Le dije a mi padre que, para hablar de Mérida, era necesario empezar hablando de sus cuarenta y cinco grados a la sombra. Sin entender la intensidad del calor, uno no puede comprender del todo la vida en esa ciudad.

El calor sofocante moldea la rutina diaria: las calles desiertas durante la siesta, los abanicos en cada hogar y las reuniones familiares bajo la sombra de los árboles frutales, mientras todos toman su refresco de Sidra Pino, Soldado de Chocolate o sorbetes de Helados Colón.

Mérida, con su aire espeso y denso, obliga a sus habitantes a adaptarse a un ritmo más pausado, casi como si el calor dictara las reglas del día. En la plaza principal, el sonido de las campanas de la catedral y el aleteo de los pájaros se mezclan con el bullicio de los vendedores de marquesitas. Los colores deslavados de las fachadas coloniales parecen aún más intensos bajo el sol abrasador, mientras que las piedras antiguas del Paseo de Montejo cuentan historias a gringos con guayabera y gringas con ropa típica de Yucatán. Esto sin olvidar el famoso “Mérida en domingo”, cuyos bailes y jaranas capturan los momentos de familia. Es difícil hablar de Mérida sin parecer un vendedor de guía turística que invita a los visitantes a un paseo en carruajes, tours a Las Coloradas o a Chichén Itzá.

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Pienso en la Mérida dentro de otras Méridas de las que no se habla. La ciudad de los locales que visitan a sus muertos en el cementerio de Xoclán, las cumbias yucatecas de Calavera Show, Los Méndez y Los Cléyers. No todo es “Aires del Mayab”, papá, ni “Chinito Koy Koy”. Yo no viví en la Mérida de Los Juglares ni en la ciudad de las bombas yucatecas. Tú estuviste en la época que mataron a Efraín Calderón Lara, alias “El Charras”; viviste en el PRI de Cervera Pacheco y viste la llegada de Juan Pablo II a la catedral yucateca. Yo estaba viendo el canal local de Mérida; veíamos al payaso Pepillín, una parodia de Cepillín, y ahí estabas, papá. Querías llevar a mi hermana y a mí al Centenario y, si había aguinaldo, hasta te dabas el lujo de estar en Puerto Progreso por una noche. Me pregunto si aún existen tus revistas de Condorito, El Libro Vaquero, Colegialas y Selecciones. Recuerdo todo lo que me contabas de niño, ¿recuerdas la primera y única vez que lloraste frente a mí? Me dijiste que no le dijera a nadie, pero querías contarme. Tu padre se emborrachaba en la cantina “El Gato Negro” y tenías que ir por él después de que salías de la escuela.

He sido tu amigo, papá, y lo seguiré siendo. Escribo esto cuando preparo los salbutes de pavo que tanto amabas, más tarde veré las películas que veías. Si estuvieras aquí, te impresionaría saber que ya no hay que rebobinar las películas y que puedes ver a Chuck Norris con la mejor resolución y en pantallas grandes. Podríamos ir a un juego de Los Venados de Yucatán o ir al beisbol para ver a los Leones. Yo sé que tu deporte favorito siempre fue el box y que tu ídolo era Miguel Canto. Y que muchos de tus grandes ídolos ahora eran tus compañeros de brandi añejado en “El gallito”. Me dijiste que una vez viste borracho a Sergio Esquivel y que hasta orinaron juntos, nunca sabré si era cierto porque me lo dijiste de regreso de la comandancia, te habían detenido por manejar en estado de ebriedad.

¿Cuántas veces nos sentamos en los jugos y helados Janitzio? Recuerdo que yo estudiaba en la Preparatoria Mahatma Gandhi de la colonia Lázaro Cárdenas y tomaba un camión rumbo al centro, mientras tú trabajabas en educación para adultos en el centro. Ese lugar se convirtió en nuestro punto de encuentro por unos años, y ahora estoy en la silla de siempre, esperando que vengas. Mientras espero, canto la canción en maya que querías que me aprendiera para el festival de cuarto año de primaria: “Koonex, koonex palexen / Xik tu bin, xik tu bin, yokol k'in / Koonex, koonex palexen / Xik tu bin, xik tu bin, yokol k'in.” Puedo verte aplaudiendo mientras prendes un cigarro. Camino hacia ti.

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Yo no puedo hablar de Mérida sin mencionar a mi esposa Regina, que ha estado cuidando a nuestros hijos mientras viajo para terminar mi doctorado en Arizona. Nuestra primera cita fue en Café La Habana y nuestra plática giraba en torno a las pérdidas que hemos tenido. A lo largo de estos años, hemos recorrido Plaza Galerías, Gran Plaza y estuvimos en todas las salas de cine sin saber que nosotros éramos protagonistas de nuestra propia película. Quizás estuvimos en una película de Omar Chaparro y Martha Higareda y no lo supimos. Regina y yo conocimos Mérida de norte a poniente. Cantamos juntos “Peregrina” con los Condes de Yucatán. Es como si volviera al pasado de mis abuelos y los viera en un balcón del Barrio de Santa Ana. Pienso en ti, papá, y en tus historias de cómo enamorabas a mi madre con Pan Perlita. Así se hicieron “Caminantes del Mayab”. Las calles del Barrio de Santa Ana y Santiago han sido la ciudad blanca de Xtabentún.

Recuerdo todas las veces que me cantabas de niño. Decías que “Flor de Azahar” ha sido nuestra canción de cuna, y ahora se la canto a mi hijo Leonardo. Me pregunto, ¿qué versión de Mérida conocerá mi hijo? ¿Será la ciudad de la trova y las jaranas, la turística, o la ciudad clasista y xenofóbica del eterno PRIAN, que solo se preocupa por la gentrificación y las mafias inmobiliarias? Mérida, la ciudad del concreto. Mérida, la ciudad de la cochinita pibil, los salbutes de pavo y el relleno negro, desayunos de tortas de asado y de lechón al horno con su refresco de Cristal de fresa y cigarros sueltos a las afueras del mercado García Rejón.

Yo soy de la ciudad blanca del salario mínimo que espera los tamales yucatecos a las seis de la tarde en la casa de doña Leydi Cocom. Y ahí estábamos, Regina. Te separaba los tamales de pollo mientras yo pedía de carne molida y una Coca-Cola de litro para los dos, que al final, yo tragonamente me la tomaba toda. Hemos pasado varias Méridas y una es más distante que la anterior. Recuerda cuando trabajé en el periódico como diseñador para las familias libanesas Xakur, Abraham y Abdala Majamad, querían que aclarara las fotos de los políticos del PAN para sus redes sociales. Un día me pidieron que usara la crema Pond’s Clarant B3 y Snow White Cream de Secret Key para aclararme lo prieto de los brazos. Cómo olvidar cuando me hablaban de justicia social mientras se burlaron de Jairo llamándole Ya-Jairo Aparicio, boca de bagre. Y querido papá, quiero que sepas que Regina ahí estaba conmigo, soportaba el salario mínimo a mi lado. Ella trabajando en el sector inmobiliario y yo impartiendo clases por sesenta pesos la hora.

Escucho “Contigo a la distancia” en la versión de Los Juglares, después de dejar esos trabajos y estudiar posgrados para posponer mi agonía laboral. Ese ha sido mi “Popurrí yucateco”, yendo y viniendo, porque ando-yendo en los gerundios de nuestra andanza con hijos. Si supieras, papá, que me he convertido en los señores que toman el fresco en la terraza, uso talco en el cuello para refrescarnos del bochorno yucateco y hasta he comprado abanicos de mano. Ya tengo mis entradas, papá. Voy envejeciendo con la piel quemada del desierto de Arizona y rostizada por el sol de Yucatán. Te confieso que estoy a punto de tomar Bacardí con Coca-Cola en un vaso jaibolero. Escucho la trova yucateca y quiero tener el cuadro familiar en la sala. Todos mis amigos tienen hijos, papá. Manuel Iris tiene una nena de seis años y actualmente vive en Cincinnati, él escribe su paternidad en el cuaderno de los sueños. No olvidemos a Carlos Martín Briceño y Álvaro Chanona Yza que han sido mis otros padres.

Ay, papá, quiero ser el tío panista con camisa de cuadros, short de mezclilla y crocs que va al Costco en familia. Pero no nos alcanza. Vivimos en la Mérida que va al Dunosusa, Waldos, La Mexicana y, cuando nos va bien, al Aurrera de la avenida Quetzalcóatl. Has estado conmigo, papá. Han pasado diez años desde que te convertiste en un altar de Hanal Pixán, vestido de mantel blanco, envuelto en incienso y aromas de dulce de papaya, cocoyol en almíbar, sunchitos, pib, chocolate y maíz. Pienso en ti todo el tiempo, como quien se aferra a un fuego sagrado para no sucumbir al desasosiego bajo los cuarenta y cinco grados a la sombra.

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