
Hacer suya la playa y sudar como dicen que deben hacerlo quienes tienen fiebre, para arrancarse cualquier mal. Los personajes de Un nombre para tu isla (Páginas de Espuma, 2025) viajan para huir, a su modo, de la vida de todos los días y terminan por encontrarse con otras formas de lo cotidiano: soles tímidos que se posan y olvidan que lo hacen, décadas que pasan entre la memoria y la realidad, palabras truncadas, y la sensación de estar rodeados, atrapados y aislados a la vez. Aunque muchos de ellos son turistas del paisaje del desastre, perdiendo el lenguaje y las horas —aunque ganando ciudades, mares y ríos—, Adaui nos demuestra que, al final, “si hay sombra es porque hay luz”.
¿Cómo hila y trabaja la narración para intercalar en un mismo párrafo —incluso en una misma línea— toda una sucesión de hechos, impresiones, ideas, sentimientos- por los que pasan tus personajes? (ese que usted denomina el interlineado).
Escribo de modo grueso y luego voy rellenando y cosiendo, buscando líneas de oportunidad, algún dato que abandoné y que retomo para dar espesor. Es una etapa obsesiva y muy feliz de entramado porque estoy curiosa. Aunque los personajes comiencen en media res, ya les pensé el pasado, los involucro en su deseo por más flotante que sea, los hago creer en la posibilidad de futuro. Todo eso va construyéndole a quien lee una idea de realidad verdadera.
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¿Dónde nace el interés por narrar con tanto detalle lo cotidiano, lo que damos por sentado, lo que pasa frente a nosotros cada segundo de nuestra vida y —tal vez por eso mismo— no vemos?
Decimos que los niños tienen objetos transicionales, pero nosotros los adultos, también, aunque no los nombremos así: las pulseras, los anillos, la libretita en la mochila, el Vick Vaporub en la mesa de noche, esas anclas en nuestra rutina que nos contienen con su presencia y nos calman. Cada una de ellas nos narra. Revelan personalidad, oficio, intereses, clase social, ansiedad, afectos, estado de salud, sueños.
¿Cómo escoge a sus narradores? ¿Es algo que surge mientras escribe, lo decide de antemano, va probando?
Es la primera decisión a tomar: ¿quién cuenta esta historia y para qué? Encuentras al narrador o narradora y ya tienes el tono, una voz. Es mi parte favorita porque hay que darle un lenguaje que acompañe y despliegue el reino de esa historia. Voy anticipando qué sabe y qué no sabe y cuándo se va a callar la boca.
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Siento que un asunto clave de estos cuentos es la sugerencia de ese algo que subyace, siempre un algo en el fondo, que usted va soltando sin decirlo del todo, y me hace recordar aquella vez en la que dijo que siempre está pensando en las otras derivas del lenguaje. ¿Cuáles son?
Confío en que los lectores son sensibles e inteligentes. Voy dosificando datos para que puedan juntarlos y hacerse el panorama. Creo en la generosidad de la elipsis, porque ya están entrenados para asimilarlas y moverse entre un silencio y otro. Narrar desde lo ausente, desde lo sutil en vez de subrayar. Si enfatizo estaría demostrando desconfianza hacia ellos y hacia mí como narradora. En cuanto al lenguaje, dejar que aletee, que agarre un ritmo bello, trepidante, una sensualidad que hipnotice.
De alguna manera en estos cuentos hay una pregunta por la comunicación (en su sentido más poético): lo mucho que nos cuesta a veces, lo poco que sabemos comunicarnos, el difícil lugar de la palabra.
Cuando alguien dice: “No tengo palabras”, siempre hay palabras. Pero precisan tiempo para ser pensadas, dichas, calibradas para que lleguen al otro con amplitud, con paciencia, con rigor. Casi siempre se puede decir cualquier cosa, no es el “qué”, sino el “cómo”. En la vida solo quiero entenderme con los demás, pero a la literatura le preocupa el malentendido, el sobreentendido, esa génesis de desinformación que distorsiona y cambia el curso de un encuentro.
Un nombre para tu isla es también —y en buena parte— un libro sobre los viajes físicos que terminan siendo recorridos emocionales, afectivos, sentimentales (y casi todos sus personajes terminan siendo una especie de “turistas del paisaje del desastre”).
Uno de los males de época es que tomamos decisiones basados en las sonrisas y brindis en redes sociales, les creemos todo, no los ponemos en duda. Y hay que ir a ese destino exotizado para exhibir la foto. Sin esa foto que atestigüe es como si no hubieras estado jamás ahí. Me interesaba pensar el deseo de viaje como si todavía quedara algo por descubrir, como visto por primera o última vez. A los turistas de sus propias vidas, incapaces de aceptar el desvío o la frustración como lugares de interés.
Otro asunto que siento como esencial es que con sus cuentos honra los objetos y los lugares, que no son mero decorado, sino que tienen un rol y un sentido para cada historia.
Los escritores rusos nos enseñaron que cada objeto habla de quien lo usa en su vida cotidiana. Por eso no sobrevivieron infinidad de textos victorianos que describían en muchas páginas las casas y sus cosas, al iluminar detalles inútiles sin dar cuenta de la gente que los disfrutaba: al no hacerse cargo del tiempo narrativo, no movilizaban las acciones, no empujaban el relato hacia su final.
En “Isla Grande” usted habla del “aniversario del recuerdo”. ¿Qué tanto hay de memorias y nostalgias en estos cuentos, y que lugar tienen en la historia de cada uno?
A partir de recuerdos, de fragmentos de conversaciones, de especulaciones voy imaginando, estructurando, calzando. Pruebo y borro y vuelvo a probar. Ensayo los diálogos y los gestos para que todos hablen y se muevan diferente. Parto sin tener mucha idea, me dejo llevar con la voluntad de quedar escondida en mis relatos, de no ser yo cada vez, sino de cederle la vida y la palabra al otro.
Uno de sus personajes dice que si hay sombra es porque hay luz, y percibo que eso es lo que ocurre, a su modo, en casi todos los cuentos.
Como tanta gente, yo estoy muy agotada de estos tiempos crueles, parece que todo está a punto de colapsar mañana mismo y no es verdad. Hay que construir también esa narrativa de la gente haciendo cosas buenas. Lo pienso en la vida y lo pienso en mi escritura. Quiero ternura.
En “Camalotes” su narradora habla de la sensación de estar rodeado, atrapado y aislado al mismo tiempo. ¿Podría decirse que es lo que les ocurre a todos los personajes en el libro?
Creo que están con exceso de ciudad, extrañan el estado contemplativo, el tiempo de ocio, poder detenerse por un rato para entender dónde están parados. Preocupados por el dinero, son gente de clase media que por cualquier cosa pueden volver pronto a la pobreza. Otro mal de época.