
Nosotros
El cadáver amanecerá en un barrial del sur, cinco impactos de 9 mm. No nos vamos a poner a detallar dónde le acertaron los balazos, si en el pulmón izquierdo, en el hígado, donde sea. Detallar los impactos no aclara demasiado el asunto. Nadie vio nada. Pero la sangre está. No nos hagamos los que no vimos. Siempre alguien vio. Y pudo ser visto viendo. Somos pocos en esta Villa y nos conocemos, las malas noticias circulan antes que en la radio, la tele y el periódico. Y si se raspa un poco, se encontrarán conexiones entre el asesinato y los integrantes de las fuerzas vivas. Nosotros nos repetimos, es cierto, hay historias que adquieren protagonismo un tiempo y después las reemplazan otras y el olvido. Y cada una, toda una novela. Por ejemplo, el Hotel Habsburgo. Si unas cuantas vidas se encuentran ligadas con él tal como se las recuerda, es a través de Moni, la dueña que surfeó con una elegancia sensual algo anticuada, pero que en ella era estilo. Sexo, dinero, traición, asesinatos, corrupción tuvieron que ver tácitamente con ella, Moni, quien asumió todo el tiempo una inocencia digna de una esposa fiel, madre abnegada y, aureolándola, la fama de poeta del pueblo. También habría que tener en cuenta a su cónyuge, el conde Esterházy, el noble húngaro obsedido por la tela en blanco, que la iba de artista maldito, alcohólico y timbero perdido, capaz de venderle el alma al diablo si ya no lo había hecho en la época de estos sucesos. Y los vástagos de ambos, el casalito, yunta freak que no puede pasarse por alto; el pibe estrábico, víctima en la escuela, que habría de convertir la humillación en una alquimia de estrambóticas ideas terroristas y desprecio a los seres humanos que intentaría llevar a la práctica. A su lado, inseparable, Aniko, su hermana escuálida y lánguida, aficionada a un espiritualismo orientado por el I Ching, que emplearía como oráculo para explicar su destino a quien la consultara. Jardinero, albañil, carpintero, mayordomo, custodio, amante, al grupo debe sumársele Tobi, el ladero enamorado de su patrona, dotado como un burro. Además están los funcionarios municipales, dicen, Greco, el intendente, Damonte, el secretario de Planeamiento, siempre cuestionados por conflictos vinculados con las coimas y las influencias, los enjuagues del Concejo Deliberante, y sus respectivas familias. Y no dejaremos afuera a Nancy, la doméstica de confianza de los Greco, dueña de su intimidad, sus secretos. A quienes no se puede apartar es a los policías, entre los que se destacan el comisario Barroso, con sus métodos herederos de la represión de la dictadura. Si se busca comprobar la relación entre la escritora libertina y los mandamases de la Villa, no será necesario hurgar mucho entre sábanas arrugadas para comprobar que los chismes de pueblo, como toda mitología, disponen de una resaca de verdad. Contemos, entre otros, al polaco Tomasewski, el ferretero tan atribulado como su hija pianista, condenada a la frustración de sus aspiraciones artísticas. Incluyamos a Dulce, la jipona viuda cosechadora de cannabis, la flor más pegadora de la Villa y su empleo aceitero. No puede faltar en esta trama Dante, el veterano redactor de El Vocero, pasquín semanal, redundante decirlo, que da cuenta de todas las voces de nuestra comunidad. Y no olvidemos a Virgilio, su remisero amigo que lo traslada por nuestro infierno de una conferencia de prensa a una escena del crimen o, clandestino, a los encuentros con su amante a la hora de la siesta. Subimos la mirada al cielo nublado, no clamando por su ayuda, sino por la intriga que nos despierta esa avioneta que otra vez sobrevuela la Villa y aterrizará en el aeródromo que está cerrado en invierno pero, no obstante, hay unas camionetas cuatro por cuatro negras esperando. Y volviendo, del mismo modo que podríamos seguir ampliando este casting, podríamos seguir conjugando hipótesis sobre las razones del cadáver fusilado, la sangre que termina chupada por la arena. Bienvenidos, como prometía el fundador de nuestra Villa, al balneario que se recomienda de amigo a amigo.
Ellos
1
Altanero, caminando lento, casi marcial, sacando pecho, el pelado cincuentón, próximo a los sesenta, si no los pasó ya, vestido con una camisa a cuadros y unos jeans desteñidos que se abrocha por encima de la barriga, con unos borcegos deformes, lo vemos, avanza orgulloso por la alameda con un paquete de pañales.
2
Pero lo que a nosotros nos interesa ahora está en el pasado, un Buick blanco descapotable modelo 46, tan extravagante, tan snob, como la pareja que viene perdiéndose en el laberinto de las alamedas hasta encallar en la arena blanda frente a la casona que había sido de Don Karl, el patriarca fundador, y ahora era de Arno, su nieto. El primero en bajar es el tipo, flaco, anguloso, traje negro, camisa blanca, desabrochado el cuello y la corbata suelta, los zapatos de charol polvorientos.
Se pasa la puntera por detrás de la pantorrilla buscando recobrar el brillo perdido, maniobra que, además del brillo del calzado, pretende borrarle niebla, cuando no oscuridad, a su pasado. Tiene aspecto tanguero. Pálido, demacrado, y una mirada cínica y penetrante que parece indagar el fondo de cada ser que se cruza, radiografía útil para el conocimiento del otro en función de una ventaja o una humillación. Y ella, pelirroja, refinada, pero con una cierta informalidad lánguida, sensual. La camisa de seda blanca abierta, demasiado abierta, el cuello sobre las solapas del saco entreabierto. Puede verse el cinturón de cuero con una hebilla plateada ajustando el pantalón largo. Las mujeres de por acá, aun las chetas más insinuantes, no vestían así, se dirá. Las mujeres, no ella, esa tipa de pelo rojo recogido, anteojos de sol y un rouge que le inflama los labios. Y los tacos altos. Se descalza apenas pisa la arena. Respira profundo el aire del mar. Y mira alrededor con curiosidad. Mientras él levanta el capó, echa agua en el motor humeante, ella se aleja, descalza da una vuelta alrededor y tarda un rato en volver. El tipo bebe de una petaca. Ella estira una mano de uñas largas carmín. El tipo pone la petaca boca abajo. Ni una gota. Entonces ella extrae una cigarrera de plata, un cigarrillo al que le adosa una boquilla y lo prende. De dónde habían salido esos dos, se preguntaron, seguro, los paisanos que pudieron cruzarse. Y le fueron con el cuento, seguro, Arno, el nieto de Don Karl, el patriarca fundador de la Villa. A tener en cuenta, Arno significa águila. Arno debe haber permanecido en su silla ante el escritorio, revisando unas escrituras. Porque, seguro, tarde o temprano esos dos iban a acudir a su oficina: lo sabía. Como tantos, los que acá vienen, vienen huyendo. Y esos dos, si vienen así, engalanados, más que seguro se rajaron justo a tiempo de rodada cuesta abajo a toda velocidad hasta fundir el motor del Buick, que quedaría ahí enterrado en la arena un buen rato.
3
Arno tardó en levantar la vista cuando esos dos entraron a su oficina guiados por Gertrud. Sin duda, a su hija, la vigilante esmirriada de la propiedad, ya fuera por guardiana de su padre o por el interés en lo que algún día iba a heredar, no se le escapó el modo en que su padre lentamente levantaba los ojos claros y los detenía en lo que dejaba entrever la camisa de seda blanca abierta de la mujer. Arno les tendió una mano curtida, callosa, como lo hacía su abuelo con los recién venidos. Los invitó a sentarse. Y con un acento germano les dio la bienvenida a su Villa. El hombre le preguntó, en alemán, si no prefería conversar en su lengua. No hubo afectación en el pronunciar. Como un volver a vivir, dijo el hombre.
Como a todos los que se presentaban en ese entonces en su escritorio de dueño y administrador, esos dos también le comentaron su deseo de afincarse en la naturaleza, un abandono de la urbe, un proyecto hotelero. No era la primera vez que Arno escuchaba un comentario por el estilo. Y, a propósito del estilo, se preguntó con astucia hasta dónde había una verdad de aristocracia en estos dos comediantes. De dónde procedían, les preguntó. Ella lo miró a él. Y él respondió de la casa Esterházy. Y agregó: Habsburgo. Y puso un lingote sobre el escritorio. Budapest, dijo. La suerte de una herencia. Arno lo tanteó: Es usted judío, Esterházy. El tipo que respondía a ese apellido fue veloz: Quiere que pele, lo desafió con sorna, una mano en la entrepierna. Su sentido del humor es auténticamente ario, festejó Arno. Desde la puerta, Gertrud observaba la escena: Lo somos, dijo. Entre la ironía y el cálculo, estudiándose, sucedió el primer encuentro entre Arno con Hugo Esterházy y Moni, tal como ella se dio a conocer en esa reunión: Monique Dubois.
4
Si escarbamos en la historia, esos dos deben haber llegado a la Villa transcurridas las seis décadas en que el lugar había dejado de ser un caserío de la costa, balneario marino exclusivo que se recomendaba de amigo a amigo en la comunidad alemana, y pasó a convertirse en un reducto hip[1]pie y más tarde una comarca de chalets, propiedades de profesionales progres, los exhippies, y, ahora, cuando esos dos arribaron, en la Villa ya estaba La Virgencita, el asentamiento en la periferia. De los orígenes hablaremos quizás después, el mito de la Villa costera como destino final del camino de las ratas, refugio de nazis. Aunque de esto nadie quiere hablar siquiera hoy.
5
A Dante, es sabido, cuesta tirarle de la lengua, y aun cuando se le calienta el pico, no es fácil sonsacarle un secreto. Que conste, más parco se volvió después que se apareció aquel pibe, el colorado, mormón, que vino desde Utah hasta acá, hasta el local húmedo donde él cocina El Vocero, el pasquín del pueblo. Vino, el pibe, en una cuatro. Se llamaba Randolph, Randy para los amigos. Pero él no era ni iba a ser su amigo. Quería conocerlo, dijo, saber la cara del tipo que embarazó a su madre cuando huía de la ciudad en una noche de ómnibus escapando de los milicos. Y después ella volvió a tomarse un micro a Mar del Plata. Se la tragó la nada hasta que ahora, cuando vino el pibe, Dante se enteró de qué había sido de la guerrillera, de que se había vuelto hippie en California y en el último tiempo adicta a la heroína, joder con el enrosque de la historia. La cuestión es que el pibe vino, le vio la cara al padre y así como vino volvió a subirse a la cuatro y si te he visto, no me acuerdo. Desde esa mañana nuestro escriba, el dueño de los secretos de todos y, seguro, más conocedor de los tejes, manejes, enjuagues y arreglos turbios de la Villa que el mismo Arno, quien se adjudica la propiedad de nuestras intimidades, desde esa mañana, decimos, Dante se puso más hermético. Después de la visita relámpago de Randy, acordamos. Dejemos hablar al viento, que cada uno esconda sus secretos donde más le guste y que su conciencia se ocupe de ajustarle las cuentas, piensa Dante. De modo que si alguien quiere alguna pista sobre la historia del Habsburgo, Dante sería el indicado para contar lo que sabe, que no debe ser poco porque, como aseveran algunos de la época anterior al incendio, Dante no solo fue amigo del conde que también se asignaba el título de duque, y este cambio de jerarquía nobiliaria variaba de acuerdo al escabio, decimos, y en esa época, antes del incendio, Dante tuvo también su historia con Moni. Pero quién, por acá, se dice, no tuvo una con la Colorada, que se jactaba de haber coleccionado como amantes inclusive a aquellos que, sin haberle arrimado, se atribuían un affaire que Moni no se ocupaba de desmentir. Almacenar fantasías le daba fama. También infundía respeto.
6
Pero cabe preguntarse si acaso la construcción de un hotel no se basa en la distribución de tantos recovecos como tiene el alma de quien lo diseña o, mejor dicho, tantas habitaciones como secretos, en cada cuarto algo que conviene encerrar, pero si por cada uno pasa un sinfín de huéspedes, entonces, ni hablar, ni hablar decimos, por qué no habremos de urdir conjeturas. Consideremos entonces el alma de Moni, la cantidad de sus secretos que el hotel habrá cobijado y no pensemos dónde los ocultó, ironiza la peonada borracha del almacén de Mariucha, que tiene al frente solo medanales, yuyaje y después campo. Allí se juntan los últimos del paisanaje que en los primeros tiempos de la forestación de la Villa Don Karl había conchabado y más tarde trajo los tanos y los gallegos, además de polacos y montenegrinos, y entonces la edificación cambió, y el nuevo empuje inmigratorio se instaló en el sur, un caserío variopinto, el barrio obrero, como lo bautizó Don Karl, y allí se montaron madereras, corralones y tiendas. Todavía en esa época andaba por acá Rainer, el arquitecto austríaco que había importado Don Karl para poner en obra sus proyectos. Rainer le había advertido que en este paisaje, una franja de arena costera, igual a Suffolk, era imposible que creciera una planta. Pero Don Karl, tozudo, había conchabado a los paisanos para regalas dunas aun en verano y más tarde, cuando fueron reproduciéndose los primeros tallos, y pudo plantar eucaliptos, pinos y acacias, se le ocurrió un hotel de categoría, un par de hosterías, una enfermería, un teatro. Rainer fracasó en cada intento. De todo eso perduró el esqueleto de un hotel sin nombre, las hosterías apenas techadas, una sala de primeros auxilios que, en verdad, fue un consultorio con piso de portland, y el teatro fue el salón de actos de la primera escuela. Ahora, después de aquella etapa remota, esos dos consultaron a Castiglione, el constructor, y por unos pesos le encargaron transformar el Habsburgo mediante un diseño caprichoso. Los vecinos miraban, curiosos, las formas que iba tomando la obra que respondió en principio a la fantasía de Rainer, quien previamente a la guerra había construido una sinagoga en Viena, más tarde arrasada por el fuego nazi: en efecto, Rainer quería reproducir esos rasgos de templo pero ahora el barón, porque a veces el conde era barón, quería recomponer, con los servicios de Castiglione, la construcción original que respetaba, según él, un gusto vienés. Y una vez inaugurado el Habsburgo, Moni se destacó luciéndose en los giros de un vals en las fiestas.
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