De todos los semidioses, es Johann Wolfgang von Goethe quien concita las mayores dificultades a la hora de explicar su permanencia en el Olimpo literario. Dante, Cervantes y Shakespeare (de hecho, en el siglo XX, la bardolatría se superó a sí misma y el ignoto actor llegó a ser considerado “el inventor de lo humano”) son inamovibles, junto a Homero y los trágicos griegos, a los que se sumaron Dostoievski y Tolstói, mientras que todo indica que la contribución de la centuria pasada al mega canon quedará en Proust, Joyce y Kafka. Y de los poetas, acaso Eliot. Y si bien hubo casos de santos bajados a pedradas, como Terencio, el Tasso, Anatole France o Hemingway, las invitaciones a hacer descender a Goethe de su sitio han sido ineficaces. Hasta es de mala suerte sobajar al sabio de Weimar: aquel calificativo de Claudel (“asno solemne”, lo llamó) resultó ser un boomerang para quien hubo de ver nobelizado a otro francés y católico, y contemporáneo suyo: Mauriac en 1952.

Es curioso leer o releer a Goethe (1749-1832). Su Fausto, escrito en dos partes con un intermedio de medio siglo, es una de las empresas fundadoras de la modernidad, pero como dramaturgia es irrepresentable y sus lecciones, a la luz de la crítica del Progreso, inquietantes; el resto de su teatro es una antigualla y teniendo versos maravillosos (sobre todo los del Diván de Oriente y Occidente, de 1818-1827) sus dones líricos son inferiores a los de Heine, su joven rival.

Ya desde 1774, cuando aparecieron, Las penas del joven Werther no sólo desencadenaron una ola de suicidios por amor (frente a la cual Goethe sólo padeció de atrición), sino la risa loca de quienes veían en ese libro no sólo al gusto gemebundo sino a la falta de imaginación: Beyle, quien firmaría como Stendhal, se preguntaba por qué Werther no se robó a su novia, como se estilaba, rumbo a otro rancho, para ponerle colorín–colorado al entuerto. Se habrían evitado aquellos pistoletazos que, dada la imperfección del mecanismo, dejaban desangrándose en pólvora al moribundo durante horas o días, como le ocurrió al héroe goethiano. El resto de las novelas, sobre todo el ciclo de Wilhelm Meister (1796-1821), a mí me encantan, pero porque explican a Goethe, sin haberle dado, empero, al género narrativo lo que Richardson, Diderot, Choderlos de Laclos, Sterne o Voltaire, cosecharon. Que Goethe haya sido, en Weimar, el primer funcionario cultural de la historia, abona en otra cuenta.

El siglo en curso, en cambio, ha sido promisorio para el hombre de ciencia, pues Goethe quiso serlo en la misma medida que hombre de letras. Si bien perdió su enjundiosa batalla contra Newton, su idea totalizante de la Naturaleza, goza de mucho crédito en el ecologismo contemporáneo. Su culto a Pangea, difundido por Bortoft en La naturaleza como totalidad. La visión científica de Goethe (1996) llevaría a una ciencia holística, antes que analítica: “todos somos parte del cosmos” y el planeta Tierra habrá de ser registrado como un ser vivo.

Creo que la permanencia de Goethe se explica allí, extendiéndose de la ciencia a la estética porque, si se me permite, la suya fue una epistemología de una enorme sutileza. El más monista de los espíritus, Goethe, no admitía que pudiese haber ciencia sin historia de la ciencia, o literatura sin historia de la literatura. Ante Kant (a quien acabó de entender gracias a Schiller, según Cassirer, a quien ya nadie lee) descreyó de toda separación entre sujeto y objeto, postulando la unidad. A este apunte (no es otra cosa), llegué tras averiguar por qué Goethe le tenía horror a la crítica literaria.

No sólo la odiaba porque era humano ―como nos lo recordó Mann― y dueño, por ello, de una vanidad elefantiásica, sino porque Goethe despreciaba los fastidiosos procedimientos artísticos, en los cuales se fijaba con lupa la crítica de entonces, más preocupada en la preceptiva que en la literatura. Reich-Ranicki, el todopoderoso crítico alemán, cuenta en Los abogados de la literatura (1994) que, versificando, a Goethe le tenía sin cuidado la métrica (pedía ayuda en ese renglón sin escrúpulos) y a su desdén del teatro francés lo motivaba, sobre todo, su desprecio por las reglas. Pero estuvo lejos de ser un libertario o un libertino.

Poesía y verdad (1811–1830), así como las conversaciones con Eckermann, están llenas de buen sentido y de mucha ingenuidad de la buena porque Goethe creía (y de allí la prudencia que suscita lo fáustico) en que podían hacerse tratos justos con el diablo. Es digna de atención su antipatía por la idea de la decadencia ―a la vez tan tentadora― cuando rebate, en Poesía y verdad, que, si una literatura está en ascenso o que, si está en descenso, es porque “las literaturas tienen estaciones que se alternan entre sí, como la naturaleza, que desatan ciertos fenómenos y se suceden una tras otra. Por eso no creo que se pueda elogiar o censurar en términos generales toda una época literaria. Me desagrada especialmente que la gente ensalce o alabe tanto ciertos talentos que surgen al hilo del tiempo en que viven, mientras vilipendia y oprime a otros. A la garganta del ruiseñor la estimula la primavera, pero también al gaznate del cuco. A las mariposas que tanto complacen a la vista, y a los mosquitos, que tanto disgustan a la sensibilidad, los invocan idénticos calores estivales. Si realmente asimiláramos esto, no tendríamos que escuchar una y otra vez las mismas quejas cada diez años, y no desperdiciaríamos tan a menudo el vano esfuerzo que nos cuesta aniquilar alguna que otra cosa que nos desagrada”.

Esas cuatro estaciones de la literatura, veneradas por Goethe, son, desde luego, ajenas al espíritu crítico, y por ello es tan difícil de encajar el señor de Weimar en el rompecabezas moderno. Los reseñistas le parecían miserables como perros y veía a la crítica como a Ate, la diosa griega de la fatalidad, a quien personificó rengueando tras los autores, sin poderlos alcanzar. Goethe creó la totalidad romántica pero no supo heredarla. Heredar es morir un poco (o un mucho) y Goethe detestaba la muerte.

El empeño de los primeros románticos por la fatalidad hizo retroceder a Goethe: si su creación no podía vivir eternamente como la Naturaleza, esquivando sabiamente la extinción mediante la metamorfosis, más valía desvincularse de sus herederos. Criticar era mordisquear la creación, un empeño absurdo por trozar lo diamantino y por ello, no creyendo en Dios, se inventó la fuerza de lo demótico, en su acepción muy alemana y por ello sospechosa de ser propiedad del superhombre, ajena a la Providencia y a los hados malignos, una suerte de espíritu puro y absoluto, una divinización de todas las cosas cara a su maestro Spinoza. Por ello, acaso, Goethe no puede ser expulsado del Olimpo pues encarna la idea inverosímil, pero que él sostuvo sin ninguna distracción, de que el arte es la forma más acabada de la Naturaleza. Semejante sentencia hace sonreír a una humanidad que fue moderna, ilustrada, romántica, revolucionaria, conservadora, futurista, posmoderna, y seguirá siendo muchas otras cosas, pero estando compuesta de individuos que siempre habremos de guardar, en el alma, algo para lo bello. Si es cierto que esa fue la misión, ética y estética, de los Antiguos, para cuidar ese rincón, ha estado Goethe.

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