. Los acusó de ser estériles, de producir palabras sin frutos, de perderse en distinciones sutiles que no servían para mejorar la condición humana.
Aquí aparece una de las grandes paradojas de Bacon: era profundamente religioso y profundamente secular al mismo tiempo. Creía que Dios había dado al hombre el dominio sobre la naturaleza en el Génesis, y que la tarea de la ciencia era recuperar ese dominio perdido por el pecado original. Pero al mismo tiempo, su programa científico era completamente materialista, enfocado en causas eficientes y mecanismos naturales, sin espacio para propósitos divinos o causas finales. Bacon separó, quizá sin darse cuenta completamente, el reino de la fe del reino del conocimiento útil. Le dio a Dios el dominio sobre las almas y le dio a la ciencia el dominio sobre las cosas. Esa división marcaría la modernidad occidental.
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El método que propuso para esta nueva ciencia era, en esencia, simple: observación sistemática, recopilación de datos, inducción cuidadosa de leyes generales a partir de casos particulares. Lo que más me interesa de Bacon, sin embargo, no es su método científico sino su comprensión del poder. Cuando Bacon dice que “conocimiento es poder”, no está haciendo una metáfora abstracta. Está describiendo literalmente cómo funciona el mundo. Quien sabe cómo funcionan las cosas puede manipularlas. Quien puede manipularlas puede controlarlas. Quien puede controlarlas tiene poder sobre quienes no pueden. Esta ecuación es la contribución más problemática de Bacon a la civilización moderna. Porque implica que el conocimiento no tiene valor en sí mismo, solo en tanto sirve para hacer cosas, para transformar el mundo, para ejercer control. Implica que la contemplación es inferior a la acción, que entender es menos importante que usar, que la sabiduría vale menos que la técnica. Y hemos construido toda nuestra civilización industrial, tecnológica, digital, sobre esa premisa baconiana. Medimos el progreso del conocimiento no por cuánto nos acerca a la verdad o a la virtud, sino por cuánto incrementa nuestra capacidad de hacer, producir, manipular, controlar.
Bacon también identificó algo que llamó los “ídolos” que distorsionan nuestro entendimiento. Los ídolos de la tribu son los errores comunes a toda la naturaleza humana—nuestra tendencia a ver patrones donde no los hay, a proyectar orden en el caos, a creer lo que queremos creer. Los ídolos de la caverna son nuestros prejuicios personales, formados por nuestra educación particular y experiencias individuales. Los ídolos del mercado son las confusiones que surgen del lenguaje impreciso, de palabras que usamos sin entender bien qué significan. Y los ídolos del teatro son los sistemas filosóficos falsos que heredamos de la tradición, como el aristotelismo, que Bacon consideraba una obra de ficción disfrazada de verdad.
La solución de Bacon a estos ídolos era el método empírico riguroso, pero hoy sabemos que el método mismo puede crear nuevos ídolos. Los algoritmos que usamos para procesar datos masivos tienen sus propios sesgos, heredados de quienes los programan y de los datos con que se entrenan. Las metodologías científicas pueden volverse rígidas y dogmáticas, rechazando evidencia que no encaja en paradigmas establecidos. Y la obsesión con lo medible, con lo cuantificable, nos hace ignorar dimensiones de la realidad que no se dejan capturar en números. Bacon nos enseñó a desconfiar de la autoridad tradicional, pero no nos enseñó a desconfiar de la autoridad del método.
Hay algo profundamente violento en la visión baconiana de la ciencia. Él mismo usaba metáforas de tortura y coerción cuando hablaba de experimentación. La naturaleza debe ser “interrogada”, debe ser “puesta en el potro”, debe ser “forzada a revelar sus secretos”. No es una relación de diálogo o contemplación, es una relación de dominación. Y esa violencia conceptual se ha traducido en violencia real: en la explotación industrial de recursos naturales, en experimentos científicos que usan seres humanos como material, en tecnologías que transforman el planeta sin considerar las consecuencias. La ciencia moderna ha sido extraordinariamente exitosa precisamente porque adoptó esa actitud baconiana de agresión sistemática contra la naturaleza.
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