-Hay una película que te cuenta todo lo que debes saber sobre la música. Tiene una escena tan bella que si desapareciera el cine de todo el mundo y sólo rescatáramos esa escena, ya está dicho ahí el mayor secreto que existe sobre la música. Si quieres saber cuál es la misión más alta que puede tener la música tienes que ver esa película.

Mi amigo era un pianista argentino, refugiado en París, que esa noche estaba tomando vino aunque los doctores no se lo recomendaban:

-Es una película de Fellini. Se llama “Los payasos”.

Como no podía saber que esa sería la última conversación que tendría con mi amigo, le dije que la vería, sin saber que estaba haciendo una promesa. Días después de decirme eso, mi amigo murió. Tardé en recordar esa cena, hasta que un día, mientras limpiaba mi escritorio, encontré una lista de pendientes entre los cuales ver esa película de Fellini estaba en primer lugar.

Mi amigo y su esposa siempre fueron para mí una especie de exploradores, que sentían la obligación de encontrar a otros colegas y contarles lo mejor que habían hallado sobre la vida cada cierto tiempo. Así era la amistad que teníamos. A este tipo de conversaciones sólo las detuvo la muerte. Primero se fue ella, con mucho dolor para todos, y dos años después se fue él.

Crédito: LILIANA PEDRAZA / EL UNIVERSAL
Crédito: LILIANA PEDRAZA / EL UNIVERSAL

Porque se lo prometí a mi amigo, me dediqué a cazar la película de Fellini. Fui a la biblioteca de la universidad: no la tenían, fui a la biblioteca del barrio: alguna vez la tuvieron pero no la tenían; fui a la cineteca: por el momento no la tenían, si se organizaba una retrospectiva de Fellini sin duda la tendrían, había que estar pendiente, y fui a la gran biblioteca del país, a la más grande de todas: sí señor, claro que la tenían pero estaba en un formato que por el momento no podía verse, me sugerían esperar hasta el cambio del ayuntamiento, el cual había prometido dotarles de presupuesto para actualizar todas las películas que no podían verse en un formato contemporáneo, que pudiera consultarse. El ayuntamiento cambiaría en diez meses y el experto calculaba que, a toda prisa, llegarían a las películas clasificadas en la letra F en cuatro o cinco años.

Esto ocurrió cuando la ayuda que te prestaba internet era muy limitada. En los meses siguientes me asomé a todos los videoclubes que había en la ciudad, frecuenté a todos los cinéfilos que conocía y cuando les preguntaba si tenían esa película de Fellini, solía escuchar alabanzas a La dolce vita, a Ocho y medio, a Amarcord, a Casanova, Satyricon y Ensayo de orquesta; a El Sheik Blanco, pero nadie se acordaba de haber visto la película, o decían que no tenía pies ni cabeza, que se quedaron dormidos en la función, y no había nadie que recordara esa escena.

Porque llegué a pensar que la película fue una invención de mi amigo, fui a consultar todos los libros sobre Fellini que existían en francés e italiano. La película existía, pero todos los críticos que contaban el argumento se detenían muy respetuosamente antes de la escena en cuestión, a fin de no estropear la sorpresa final.

Era difícil imaginar qué contendría esa escena: Los payasos marca una transición en el estilo de Fellini, entre la etapa realista y sus años más delirantes y cargados de fantasía. Todo podía ocurrir ahí: una de las dramáticas escenas realistas de Fellini o una de sus divertidas situaciones llenas de fantasía.

Un día me senté a tomar una cerveza en un café cerca de la universidad. Cuando fui a la barra a pagar, vi que detrás de la caja había un cartel que anunciaba un largo ciclo dedicado a Fellini, en un viejo cine que estaba en el centro de la ciudad. En el cartel había dos payasos.

Era uno de esos cines pequeños, pequeñísimos, que tenían dos y a veces tres salas de pocos asientos, las cuales operaban de modo simultáneo: las funciones arrancaban con diferencia de veinte minutos, lo cual permitía que una sola persona, por lo general un estudiante de provincia, se hiciera cargo de vender los boletos y vigilar la entrada, de poner las películas, de hacer la limpieza, de vigilar que las exhibiciones transcurrieran sin problemas a través de tres pantallas de seguridad, una por cada sala, que observaba de reojo, y hacer las cuentas con el gerente, que llegaba por la madrugada.

Cuando pude ver de cerca el cartel, anunciaba cuatro películas de Fellini, pero Los payasos no se hallaba entre ellas. Noté que la gente estaba enfadada: le pregunté qué pasaba a la joven más simpática que estaba en la fila, una rubia que llevaba un abrigo rojo, y gruñó: Si no venden un boleto más no pondrán la función de hoy. La película era El Sheik blanco, la primera película dirigida por Fellini, y nueve estudiantes entre los 18 y los 25 años se apoyaban en la pared del edificio contiguo, apostando si el azar se inclinaría o no de su parte. Fui a la taquilla y luego de unos minutos de espera vi que una puerta diminuta, en el piso de la oficina, se abría hacia arriba como una escotilla y de ahí salía un personaje que parecía un roedor. Su piel era muy blanca, como si no hubiese tomado el sol en todo el año, y tenía una barba muy grande y espesa, como si no tuviera tiempo de salir a comprar un rastrillo, o como si todas las tiendas que venden rastrillos estuvieran cerradas cuando él salía del trabajo. Usaba lo que parecía un abrigo de mink, una bufanda tejida y una boina francesa. Cuando abría la boca, el aliento que salía se congelaba en el aire. En las manos llevaba un recogedor y una escoba, que colgó junto a un saco oscuro, bastante gastado, y preguntó qué deseaba. Le compré un boleto para ver El Sheik blanco.

La pantalla era pequeña y antigua, y apenas tenía treinta asientos de madera gastada; se notaba que esas alfombras no las habían cambiado ni aspirado a fondo hacía más de treinta años. Entramos las diez personas y ocupamos asientos muy separados, a distancia respetuosa de los otros y de acuerdo a la tribu a la que pertenecía cada quien. Por respeto a mi edad, pues yo era el mayor, fui el primero en pasar y me senté en el centro de la sala. La chica simpática gruñó, como si le hubiera ganado el lugar y se sentó justo enfrente de mí, un asiento a la derecha.

En los primeros diez minutos de la película pasa algo tan sencillo pero tan divertido que la rubia y todos los que estaban en la sala se estremecieron de risa, como si formaran parte de una religión. La segunda vez que pasó algo divertido yo también me reí, integrado por completo a esa secta y la rubia miró una vez hacia mí, como para verificar cuánto disfrutaba la película, y me dedicó una sonrisa. El resto de la película esperé que se repitiera el milagro.

La película terminó con una muy sincera explosión de aplausos, y diez personas sonrientes, como si hubiéramos compartido un chiste, o como si hubiéramos descubierto que teníamos muchas cosas en común, a pesar de ser desconocidos. El Sheik blanco es una joya extraordinaria, que merece más entusiasmo.

No hubo tiempo para platicar: era casi media noche, y aunque había una estación de metro a dos calles, y dos paradas de autobús, había que correr si queríamos tomar el último transporte. Los nueve estudiantes se dividieron en grupos y salieron a toda prisa, la rubia en el último de ellos. Intenté platicar con el empleado del cine, y preguntarle por Los Payasos, pero luego de echarnos a todos cerró la puerta principal: Lo siento mucho, tengo que esperar al gerente. Un par de minutos después un coche negro se estacionó junto a la puerta y una anciana muy arreglada bajó de él tras varios intentos, fue hasta la taquilla y examinó las cuentas del muchacho. Llevaba un abrigo muy esponjoso, que serviría para explorar el Polo Norte, un sombrerito que habría lucido sexy en los años sesenta y diversas capas de maquillaje contradictorio. Cuando ella meneó la cabeza por tercera vez, y volvieron a repasar todo desde el principio decidí regresar a mi casa.

Ocho días después, otro viernes por la noche, volví al cine a la misma hora y el empleado me vendió con una sonrisa el último boleto necesario para proyectar Las noches de Cabiria. El grupo era casi el mismo; la rubia ya se había sentado en mi asiento, y como los demás estaban ocupados, me instalé enfrente de ella, a dos filas de la pantalla. El milagro que presencié esa noche no fue su sonrisa, sino Las noches de Cabiria. Hay un instante en esa película en el que sientes el deseo de abrazar a otra persona, o de tomarle la mano, y de decirle que todo estará bien. Pero aunque hubo muchos suspiros, el clan de Fellini corrió a tomar el último metro con la misma urgencia que ocho días antes. Todos excepto una persona. Me pareció que la rubia caminaba con mayor lentitud, como si una fuerza magnética la jalara hacia atrás. Eso y el comienzo de una sonrisa me convencieron de caminar también hasta el metro, entrar al andén y mirar que ella subía a un vagón que la estaba esperando, en dirección contraria a mi casa, en una línea que sale de la ciudad.

La tercera vez por fin logré encontrar al encargado en la taquilla, comiendo una baguette. Le pregunté si tenían Los payasos. Me contestó con la boca llena de queso: Supongo que sí. La señora tiene todas las películas de Fellini.

La siguiente media hora le pregunté si no podrían exhibirla.

-No, ya no hay tiempo. El cine va a cerrar en un mes. En el ciclo de Fellini nos quedan cuatro películas: La dolce vita, Ocho y medio, Amarcord y Boccaccio 70.

-¿No podrían hacer una función especial?

-No, ya hicimos los carteles. Ustedes, los latinoamericanos, creen que todo es muy fácil. En este país hay un orden, hay rituales, y la señora es muy respetuosa de los rituales. Nos multan si no cumplimos con la programación.

Fui a las siguientes funciones porque para entonces la rubia y yo ya conversábamos desde nuestras respectivas filas, y me gustaba cumplir con los rituales.

Al salir de Amarcord, encontramos a la dueña haciendo cuentas con el gerente. Al verme, este me apuntó con un dedo: Él es el mexicano que quiere ver Los payasos. Mexicano, ¿eh?, dijo la señora, Un mexicano me rompió el corazón cuando era joven. Le pregunté si había alguna manera de ver la película, pero ella se excusó con firmeza: Lo siento mucho: en ocho días pondremos Boccaccio 70 y se acabó todo, ¿por qué quiere ver Los payasos? No es la mejor de Fellini. Le conté la situación, y la señora me miró: Espero verlo aquí el siguiente viernes: no se le ocurra faltar.

Ocho días después se sentía un ambiente especial en el cine. Incluso habían publicado un pequeño artículo en Le Monde, anunciando su cierre inminente. Habían adornado la entrada con carteles enmarcados que debieron sacar de alguna bodega y tiras de papel maché, que quizás usaban en Año Nuevo, pero no había mucha gente en esa función. El gerente corría de un lado a otro, atendiendo a las personas que salían de las otras salas. Qué bueno que vino, me dijo, la señora se pondrá muy contenta, y me entregó un boleto para mí, otro para la rubia.

Esa noche la función no fue en la salita de treinta lugares, sino en una sala contigua: un espacio bellísimo, con columnas de yeso, cortinas bellas aunque desgastadas y asientos de madera, realmente encantadores. Vimos Boccaccio 70 entre grandes carcajadas. El gerente estaba en la primera fila, con la dueña. Al terminar, la señora se puso de pie:

-Esta noche habrá una función doble y saldremos a las dos de la mañana. A continuación pasaremos Los payasos. Quien guste quedarse, está invitado, porque es la última función de nuestro cine.

La mayor parte de la gente se retiró, pero la rubia y yo nos sentamos en nuestros lugares habituales, ella se puso cómoda, como si se dispusiera a dormir:

-Estoy exhausta, trabajé todo el día.

Yo me esforcé por no caer dormido también, pero la calefacción y el olor de la chava eran tan agradables, que a los veinte minutos me dediqué a cabecear.

Desperté porque escuché un saxofón. Mi reloj indicaba que faltaban unos quince minutos para las dos de la madrugada. La pantalla mostraba el interior de un circo, tan vacío como la sala de cine en la que yo me encontraba. Intenté despertar a la rubia con mucho cuidado, pero estaba profundamente dormida. Que me perdone el lector si mi memoria falla o exagera un detalle, pero tardé un instante en salir por completo del sueño. Me pareció que había dos personajes sentados en las gradas del circo, esperando que el espectáculo comenzara, y esos personajes eran dos payasos muy viejos. Uno de ellos llevaba un saxofón.

Una voz grave y con cuerpo, que podría ser la de Fellini, contó que en ese circo había dos payasos, que tocaban instrumentos de viento entre un acto y otro, porque como la gente debe saber, los actos de los payasos, que son los más sencillos de todos, tienen la misión de distraer al público mientras los asistentes instalan la utilería de los actos principales a toda prisa. Esos dos payasos habían sido amigos toda la vida. Primero fueron equilibristas, luego domadores y magos, y al final de su vida, payasos. Trabajaron como payasos durante más de veinte años. Entre un acto y otro realizaban bromas, uno tocaba el saxofón, otro la trompeta, y tocaban una canción en cada aparición. Y la palabra aparición no está de más en este cuento. Cuando el payaso más viejo murió, dijo la voz, el otro payaso se quedó muy triste, y ya no podía tocar. Se sentaba al final de las funciones en las gradas vacías a recordar las cosas que había vivido bajo esa carpa, instalada en tantas ciudades, y recordando y llorando, y tomando un poco de vino se quedaba dormido. Hasta que una noche, dijo la voz, cuando el payaso se sentó en las gradas, escuchó allá a lo lejos el saxofón de su amigo. No era una ilusión: hacía mucho que todos se habían ido a dormir, era lunes por la noche y esa vez ni siquiera había abierto la botella. Contuvo el aliento un tiempo prudente, hasta que escuchó otra vez las mismas notas, que formaban parte de su acto cuando su amigo estaba con vida. Ya lo tenían ensayado: el amigo tocaba una frase en el saxofón, en un extremo del escenario, y él tenía que responder con otra frase parecida, desde su trombón, en el otro extremo del decorado: uno tocaba y el otro respondía, como si estuvieran platicando, o poniéndose de acuerdo: a veces usaban la sordina para burlarse de alguno de los presentes, incluso el presentador, que tenía la mala suerte de pasar frente a ellos en ese momento, o una de las malabaristas; y así seguían, hasta que la conversación de los instrumentos de viento se convertía en una melodía muy alegre, que había empezado con notas muy tristes. En ese momento los payasos llegaban al centro del escenario y tocaban la canción para el público, con muchas ganas, hasta que el público les aplaudía; entonces daban la media vuelta y se iban de ahí sin dejar de tocar.

Pues esa noche, el payaso escuchó una trompeta lejana, que estaba tocando la frase inicial de su acto, la frase con la que su amigo iniciaba la conversación. Primero pensó que era una broma, y que alguno de los nuevos artistas se estaba burlando de él, pero no era posible, porque ninguno de esos nuevos artistas estuvo presente cuando su amigo estaba con vida, y había que estar con vida y estudiarlo con atención para adquirir el encanto con que él tocaba sus notas. Antes de que el payaso pudiera reaccionar, el saxofón volvió a tocar la misma frase a lo lejos, en algún lugar del circo, en el exterior de la carpa. Es mi amigo, pensó el payaso, sólo puede ser mi amigo, y cuando la frase sonó por tercera ocasión, esta vez como si realizara una pregunta, por el estilo de “¿Hay alguien ahí?”, el payaso que estaba en las gradas sacó su trompeta y tocó las notas siguientes de la melodía. Se hizo un silencio muy largo, en el que el payaso de las gradas contuvo el aliento, y entonces, sonó la tercera frase, en un tono muy alegre, como si preguntara: ¿Dónde has estado? ¿No ves que no podía interpretar el acto?, y el payaso de las gradas tocó la frase siguiente, más como una respuesta que como una melodía: Lo siento mucho, me atrasé un poco porque había muchas cosas que hacer. Entonces el saxofón sonó más cerca que antes, Bueno, pues: toquemos, que nos están esperando, y el payaso de las gradas replicó: Claro que sí, ¿qué vamos a tocar? Y el saxofón respondió: La misma canción de siempre, criatura, ¿qué no estás viendo?, y el segundo payaso asintió: Claro que sí, aquí voy yo también, y el saxofón volvió a tocar más deprisa, ¿Estás seguro que me vas a alcanzar?, y el segundo payaso bajó de las gradas y caminó hasta la alfombra, y tocó la trompeta como si quisiera decir: Claro que sí, el acto es el acto, a eso hemos venido hasta aquí, para tocar estas notas, y cruzó el escenario y oyó el saxofón que decía: Si eso es lo que quieres, bienvenido, vamos a tocar como nunca han tocado en el circo, y en eso las cortinas por las que salían los artistas se abrieron de golpe y el segundo payaso caminó hacia la parte de afuera, como caminan los viejos o los niños chiquitos, los que aprenden a caminar, sin dejar de tocar la melodía, que sonó cada vez mas completa. Y tocando la trompeta y tocando la melodía, el segundo payaso salió del escenario y se perdió de vista. En ese instante, como sólo puede ocurrir en el cine de Fellini, terminó la película, como a veces termina la vida, mucho antes de lo pensado, y los créditos se deslizaron por la pantalla oscura, pero sucedió algo más: una orquesta grandiosa, integrada por músicos profesionales, que estudiaron la profesión, y sin duda dirigidos por un maestro, tocó la misma melodía que tocaron los payasos, pero con mucha alegría, con gran complejidad, como si los dos músicos se hubieran integrado a una orquesta invisible, pero esa parte de la historia no se pudiera mostrar, y ocurriera al mismo tiempo que las palabras, en alguna parte detrás del escenario.

-Bella película, ¿verdad?-, comentó la señora, -no es la mejor de Federico, pero esta escena es de lo mejor que ha dado el cine jamás.

-¿Conoció usted a Fellini?

-¿Que si lo conocí? Vino al estreno de Boccaccio 70 cuando yo tenía treinta años. Él y Julieta se sentaron en la primera fila y recibieron diez minutos de aplausos. Luego cenamos en Les deux magots. Pedimos tantas botellas que por poco nos echan de ahí… Así se hacía el cine antes.

-¿Qué cree que significa el final de la historia?

-Dígamelo usted, usted es el espectador.

-¿Que la música nos lleva a otro mundo?

La señora se carcajeó.

-¿Que alguien debe completar la melodía?

La señora sonrió, mientras apagaba las luces:

-Si Federico estuviera aquí, le diría que nunca hay que explicar las películas. Siempre decía: No sé qué digo en cada película, pero lo importante es decirlo cada vez mejor. Y ahora, señor mexicano, la función terminó.

Quise seguir platicando, pero me encaminó a la puerta, me dio dos besos en las mejillas y ella y el muchacho cerraron la puerta y bajaron la cortinilla de metal.

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