Me llega un pronóstico para 2025. Entre los asuntos por resolverse a nivel planetario se encuentra el abasto de agua. Me acuerdo de una figura muy influyente en México, entre cuyas preocupaciones se encuentra precisamente el futuro del así llamado “vital líquido”.
Desde el siglo xvi Madrid intenta resolver sus problemas al respecto. La avenida Bravo Murillo, que atraviesa el Distrito de Chamberí, recibe su nombre del presidente del Consejo de Ministros en la era de Isabel II, durante la segunda mitad del siglo xix.
Bravo Murillo tuvo la visión y la energía para emprender las labores indispensables a la hora de ofrecer un líquido que a las ciudades les es tan relevante como la sangre a los mamíferos.
Embalses, canales y depósitos fueron decisivos y quedan como un aspecto valioso de una época que se caracterizó por las pugnas al interior de la familia Borbón, reinante.
El agua de Madrid es famosa por su limpieza. Y es abundante pese a la relativa sequedad de la comarca, donde las lluvias tienden a ser esporádicas.
A principios de este siglo xxi hubo un intento por privatizar la compañía. Casi toda la población votó en contra del proyecto, que se desechó.
La empresa es pública y tiene campañas como “Abriga tu agua”. Se refiere a las actividades necesarias para proteger las tuberías caseras durante el invierno, cuando no son raras las temperaturas bajo cero.
El agua en Madrid se vincula con las misiones culturales. Teatros del Canal, que depende de la Comunidad de Madrid, es un vasto complejo arquitectónico que se alza en el cruce de las avenidas Cea Bermúdez y, precisamente, Bravo Murillo.
(Toda esta zona de la ciudad se señala por su relación con el tratamiento del agua, y por ejemplo el Parque Santander, muy próximo a los Teatros, consiste en un conglomerado de depósitos y conductos, así como fuentes y surtidores que con sus primeros saltos anuncian las nueve de la mañana.)
Tuve la oportunidad de asistir el viernes 3 –con la generosa compañía de Javier Cuétara– a una representación de la Comedia Francesa en la Sala Roja de los Teatros. Vimos una puesta en escena de Hécuba, la pieza de Eurípides, entrelazada con una propuesta del director y autor Tiago Rodrigues.
El esfuerzo de los actores, su talento, su profesionalismo, nos llevó a una muy puntual, intensa y rítmica exposición de los motivos de una madre y reina que ve morir a sus hijos y desmoronarse su reino en un lapso muy breve.
Hécuba, esposa de Príamo, rey de Troya, se enfrenta a las sucesivas muertes de sus hijos por sacrificios propiciatorios y traiciones, y se ve obligada a caer en una avalancha de venganzas que terminarán causando la muerte de otra hija suya, Casandra, aquella joven que (según la versión más común del mito) aceptó ser amante de Apolo a cambio del don de la profecía, luego rechazó al dios, y el dios se vengó condenándola a que nadie creyera en sus profecías.
La obra en la Sala Roja combinó pasajes de la obra de Eurípides con un texto contemporáneo: una de las actrices tiene a un hijo con cierta discapacidad y combina los ensayos con las consultas para un retoño a quien debe defender de ciertos atisbos de negligencia no tanto médica, sino ideológica.
Ambos planos de la puesta en escena (Eurípides hace 2,500 años; la actriz y sus pares en pleno siglo xxi) podrían leerse como el esfuerzo de la civilización por salirse de las espirales de venganzas encadenadas unas tras otras y por defender toda vida humana, incluso (o en especial) las de quienes sufren algún tipo de vulnerabilidad, mayor aun a la que de por sí tiene cualquier persona por el hecho de salir al mundo y enfrentarse a todas las vicisitudes de la vida diaria.
Precisamente de civilización hablamos cuando hablamos de servicios óptimos. Don Miguel León Portilla quería conservar el asombro cotidiano ante el hecho de que abramos un grifo y dispongamos inmediatamente de agua en abundancia e incluso regulemos la temperatura, según lo necesitemos.
La humanidad ha dado muestras de avances muy desiguales y, para colmo, se encuentra siempre en riesgo de sufrir retrocesos con consecuencias fatales para miles, millones de seres vivos.
Apenas es creíble que obras maestras de la arquitectura, de la música, de la poesía, de las artes plásticas se realizaran sin luz eléctrica ni agua corriente hasta bien entrado el siglo xix, es decir, hasta apenas casi ayer. Las artes se han sobrepuesto a todas las dificultades posibles y le han dado a la especie humana algunas de sus satisfacciones persistentes.
Sin luz eléctrica, sin agua en grifos, fueron posibles adelantos portentosos en las matemáticas, la lógica, la biología, la filosofía, la astronomía, la física. Puedo imaginarme una historia de nuestra especie en la cual los requerimientos de salud y de seguridad fueron ganando batallas y arrancándoles a los presupuestos para la guerra unos cuantos rubros para la preservación de la vida y la educación.
Los entornos de Troya y de Isabel II nos hablan de familias que se pelean y que arrastran a sus pueblos hacia los cataclismos bélicos, con las muchas consecuencias nefastas que de allí se desprenden.
Al menos una parte decisiva de los sinsabores de Isabel II se debieron a que era mujer y a que su padre Fernando VII la prefirió como sucesora sobre el infante Carlos: la hija, no el hermano. Esta decisión de un rey –aun así– no precisamente brillante (con un padre tampoco glorioso: el Carlos IV del Caballito de la Ciudad de México) marcó la historia española durante largos tramos de los siglos xix y xx.
Los tropiezos y las trampas vividas durante el reinado de Isabel pueden de algún modo compensarse con la obra visible en torno al agua, que contribuye a hacer de Madrid una urbe del siglo xxi, capaz de codearse con las mejores del mundo.
Entre sus muchas actividades en cartelera, los Teatros del Canal ofrecieron hace poco notables coreografías a partir de El pájaro de fuego y La consagración de la primavera, las dos piezas clásicas, fundadoras, de Igor Stravinski.
Cada disciplina artística tiene posibilidades inmensas de expansión, en ocasiones con base en sus propios límites. Por ejemplo, el teatro griego nació solamente como palabra y máscara, como máscara y palabra de uno, dos, tres actores (siempre varones); en el otro extremo, la danza puede recurrir a un grito ocasional, a un coro de interjecciones, pero se impone el obstáculo generativo de no valerse de la palabra.
¿Acaso el arte compensa los avances tan desiguales de nuestra especie mostrándonos todo lo que podemos hacer pese a nuestras carencias y a múltiples signos ominosos?