Una novela escrita con miedo, incertidumbre y placer. La autora cubana Elaine Vilar Madruga construyó un cuerpo narrativo que es monte, espinas y terrores, ramas y dientes, sangre y maleza, uno que lacera y se escurre entre nuestras grietas para hacernos sentir incómodos, como suele hacerlo la buena literatura.

En El cielo de la selva (Elefanta editorial, 2024) Vilar Madruga despacha sin reparos la historia de un grupo de mujeres que paren y paren decenas de críos para entregarlos a la selva, todos ellos carne joven que la satisface por completo. Así sobreviven las tías, abuelas e hijas, haciéndose madres porque ese dios, “hambriento como todos los dioses”, demanda el tributo. Allí, como sucede siempre y en todos lados, la juventud y la utilidad se miden por la capacidad de traer crías al mundo, y se sabe bien que la vejez es el tiempo en el que nos cobran las deudas. Con su narrativa, la autora cubana ficciona la opresión que se ha ejercido sobre las mujeres y cuestiona las imposiciones sociales, religiosas y políticas que atraviesan sus cuerpos.

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Es clara la idea que atraviesa el libro de las mujeres como máquinas de fabricar hijos y que, además, “cambian” a un opresor por otro. ¿Cómo fue el trabajo narrativo para crear una historia en la que se quiebra y se cuestiona la idea cómoda y edulcorada de la familia y de los vínculos entre las madres y sus hijos?

Quería que fuera una novela polifónica. Con muchas voces. Con muchos cuerpos. Con muchas mujeres. Con un coro de voces, también: un coro de miedos, de presagios y de terrores infantiles. Que existiera la voz omnisciente de La Vieja, perdiendo su alma a la vez que el control de sí misma. Y, sobre todo, que las mujeres contaran sus propias historias, que no existiera un filtro para sus crudezas y lo fiero de sus gritos y sus oscuridades. También quería que se escuchara, en el fondo, la voz de la selva, de sus muertas y de sus vivas, de la bichería en sus entrañas, esa ausencia de silencio que conforma su organismo. ¿Te conté alguna vez que fui músico? La obsesión por el ruido, por el sonido articulado, por la aparente incoherencia en su pentagrama, por lo dodecafónico de los latidos de la selva, por sus escalas y cromatismos estuvo siempre presente mientras escribía. Las voces de mis personajas entraban en este tejido, se articulaban a esa partitura. Ahora que lo pienso, ¿no es la literatura, también, música?

Es sobre una tensión, como bien dices, generacional y, también, sobre una concepción del mundo que la matriarca intenta imponer —una idea propia acerca de la civilización, de la religiosidad, de los cuerpos— que se confronta con la realidad en que viven y en la que han crecido sus hijas, sus nietas, su descendencia. La arquitectura de la novela se levanta sobre esa pugna, sobre esa lucha entre poderes, sobre ese desplazamiento que cuestiona las jerarquizaciones que se basan solo en factores vinculados con la edad. Imagínate, yo vengo de Cuba, uno de los países con mayor envejecimiento poblacional del continente (si no el que más), y existen jerarquías políticas, sociales, familiares y culturales basadas, fundamentalmente, en criterios de edad.

En mi próxima novela, el concepto de la doctrina religiosa patriarcal —a nivel iconográfico, por ejemplo, aunque no solo, porque se entronca también con las raíces de la transmisión cultural de la religiosidad— es el centro temático de toda la historia. Ahora mismo, en este momento de mi vida creadora, es una noción que me interesa explorar, analizar, sentir y, sobre todo, viviseccionar. En El cielo de la selva esa concepción de la divinidad masculina está muy presente también, en la manera que se ha jerarquizado el mundo “exterior” del cual provienen las mujeres protagonistas, en la manera en que la misma selva “reclama” a los hijos que son suyos y los engulle sin piedad, en la forma en que las mujeres son utilizadas como úteros o incubadoras, en la manera política en que se dirige la hacienda y se entiende la realidad.

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Es siempre emocionante jugar con los bordes del lenguaje y con sus filos. Mis libros —si bien parten de la misma raíz de un árbol de ideas y obsesiones temáticas— tienen, más allá de sus semejanzas, diferencias en cuanto a las búsquedas que me guían a ellos. En El cielo de la selva el lenguaje es un trozo de carne cruda abandonada entre los árboles, pero también un silbido, un arrullo, un sonido de huesos pelados. Tiene a veces de poesía performativa y otras de dramaturgia. Es testimonio de la realidad y, a la par, una búsqueda de las historias de mis ancestras. Es mapeo de territorio físicos y sentimentales. Es duro, es rasposo, lija. Cuando trabajo con el lenguaje de una novela en específico —el lenguaje es, al final, el barro de la historia—, me doy tiempo para amoldarme a él, y le doy tiempo para que se él amolde a mí. Juego con las palabras. Leo en voz alta y entretanto camino de un lado al otro, porque lo físico es también fibra del lenguaje. Me la paso muy bien en el proceso, porque juego mientras escribo. Creo que en el juego se encuentra lo trascendente de cualquier tipo de literatura.

Más bien tengo una necesidad de acelerar y terminar la novela. Sueño con los personajes. Hablo de ellos todo el tiempo. Vivo en sus mundos. Por eso casi siempre mis procesos de trabajo son frenéticos, sí, pero relativamente cortos. No tengo apego a mis novelas. Me desprendo de ellas con facilidad, porque entiendo que todo hilo umbilical se corta por naturaleza y que la verdadera vida existe con ese corte. En el momento en que te respondo esta entrevista, estoy cerrando la versión definitiva de mi próxima novela, La piel hembra, y ya estoy empezando en mi mente un viaje nuevo hacia otro mundo, hacia otra historia, hacia otros cuerpos. La literatura, para mí, es siempre ese continuo adiós, esa continua bienvenida.

La literatura latinoamericana tiene absoluta consciencia del escenario de terror que se vive en todo el mundo y ha sido consecuente con ese testimoniar a través de la ficción. Cuando una elige un tema y escribe sobre él, lo posiciona siempre ante los ojos de las lectoras y los lectores, muestra una escoriación, una herida, una lijadura, un miedo y, a la vez, una realidad de la cual ha brotado ese miedo y esa herida. Esta elección es siempre políticamente relevante, culturalmente necesaria y socialmente imprescindible. Por ejemplo, como lectora, siempre estoy buscando esas marcas de realidad y compromiso en los libros que escojo o aquellos que llegan a mis manos por azar: esto me permite dialogar tanto con una tradición de escritura como con mis contemporáneas, y aprender de ese devenir historia (la palabra podríamos enmarcarla tanto en minúsculas como en mayúsculas).

¿Qué le permite el género para narrar —y reclamar— por las realidades políticas, sociales, culturales que le hacen ruido?

El terror es un género de libertades, un grito de conciencia, un aullido ancestral que me ha permitido dar cuerpo —poner en la carne y en el hueso de la ficción, pero también en la carne y en el hueso de lo simbólico— a esas historias de opresiones que afrontamos las mujeres desde que el mundo es mundo, y que nuestros cuerpos y nuestras identidades vivencian de forma constante, no solo como parte de una realidad continental o regional, sino global. Para mí, es la literatura verdaderamente revolucionaria del presente.

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