legué a la casa de mis abuelos, en la colonia Asturias, donde mi padre vivía con su hermana solterona. La puerta no estaba bien cerrada, así que un empujón bastó para entrar. Era mejor pasar de largo la desvencijada sala que no invitaba a nadie a sentarse. Los cuadros revestían los muros de melancolía. Las percudidas cortinas dejaban pasar poca luz. El reloj de pared se había detenido. Escuché ruido en la planta alta. Subí la escalera observando el polvo acumulado en el barandal. Lo encontré en el cuarto verde del tercer piso, que en alguna época se había rentado como un departamento independiente y que ahora era usado como bodega.

Mi padre escuchaba la canción: “Tristes recuerdos” mientras buscaba unos papeles. Se repetía una y otra vez como si no hubiera más melodías. Me acerqué a saludarlo. Aunque me contestó, siguió inmerso en sus pensamientos. Había ido para decirle que me iría de viaje, pero él comenzó a contarme algo. Yo esperaba un silencio propicio para convertir el monólogo en diálogo, sin embargo, él divagaba de un tema a otro sin ninguna coherencia. Hablaba de un pasado, que no tenía sentido al menos para mí, al tiempo que seguía hurgando en el destartalado archivero. La ventana estaba entreabierta. Agradecí la ráfaga de aire fresco que me dio un respiro. Lo necesitaba. Todo giraba en torno a él. Parecía que yo no existía. Tenía ojos que no me miraban. Tenía oídos que no me escuchaban. Había temas pendientes entre nosotros que era necesario hablar. Aún teníamos tiempo, pero él se mostraba reticente, huidizo, esquivo, como si una fuerza fantasmal, etérea e invisible lo arrebatara. Su ausencia había sido la constante en nuestras vidas. ¿No habíamos acaso ya perdido demasiado tiempo? Estaba en la última etapa de su vida. Un mal aquejaba su cuerpo. ¿Por qué no podíamos disfrutar el Presente como un regalo que ambos merecíamos?

La ventana se abrió de golpe tirando un oxidado trofeo de la liga juvenil de futbol que descansaba en el quicio. Se partió en seis pedazos. “Podré repararlo”. Aseguró con voz lastimera. Iba a narrarme la historia del equipo en el que jugó en su juventud, pero yo ya no pude permanecer en su mundo detenido.

Me despedí sin decirle lo que había ido a contarle. Una vez más las palabras se me quedaron guardadas. Me subí a mi coche con el corazón apretado. Tomé la carretera alejándome, lo único que quería era llegar a casa. Pasaría un tiempo antes de que insistiera en buscarlo nuevamente. ¡Tan fácil como dejar de intentarlo! El problema es que yo regresaba, esperando que algún día fuera diferente.

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