Una muy buena noticia para la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, ahora que pasamos tiempos difíciles, es la concesión del Premio Cervantes a uno de sus profesores, Gonzalo Celorio Blasco. Gonzalo fue director de la entidad hacia inicios del siglo, antes de convertirse en titular del Fondo de Cultura Económica.

Fue mi profesor de la asignatura Historia de la Cultura en España y América, hace ya casi medio siglo. Su exposición era clara, elegante, rica en narraciones y contextos. Apenas era diez años mayor que nosotros, y lustros después supe que escribía novelas y ensayos.

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Mi biblioteca, de la por ahora me encuentro muy lejos, incluye libros de Gonzalo Celorio. Uno tiene una dedicatoria de puño y letra. Ya habrá oportunidad de referirme a la prosa de este admirador de Alejo Carpentier y de muchas otras figuras de las letras, en especial españolas y latinoamericanas. Recuerdo por ahora la escritura sensual y barroca de Tres lindas cubanas. Enhorabuena.

¿Y cuál es, a todo esto, el mayor premio para quien ha escrito un libro? El premio más grande es la lectura. Una página es el sitio de encuentro entre dos soberanías: la soberanía de quien escribe y la soberanía de quien lee. La página es cuadrilátero, sala, salón, foro, escenario o camino… Esto depende de las características del texto, de la intención autoral y de la actitud al momento de la lectura.

Tengo, sí, ante la vista, dos libros, uno de ellos muy reciente: Poesía de Jomi García Ascot. El volumen se presentó hace unas semanas en un emotivo diálogo presidido por Diego García Elío, hijo del poeta y cineasta y de María Luisa Elío.

Diego y Sara Afonso son los editores de El equilibrista, casa que nos ha entregado muy buenos tomos sobre innumerables tópicos y fechas con revuelo histórico, por ejemplo, 1519, 1521, 1821.

Poesía pertenece a Colección La Cruz del Sur y a Pre–textos (o a la colección La Cruz del Sur, de Pre–textos), y permite un gozoso encuentro entre mi soberana decisión de leer estos versos y la soberanía del autor, donde quiera que se encuentre ahora.

La sobreoferta de libros y la disminución del tiempo libre son dos factores determinantes en el cuadrilátero de la página. La lectura se ha vuelto espantadiza, impaciente, a ratos incluso fácil para el enojo y el desprecio. Como en un partido de futbol, el ánimo llega a cambiar de un minuto a otro, de un verso al siguiente. Pero estos son mis juicios. Dejo al lector con una muestra de imágenes que “me llegaron”, como decíamos en aquellos años setenta en que Gonzalo Celorio fue nuestro maestro:

Un tiempo antiguo

A María Luisa

Y de repente todo un tiempo antiguo

acude hasta mi piel, hasta el olfato,

hasta el leve escalofrío de memoria

que sube por mi cuerpo.

Era no sé ya cuándo, era de niño,

una tarde ya antigua

con el mismo instante suspendido.

Era aquella vez también un tiempo antiguo,

anterior a mí mismo,

hecho de algo muy viejo, de una vejez

recordada, como un soplo frío, entre mi infancia.

Era un viento pasado, el eco de un viento pasado,

cuando las hojas tiemblan ya sin viento,

era como una lengua olvidada,

las palabras de un sueño.

Era, creo, un tiempo antiguo,

pero pudiera ser, aún sin saberlo,

el tiempo de esta tarde, este hoy que miro

que ya entonces se abrió –aire en el aire–

para dejar su frío en medio de mi infancia.

Jomi tuvo una vida breve: apenas 59 años. Se quedó en el umbral del sexto piso. Y es como si este poema le anticipara la vejez que no alcanzó, hace ya casi cuatro decenios. Esto es así tal vez porque vivimos nuestras edades por ráfagas, y a veces hay vislumbres de vejez e intemporalidad en la infancia, así como hay vislumbres de infancia e intemporalidad en la vejez.

Para el separador, los editores (acaso el propio Diego, responsable de la selección) eligieron “Tierra”:

Tierra

Áspero campo grande,

tierra indiferente, henchida

por el sueño ciego

de su peso.

Replegada en sí misma, la cabeza

en el centro más hondo de la sombra,

el aire azul, el sol, el paso de los vientos

que peinan tu costado

son imagen lejana, un vago sueño,

fugitivo temblor en vasto olvido.

Escritos sobre el agua

somos, aquí, el último confín

de tu silencio.

Allá en tu fondo, arriba,

pasamos, como las aves,

por el tiempo.

“Escritos sobre el agua / somos, aquí, el último confín / de tu silencio”: somos escritura, sí, así sea en el agua, que no nos retiene y que nos lleva. Somos. Sobre el ser que somos escribe José Manuel Mora Fandos en Tan bella, tan cerca (Sevilla: La Isla de Siltolá, 2011). Aprecio su prosa, que arranca con una magnífica pintura verbal de Roma. También aprecio su propuesta de un concepto: el co–ser. Somos, sí, con las demás personas. Somos, así sea que se nos escriba en el agua. Somos, y tal vez quedarán vestigios de nuestra soberanía, por ejemplo, cuando leímos lo que nos apetecía.

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