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No soy una refugiada, soy inmigrante aunque tenga mi corazón mexicano. Sí, estoy buscando cierta seguridad. Es tan actual este tema en el mundo y tan catastrófico...”, dice Gerda Gruber (Bratislava, 1940) días antes de presentar su muestra en Monterrey.
Gruber es una escultora que desde hace 50 años vive en México. El haber sido niña en la Viena de la Segunda Guerra Mundial la orilló a estar en la búsqueda constante de un refugio que finalmente encontró en México.
Desde su llegada al país se ha dedicado a extender esta idea en todas sus creaciones artísticas: desde el patio de una secundaria pública en Yucatán, donde construyó “Campo magnético” —una obra viva conformada de árboles que protege del sol a los estudiantes— hasta las salas que pintó de color gris en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO), donde presenta su exposición Entre verde y agua.
“Gerda siempre ha dicho que el interior de una semilla y un útero son oscuros y eso es protección”, comenta Daniela Pérez, curadora de la muestra.
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La exposición es la retrospectiva más grande que se ha hecho de la escultora. Se presentan 113 piezas desde 1975, hasta arte inédito que ha trabajado en este año, explorando el fieltro por primera vez. Aunque el tema siempre es el refugio, la variedad radica en los materiales: “Los materiales para mí son sólo una herramienta, no son una obsesión”, afirma la escultora.
Las esculturas que se exhiben son de bronce, cerámica, piedra, basalto, porcelana, madera de tamarindo, de nogal, así como acero y vidrio. Estos últimos dos materiales son los que conectan a Gruber con Monterrey, estado al que estuvo viajando constantemente durante 25 años, donde tuvo la posibilidad de experimentar con estos.
“Mi influencia de esta región es la parte desértica, agresiva, muy dominante que me cuestiona cómo el hombre funciona dentro de esta posibilidad de existir”, comenta sobre su relación con Nuevo León.
En esta muestra, Gruber también quiere generar conexión. Le inquieta que hoy en día el humano esté desconectado de la naturaleza y quiere “hacer ver que no sólo la tecnología es necesaria para respirar, sino también la naturaleza”. Bajo esa misma idea de conexión es que la mayoría de sus esculturas yacen en el suelo, sin pedestal alguno: “Las bases son para héroes, no para mis esculturas, estas pertenecen a la tierra”.
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Además de escultora, Gruber tiene una importante faceta como profesora, ha dado clases en The Banff Centre, University of Calgary, Escuela Superior de Artes de Yucatán (ESAY) y Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) de la UNAM. De hecho, la enseñanza fue uno de los primeros caminos que emprendió en el país, pues fundó el Taller de escultura en barro en la Academia de San Carlos a su llegada.
“Cuando llegué en el 75 me topé con una maravillosa artesanía, pero no con escultura contemporánea que hablara con el barro y arcilla, un material tan natural y puro, a temperatura baja. Estoy tratando de que se conserve y prolongue lo que los prehispánicos empezaron y se ha logrado”, cuenta Gruber cuando se le pregunta qué la motivó, a nivel artístico, a quedarse en México.
Ahora celebra medio siglo de radicar en el país y en entrevista reflexiona sobre sus primeras impresiones de Yucatán —donde su patio es no sólo su principal refugio sino su campo de investigación—, su impulso por seguir avanzando, su relación con la oscuridad y el color, así como de qué la llevó a ser escultora.

Comentó que usted casi no sale ni viaja, ¿qué la motivó en esta ocasión para aventurarse a presentar esta gran exposición tan lejos de casa?
La exposición se preparó casi dos o tres años, o sea, no se hizo de un día al otro. Nace también de dos exposiciones que tuve anteriormente, una en Mérida y otra en México. Las personas que vieron las dos exposiciones tenían la curiosidad de hacer una aquí en Monterrey, donde pasé más de 25 años dando clases, estando involucrada en el proceso cultural y educativo. Así empezamos a trabajar, a ver mis archivos, cuáles esculturas estaban disponibles. Todo eso tardó mucho y mientras tanto yo estaba trabajando, porque una cosa es qué empiezas a coleccionar para tener o idear una exposición con obra que ya está hecha y otra es qué estás haciendo, hay obra inédita: las semillas, el nido de yuya, los fieltros. Yo soy inquieta, siempre estoy investigando, analizando y experimentando.
¿Qué siente usted al ver su trayectoria aquí reunida?
Aquí tengo todo el desarrollo de las ideas que he tenido durante 50 años. Yo no soy una persona que esté muy enamorada de mi obra, porque yo quiero avanzar. Lo que me lleva a la próxima obra que voy a hacer es el conocimiento. La idea, el concepto me lleva a otro material y a otra forma, por eso aquí hay tanta variedad, porque una cosa da la mano a otra.
Es muy interesante ver una vida de 50 años presente aquí. Lo fenomenal va a ser cuando vaya a México con esta exposición, que será el próximo año. En 1976 tuve la primera exposición en el Museo de Arte Moderno y ahorita voy a tener la segunda, 50 años después.
Dijo que en la muestra quería crear la sensación de refugio.
La oscuridad no es negativa. No me gusta la caja blanca, esa es como un hospital. Muchos poetas y escritores mexicanos han tratado de escribir el ambiente de un pueblo. No recuerdo si fue Juan Rulfo o García Márquez que cuando del calor entras al vacío de tu casa, que es oscura, te da la sensación de que te estás refrescando y eso lo tengo muy presente. Mi casa no tiene ventanas de vidrio, es pura madera. La oscuridad da la sensación de frescura.
De venir de Viena, Austria: ¿cuál fue su primera impresión de Yucatán?
No tiene montañas, no es elevado. Lo interesante es su cercanía al mar, yo vivo a 25 kilómetros del mar. El mar es color celadón y eso también se refleja en la vegetación, por eso el título de la muestra. Mucha gente dice que Yucatán es muy tropical, pero yo no lo veo tan tropical. El clima sí, pero la vegetación no es colorida, mi jardín es todo verde, pero mil tonalidades de verde. Tal vez es tropical en la vestimenta, en la comida y en las nuevas haciendas que están restaurando con mucha vegetación tropical.
La gama de colores de sus esculturas es muy parecida, los colores naturales de la madera, pero de repente en sus dibujos se ven algunos brotes de color. ¿Cuál es su relación con los colores como artista?
Todo es una investigación. Vives en un lugar y obviamente te confrontas. Sentada en mi terraza de repente veo amarillo, un reflejo azul que luego ya no está porque ha cambiado la inclinación del sol. La vegetación cambia en la mañana, al mediodía y en el atardecer y ahí hice los estudios de colores. Todo tiene su color natural, yo no maquillo, necesito tener un desarrollo de la forma, según mi temática.
En la muestra se puede conocer su trabajo en 2D, en dibujo. ¿Qué lugar tiene esta técnica en su práctica artística?
El dibujo para mí es una cosa como un estudio para ver más claro, para despejarte, para fijar durante tus cursos qué se queda o qué no se queda. El dibujo para mí no es la manera de ver una gran obra de arte. Es una investigación, es un archivo.
¿Y cómo es que decidió ser escultora?
Yo era escultora desde niña. Me gustaba hacer algo con mis manos y pues mi mamá lo notó y me ayudó a conseguir materiales, cuando no tenía plastilina, me inventaba algo con papel. Yo nací en la guerra, entonces no había muchas cosas y tampoco había clases de arte. No tenía ni idea de cómo era ser una niña en la posguerra. Era muy diferente, te haces tu propio mundo y en ese te escondes, te refugias.
¿Hay diferencia entre practicar la escultura y enseñarla?
A mí me nace, gracias a Dios, esta facilidad de dejar trabajar al equipo. Los alumnos no están influidos en mi trabajo, pero tenemos una filosofía en común. Como yo lo practico es que el discípulo empiece a pensar por sí mismo, entonces le estoy ayudando a buscar su propio camino. Tengo mucho que ofrecer en este sentido, sin perjudicar mi obra.
¿Qué se necesita para ser escultor?
Lo único que necesitas es, como en otras facultades, amar lo que haces.